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IV. UNA EXTRAÑA ENFERMEDAD LLAMADA ZAHARA CAMPOS

cámara de una vivienda (2004)

 


Zahara Campos comenzó a hacer de las suyas incluso antes de nacer. Todo pudo haber ocurrido según este relato.

Alberto, que vino a ser el padre de Zahara, se despertó sobresaltado al no encontrar en la cama a su mujer. Se calzó las alpargatas apresuradamente y, sin pensar en cubrir sus calzoncillos, descendió las escaleras de cuatro en cuatro. En el cocedero, inclinada sobre una palangana y con la cara más blanca que la pared, Eugenia luchaba con denuedo por contener sus vómitos.

— ¿Qué pasa? ¿Te has puesto mala?

— Chico, estoy que echo las tripas.

— Te habrá sentado mal la cena. Como siempre comes de pie... Como todo el día andas trajinando con el bocado en la mano... Como...

— ¡Déjate de sermones! Estoy que reviento y tú, en vez de prepararme un té o una manzanilla, vienes aquí con la murga de si como, de si dejo de comer.

— Bueno, chica, que ni eres la primera que devuelve la cena ni serás la última. Si te pones así, cojo y me vuelvo a la cama.

Pero Alberto no se acostó. Salió al cortijo y regresó con un brazado de sarmientos. Buscó un papel y encendió una cerilla con mano temblorosa. Hubo de intentarlo cuatro veces más; la humedad había traspasado la cajetilla y los fósforos no ardían ni a la de tres. Colocó las trébedes sobre la lumbre y puso un cazo con agua. Eugenia seguía vomitando y Alberto, sin pensarlo siquiera, dirigió sus pasos hacia la casa de don Mateo, el médico, quien asomó la cabeza por la ventana tan pronto percibió los golpes en la puerta.

— ¿Quién va?

— Soy yo, el Alberto. Que a ver si puede bajar usted corriendo, que la Eugenia se ha puesto muy mala.

— ¡Bueno, hombre, bueno, ahora mismo voy! Pero no te desesperes por tan poca cosa. No creo que te quedes viudo tan pronto; la Eugenia está más fuerte que un roble.

— Sí, pero esta noche está echando hasta el baurrín.

Hace frío en la calle. Lleva horas escarchando. Alberto está aturdido y no siente nada; le ocurre lo mismo cada vez que Eugenia se pone enferma. Apenas han transcurrido dos minutos cuando se oye la llave en la cerradura. Don Mateo no ha tenido tiempo de lavarse la cara y se abrocha los últimos botones del abrigo atusándose a la vez sus rizados cabellos. Alberto no puede articular palabra y sigue los pasos del médico casi sin respirar.

— ¡Pero bueno! ¿Es que el susto te ha dejado mudo?

— No, es que..., ya sabe usted, don Mateo, que a mí esto de las enfermedades... vamos que me coge un canguelo de armas tomar.

— Ya lo veo, ya. No hace falta que me lo jures. Pero... ¡mira que la Eugenia también, ponerse mala a estas horas y en una noche tan criminal...!

— Pues mire... Yo, la verdad es que no sabía qué hacer. Ya sabe usted que no me gusta molestar, pero...

— ¡Nada de peros ni de molestias, hombre, que para eso estamos! Lo decía por decir algo; por ver si te saco el miedo del cuerpo. Que aquí no se muere nadie por echar la vomitona y menos sin mi permiso.

La noche es oscura cual boca de lobo. Los carralvalenses saborean el sueño reparador de sus fatigas. No se ve un alma por la calle. Un perro aúlla en el corral del Tejerizo. Todo es quietud; todo es silencio y paz. Los pasos de los dos únicos transeúntes dejan tras de sí un leve eco. Sus bocas lanzan vaharadas con formas caprichosas; sus alientos fabrican nubecillas sólo visibles al pasar ora por la Plaza, luego por la Iglesia. Dos débiles bombillas alumbran estos dos rincones del pueblo. El resto de la aldea permanece en penumbra. En Carralval el tiempo muere de noche para resucitar al toque del alba.

El fuego comienza a extinguirse. Las titilantes ascuas desprenden pavesas que, tras columpiarse unos segundos en el allarín, vuelan chimenea arriba para salir al encuentro de la noche. Alberto y don Mateo han llegado por fin al cocedero. Una rápida mirada en derredor y una certidumbre: allí no hay nadie. Suben al dormitorio sin dirigirse la palabra, Eugenia yace con frente sudorosa abrazada al orinal,

— Buenas noches, o buenos días; que no sé ni qué hora es. Vamos a ver qué es lo que te pasa. No querrás morirte ahora con el frío que debe de hacer en el cementerio. Además, estoy pensando que como tengamos que echarte al hoyo con orinal y todo...

— No bromee, don Mateo, que si salgo de ésta....

—¡Qué hacer no salir, mujer! y más fresca que una lechuga en el mes de enero.

El médico ausculta a la enferma. Calla y sonríe de vez en cuando para infundirle ánimos. A Eugenia no le faltan arrestos, pero esta noche las está pasando más moradas que en vendimias. No hace ni media hora que se imaginaba a sí misma amortajada y con un cirio a cada lado del ataúd. Y tuvo miedo, mucho miedo, un miedo sin freno; un pánico que le subía desde el vientre hasta la frente.

— Creo que lo peor ya ha pasado, pero, para más tranquilidad, me gustaría que fueses al hospital de Fuentearévacos a que te hagan análisis y radiografías. Y ahora, acábate esa manzanilla y procura dormir y no darnos más sustos. Vendré a verte a media mañana.

Alberto acompañó al médico en su regreso a casa. Comenzaba a despuntar el día. El sacristán subía a la ermita a tocar al alba. Los gallos cantaron al tiempo que sonaba la primera campanada. Los labriegos aparejaban sus yuntas dispuestos a emprender una nueva jornada de labor. Renacía el ajetreo cotidiano y las blasfemias se escuchaban por doquier. El muletero hacía sonar un cuerno despabilando a los carralvalenses con su bronco bramido. Las talanqueras de los corrales se abrían para dar paso al ganado que saldría a pastar. Era un día más; era el amanecer de un día cualquiera.

Dos días después, Eugenia y Alberto esperaban en el Empalme. El coche de línea que recorría los pueblos desde Valdealheña hasta Fuentearévacos tenía su llegada a Carralval —no con excesiva puntualidad— a las ocho de la mañana. Subieron al destartalado auto y recibieron una cordial acogida por parte del conductor, a quien todos conocían por el nombre de El Minuto a pesar de sus notorios retrasos.

 

baúles (2004)

 

— ¡Hombre, vosotros por aquí!

— Pues mira, que vamos al médico.

— ¿A quién tenéis malo?

— La Eugenia que no se encuentra bien.

— Pero... no será cosa de cuidado; vamos, digo yo. Porque no tiene mala cara.

— La otra noche nos pegó un susto... Ahora parece que ha ahuecado un poco el ala, pero por si las moscas...

— Pues mira, que me empezaron a dar arcadas y a lo primero nada, que no podía arrojar. Después me dio por devolver y eché hasta las bilis; yo creo que hasta la primera papilla que me dio mi madre.

— Pues yo no me había enterado de nada.

— Bueno, es que fue hace un par de noches y, te digo la pura verdad, me quedé medio patidifusa; creía que echaba el bofe.

— ¡Hala! que Dios quiera que no sea nada de gravedad. Y me alegro mucho de veros.

— Nosotros lo mismos, Minuto.

Alberto Campos permanecía intranquilo en la sala de espera del hospital. El olor a éter se le metía hasta en el estómago. Estaba en ayunas. No había conseguido probar bocado; la preocupación se lo impedía. Miró por la ventana y contempló estupefacto el tráfago de aquella pequeña capital de provincia. Una gitana pregonaba a voz en grito su preciada mercancía.

— ¡Venga, señoras, veeenga, que tengo los mejores piñones de toda esta comarca! !Piñooones, al rico piñón, señora!

— ¿A cómo los vendes hoy? —preguntó una mujer que portaba una gran cesta de mimbre en el brazo.

— Más baratos que ayer, mi niña; te lo juro por la salud de mis churumbeles.

— ¡Anda ya, que no te faltan leyes, no! Tú sabes más que el Lepe, el Lepijo y su hijo. Tú no tienes necesidad de ir a la escuela.

— ¡Mira qué piñones, mi alma! Si son una pura bendición; si están recién cogiditos del árbol.

— ¡A saber de dónde los habrás sacado!

— ¡No te digo, la desconfiada ésta! ¿De dónde quieres que los haiga sacado, mujer? ¿Crees que crecen en la faltriquera de la Faraona?

— ¡Váyase usted a saber...! Échame un par de galfadas, anda.

— ¡Llévate un celemín, mi arma! Que te juro por mis muertos que hoy traigo los mejores piñones de toda la España entera.

Alberto se preguntaba cómo podría vivir aquella buena gente en medio de semejante barullo. En Carralval no se oía tanto ruido ni durante los días de la Fiesta. Ni siquiera en las bodas de los pudientes del pueblo se reunía el número de almas que ahora veía transitar por aquella angosta calle. La gitana seguía su cantinela.

— Que hoy traigo lo mejor del mundo entero. Que vendo las minas del rey Salomón. ¡Vamos, joven, cooompre piñones; cooompre castañas! ¡A la rica castaña pilonga, que si la de mi hermana es buena, la mía es mejor! ¡Castaaañas pilongas; a la rica castaña pilonga!

Alberto sonrió para sus adentros; tenía gracejo la gitana. El no usaba reloj, no sabía cuánto tiempo había permanecido contemplando aquella pintoresca escena. Pero las horas pasaban lentas; él las suponía interminables. ¿Qué le estarían haciendo a la Eugenia? ¿Estaría sufriendo la pobre? Unos golpecitos en el hombro le sacaron de su ensimismamiento. Era una monja con inmensa corneta almidonada sobre su cabeza y un rosario colgado a la cintura. Las pruebas habían concluido; Eugenia se hallaba en el pasillo.

—¿Qué te han dicho?

— Que, de momentos no saben nada. Que hay que esperar a tener los resultados de los análisis, pero...

— Pero... ¿qué?

— Pues que no te asustes, pero han dicho que puede ser un quiste en los ovarios; que a lo mejor me tienen que operar.

— ¡Bueno, bueno, eso ya se verá!

Alberto y Eugenia, cogidos del bracete y cada cual con su amargura a cuestas, salieron del hospital. Todavía era pronto para regresar a Carralval. Entraron en una cantina y pidieron algo de comer. Permanecieron ambos en silencio, pero sus miradas eran elocuentes. Recorrieron las calles para hacer tiempo. Se acercaron a una anciana que vendía chucherías en la puerta de un cine. Compraron un collar de gargantillas de plástico rojas y blancas. Era para su hija Beatriz. Se pondría muy contenta. Se había quedado con la abuela, ajena a la tragedia. Seguro que esperaría con ansia el regreso de sus padres.

A la semana siguiente don Mateo, el médico, recibió una carta del hospital de Fuentearévacos. El temido diagnóstico se confirmaba: Eugenia tenía un quiste en los ovarios. Según se desprendía del contenido de la nota, era recomendable extirparlo cuanto antes mejor. Las consecuencias podrían ser nefastas de no intervenir a tiempo. Don Mateo se armó de valor y se dirigió a la casa de la familia Campos.

— Buenos días, ¿Cómo está la moza?

— Mucho mejor, gracias a Dios. Yo creo que ha sido más el ruido que las nueces, me encuentro de primera.

— Y el Alberto ¿está por aquí?

— Sí, sí, pase usted, que está sacando la segunda hornada.

— Buenos días, Alberto. ¿No me dirás que pasas frío?

—No, no. Lo que os ahora mismo... estoy hasta sudando.

— Pues no bebas agua cuando estés tan sofocado, que ya sabes que te tengo dicho... Pasaba a visitar al chico de la Engracia y he pensado: voy a ver cómo anda esa pareja.

— Ya lo ve, trabajando como siempre.

— Y ¿quién nos haría el pan si tú te tumbases a la bartola?

— Tiene usted razón. No, si yo... por ahora no me quejo.

Don Mateo daba tiempo al tiempo. Le unían fuertes lazos de amistad con aquella familia. Retrasaba el momento de comunicar la mala noticia al matrimonio. Entró Beatriz y el médico comenzó a juguetear con la pequeña. Pasaban los minutos y seguía sin decidirse a hablar. ¿Cómo encajarían la nueva? No podía volver a su casa con aquel secreto que le quemaba en el bolsillo. Extrajo el sobre y se lo alargó a Alberto, quien lo recogió con mano temblorosa.

— Es de Fuentearévacos. Las noticias no son muy buenas. Hay que operar. Pero no os preocupéis; yo tengo allí buenos amigos. Además, ahora eso de las operaciones ya no tiene ninguna importancia; te quitan lo que tienes malo y ¡hala, a vivir!

— Bueno, pero...

— Vosotros decidiréis, ¡claro!, pero yo os voy a dar mi consejo: lo malo, cuanto antes se pase, tanto mejor.

— Lo que usted diga, don Mateo, pero...

— Si ya lo comprendo. Estas cosas siempre impresionan. Me hago cargo de que estaréis preocupados, pero no es una operación difícil.

Pasan los días y Eugenia nunca encuentra el momento propicio para someterse a la operación quirúrgica. Primero quiere que la gallina clueca acabe de empollar. Después espera que el abuelo Pablo termine de sarmentar las viñas. Más tarde pone por excusa el resfriado de Beatriz. Llega mayo y Eugenia no ha vuelto a sentir molestia alguna. Parece imposible que ella se encuentra enferma. Los médicos también pueden equivocarse. Algún vómito al amanecer —eso sí— pero goza de buen apetito; incluso ha engordado un poco. Mas... una noche se despertó bañada en un espeso sudor frío.

 

sala (2004)

 

— ¡Alberto, Alberto, que me muero!

— ¡Ya volvemos a las andadas! ¿Te mueres, o es que estás soñando?

— Despierta y bien despierta estoy. ¡Corre, vete a buscar a don Mateo!

— ¿A estas horas? ¡Mira que tiene narices la carga de leña! ¡Mira que hacer levantar al pobre hombre todos los días a las tantas de la madrugada!

— Bueno, haz lo que te dé la real gana, pero yo me muero.

— Espera un rato, mujer, no te mueras tan deprisa.

—¡A ver si me voy a tener que morir cuando a ti te vaya bien!

— ¡Ya voy..., mujer, ya voy!

El médico se alarmó; esperaba lo peor. Descendió las escaleras de dos en dos mientras con una mano se acababa de poner los pantalones y con la otra sujetaba los zapatos. Los dos hombres volaron calle abajo. Llegaron a la cabecera de la cama de la enferma casi sin resuello,

— ¡Qué descansado me voy a quedar el día que te mueras de verdad! Me das más trabajo tú sola que entre todo el pueblo junto.

— No bromee, don Mateo, que no está la Magdalena para tafetanes.

— Vamos a ver... chica, te estarás muriendo, pero yo te encuentro más sana que nunca. A no ser que... Oye, ¿tú tienes la regla cada mes como Dios manda?

— Pues no; hace meses que no...

— ¿Y ahora me lo dices?

— Como los de Fuentearévacos dijeron que tenía un quiste en los ovarios, yo pensaba que...

— ¡Tú pensabas, tú pensabas...! ¡Qué quiste en los ovarios ni qué porras en las narices; tú lo que estás es preñada!

— ¡También estaría bueno que ahora resultase ser un chico!

— ¡Hala, Alberto! Saca un par de copas y vamos a celebrarlo, que ésta ya parirá a su debido tiempo.

Y así aconteció que lo que diagnosticaran unos médicos como una temible enfermedad, se transformó en una diminuta criatura llamada Zahara Campos.

 


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