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IV. UNA EXTRAÑA ENFERMEDAD LLAMADA ZAHARA CAMPOS
cámara de una vivienda (2004)
Zahara Campos comenzó a hacer de las suyas incluso antes de nacer. Todo pudo haber ocurrido según este relato. Alberto, que vino a ser el padre de Zahara, se despertó sobresaltado al no encontrar en la cama a su mujer. Se calzó las alpargatas apresuradamente y, sin pensar en cubrir sus calzoncillos, descendió las escaleras de cuatro en cuatro. En el cocedero, inclinada sobre una palangana y con la cara más blanca que la pared, Eugenia luchaba con denuedo por contener sus vómitos.
Pero Alberto no se acostó. Salió al cortijo y regresó con un brazado de sarmientos. Buscó un papel y encendió una cerilla con mano temblorosa. Hubo de intentarlo cuatro veces más; la humedad había traspasado la cajetilla y los fósforos no ardían ni a la de tres. Colocó las trébedes sobre la lumbre y puso un cazo con agua. Eugenia seguía vomitando y Alberto, sin pensarlo siquiera, dirigió sus pasos hacia la casa de don Mateo, el médico, quien asomó la cabeza por la ventana tan pronto percibió los golpes en la puerta.
Hace frío en la calle. Lleva horas escarchando. Alberto está aturdido y no siente nada; le ocurre lo mismo cada vez que Eugenia se pone enferma. Apenas han transcurrido dos minutos cuando se oye la llave en la cerradura. Don Mateo no ha tenido tiempo de lavarse la cara y se abrocha los últimos botones del abrigo atusándose a la vez sus rizados cabellos. Alberto no puede articular palabra y sigue los pasos del médico casi sin respirar.
La noche es oscura cual boca de lobo. Los carralvalenses saborean el sueño reparador de sus fatigas. No se ve un alma por la calle. Un perro aúlla en el corral del Tejerizo. Todo es quietud; todo es silencio y paz. Los pasos de los dos únicos transeúntes dejan tras de sí un leve eco. Sus bocas lanzan vaharadas con formas caprichosas; sus alientos fabrican nubecillas sólo visibles al pasar ora por la Plaza, luego por la Iglesia. Dos débiles bombillas alumbran estos dos rincones del pueblo. El resto de la aldea permanece en penumbra. En Carralval el tiempo muere de noche para resucitar al toque del alba. El fuego comienza a extinguirse. Las titilantes ascuas desprenden pavesas que, tras columpiarse unos segundos en el allarín, vuelan chimenea arriba para salir al encuentro de la noche. Alberto y don Mateo han llegado por fin al cocedero. Una rápida mirada en derredor y una certidumbre: allí no hay nadie. Suben al dormitorio sin dirigirse la palabra, Eugenia yace con frente sudorosa abrazada al orinal,
El médico ausculta a la enferma. Calla y sonríe de vez en cuando para infundirle ánimos. A Eugenia no le faltan arrestos, pero esta noche las está pasando más moradas que en vendimias. No hace ni media hora que se imaginaba a sí misma amortajada y con un cirio a cada lado del ataúd. Y tuvo miedo, mucho miedo, un miedo sin freno; un pánico que le subía desde el vientre hasta la frente.
Alberto acompañó al médico en su regreso a casa. Comenzaba a despuntar el día. El sacristán subía a la ermita a tocar al alba. Los gallos cantaron al tiempo que sonaba la primera campanada. Los labriegos aparejaban sus yuntas dispuestos a emprender una nueva jornada de labor. Renacía el ajetreo cotidiano y las blasfemias se escuchaban por doquier. El muletero hacía sonar un cuerno despabilando a los carralvalenses con su bronco bramido. Las talanqueras de los corrales se abrían para dar paso al ganado que saldría a pastar. Era un día más; era el amanecer de un día cualquiera. Dos días después, Eugenia y Alberto esperaban en el Empalme. El coche de línea que recorría los pueblos desde Valdealheña hasta Fuentearévacos tenía su llegada a Carralval —no con excesiva puntualidad— a las ocho de la mañana. Subieron al destartalado auto y recibieron una cordial acogida por parte del conductor, a quien todos conocían por el nombre de El Minuto a pesar de sus notorios retrasos.
baúles (2004)
Alberto Campos permanecía intranquilo en la sala de espera del hospital. El olor a éter se le metía hasta en el estómago. Estaba en ayunas. No había conseguido probar bocado; la preocupación se lo impedía. Miró por la ventana y contempló estupefacto el tráfago de aquella pequeña capital de provincia. Una gitana pregonaba a voz en grito su preciada mercancía.
Alberto se preguntaba cómo podría vivir aquella buena gente en medio de semejante barullo. En Carralval no se oía tanto ruido ni durante los días de la Fiesta. Ni siquiera en las bodas de los pudientes del pueblo se reunía el número de almas que ahora veía transitar por aquella angosta calle. La gitana seguía su cantinela.
Alberto sonrió para sus adentros; tenía gracejo la gitana. El no usaba reloj, no sabía cuánto tiempo había permanecido contemplando aquella pintoresca escena. Pero las horas pasaban lentas; él las suponía interminables. ¿Qué le estarían haciendo a la Eugenia? ¿Estaría sufriendo la pobre? Unos golpecitos en el hombro le sacaron de su ensimismamiento. Era una monja con inmensa corneta almidonada sobre su cabeza y un rosario colgado a la cintura. Las pruebas habían concluido; Eugenia se hallaba en el pasillo.
Alberto y Eugenia, cogidos del bracete y cada cual con su amargura a cuestas, salieron del hospital. Todavía era pronto para regresar a Carralval. Entraron en una cantina y pidieron algo de comer. Permanecieron ambos en silencio, pero sus miradas eran elocuentes. Recorrieron las calles para hacer tiempo. Se acercaron a una anciana que vendía chucherías en la puerta de un cine. Compraron un collar de gargantillas de plástico rojas y blancas. Era para su hija Beatriz. Se pondría muy contenta. Se había quedado con la abuela, ajena a la tragedia. Seguro que esperaría con ansia el regreso de sus padres. A la semana siguiente don Mateo, el médico, recibió una carta del hospital de Fuentearévacos. El temido diagnóstico se confirmaba: Eugenia tenía un quiste en los ovarios. Según se desprendía del contenido de la nota, era recomendable extirparlo cuanto antes mejor. Las consecuencias podrían ser nefastas de no intervenir a tiempo. Don Mateo se armó de valor y se dirigió a la casa de la familia Campos.
Don Mateo daba tiempo al tiempo. Le unían fuertes lazos de amistad con aquella familia. Retrasaba el momento de comunicar la mala noticia al matrimonio. Entró Beatriz y el médico comenzó a juguetear con la pequeña. Pasaban los minutos y seguía sin decidirse a hablar. ¿Cómo encajarían la nueva? No podía volver a su casa con aquel secreto que le quemaba en el bolsillo. Extrajo el sobre y se lo alargó a Alberto, quien lo recogió con mano temblorosa.
Pasan los días y Eugenia nunca encuentra el momento propicio para someterse a la operación quirúrgica. Primero quiere que la gallina clueca acabe de empollar. Después espera que el abuelo Pablo termine de sarmentar las viñas. Más tarde pone por excusa el resfriado de Beatriz. Llega mayo y Eugenia no ha vuelto a sentir molestia alguna. Parece imposible que ella se encuentra enferma. Los médicos también pueden equivocarse. Algún vómito al amanecer —eso sí— pero goza de buen apetito; incluso ha engordado un poco. Mas... una noche se despertó bañada en un espeso sudor frío.
sala (2004)
El médico se alarmó; esperaba lo peor. Descendió las escaleras de dos en dos mientras con una mano se acababa de poner los pantalones y con la otra sujetaba los zapatos. Los dos hombres volaron calle abajo. Llegaron a la cabecera de la cama de la enferma casi sin resuello,
Y así aconteció que lo que diagnosticaran unos médicos como una temible enfermedad, se transformó en una diminuta criatura llamada Zahara Campos.
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