Navidad

gatos en la nieve (diciembre 2004)


 

7 de agosto de 1995

No acompañó el tiempo en este día de Navidad, pues amaneció soleado y caluroso. Ya desde primeras horas de la mañana se especulaba sobre los trabajos comunitarios, denominados regaderas, que deberían emprenderse tras el correspondiente "cuento" en la calle Real. Hombres y mujeres desempolvaban azadas, palas y otros implementos dispuestos a llevar la cabo la labor que les fuera destinada.

Se sacaron mantillos, anguarinas, tabardos, capotes... de viejas arcas y, aunque tradicionalmente las mujeres no tomaban parte en estas actividades, por esta vez ─y sin que siente precedente─ fueron admitidas.

Envuelto en un capillo pardo apareció el responsable de proceder al recuento del personal y controlar las ausencias. Una lista, confeccionada la noche anterior, incluía el nombre de cuantos jubilados varones y viudas ─hembras─ se hallaban en aquel momento en Alcozar.

Tras dirigir la palabra a los allí reunidos y recomendar la rapidez ("dado que la mañana no está aparente para estarse aquí charlando") comenzó el "cuento".

 

"cuento" antes de comenzar las "regaderas"

 

Se iba nombrando uno a uno a los obligados a acudir a regaderas y éstos ─o bien las personas que los sustituían─ contestaban: ¡presente!. Se llevo a cabo un nuevo "cuento" para borrar la falta a quienes habían hecho acto de presencia después de haber sido nombrados. Se decidió castigar a los ausentes con una multa de cincuenta pesetas y constancia escrita en el tablón de anuncios del ayuntamiento y, por último, "como hacía un frío que helaba hasta el aliento", se hizo el reparto de los trabajos que cada cuadrilla debía llevar a cabo durante la jornada y que, en resumen, resultó que se reducían a que cada cual limpiase el trozo de calle que correspondiera a su casa.

Por la tarde, el polifacético escritor Eduardo Bas Gonzalo, con camiseta del Milenio un tanto tarada (se habían agotado cuando llegó a Alcozar el día anterior para ofrecernos su colaboración en todo aquello que necesitásemos), una bota de vino escondida bajo la mesa, encaramado sobre la caja de un remolque de tractor a cuyos lados lucían dos pancartas alusivas a la conmemoración, y bajo la sombra de las moreras que franquean la entrada de la Casa de la Villa, se dirigió a un numeroso público ávido de noticias sobre el Conde y sobre otros temas relacionados con la historia y costumbres de Alcozar. El sufrido público ─sobre todo el de las últimas filas de sillas─ tuvo que soportar estóicamente el sol de justicia que, como casi cada tarde de agosto, cae sobre las tierras de Castilla y, a falta de otro recurso, se sentó en alguna piedra o en el suelo cuando consiguió encontrar algún retazo de sombra libre.

Eduardo se dirigió a los allí concentrados en estos términos:

"Alcozareñas y alcozareños: Puesto que estoy convencido de que soy un poco menos malo como escritor que como orador, espero me perdonéis el que proceda a la lectura de este discurso.

Hace ahora un par de meses recibí una llamada telefónica por la que se me invitaba a pronunciar este discurso inaugural. Al principio me hice el remolón, hasta que supe que el discurso estaba previsto para mi buen amigo Avelino; el cual ─por profesionales y veraniegas razones─ no podía acudir a Alcozar en estas fechas en las que nos encontramos.

A pesar de que por un amigo se hace casi cualquier cosa, lo cierto y verdad es que la sustitución me recordó aquella soflama administrativa que dice;

Ha venido el sobresaliente

de parte del ayudante,

que le ha dicho el ingeniero

que le diga al capataz

que trabaje el caminero

y le ayude el auxiliar.

Pues bien, ya sea como caminero, como auxiliar, o simplemente como "arrascapostes" convertido en "gato" por un día, aquí me tenéis dispuesto a conmemorar con vosotros estas Jornadas Culturales en memoria del conde Garci Fernández.

Y siendo Garci Fernández el protagonista de hoy, no me queda más remedio que dedicar alguna reflexión al conde de las blancas, limpias o bellas manos; nieto al parecer del repoblador de Aza, Clunia y San Esteban de Gormaz ─mi pueblo─ y quien, en calidad de hijo de Fernán González, fue el heredero de la recién creada Castilla.

García Fernández fue el segundo en ostentar el título de Conde de Castilla, y lo hizo durante veinticinco años; quizá los veinticinco años más tumultuosos de la historia de estas tierras del Duero.

Comenzó su mandato teniendo que repeler un intento del rey de Navarra por hacerse con estos terrenos. Acto seguido, propició un pacto cristiano con los reyes de León y de Navarra, y con los condes de Monzón y de Saldaña; pacto que no impidió la derrota de Garci Fernández de manos de Galib ─en el 975─ por estos parajes de Langa y Alcozar.

Quién sabe si como venganza o como desagravio, el caso es que tres años más tarde Garci Fernández obtiene un apabullante, clamoroso y espectacular triunfo sobre los musulmanes en lo que sería su principal y única victoria sobre los defensores del Islam.

A partir de aquí, todo serían desdichas para nuestro protagonista de hoy:

- En lo militar, el gran caudillo árabe Almanzor le derrotó tantas veces como se enfrentaron.

- En lo menos militar y más estratégico de la contienda, dio cobijo en sus filas al traidor Galib, e incluso al propio hijo de Almanzor, por lo que, como hemos dicho, sufrió las consecuencias de haber levantado las mayores iras del mejor general que tuviese el ejército árabe.

- En lo personal, tuvo que soportar la sublevación alimentada por su propia esposa y que fue liderada por su propio hijo Sancho García.

Y efectivamente, hace ahora poco más de mil años, sufría su última y mortal derrota, de manos ─¡cómo no!─ de Almanzor, en el paraje alcozareño de Piedra Sillada; consiguiendo de esta forma que nos reunamos hoy en este evento cultural cuyo título parece haber salido de la boca de Garci Fernández:

Vinieron los sarracenos

y nos molieron a palos,

que Dios ayuda a los malos

cuando son más que los buenos.

Tras este desgarrado grito alcozareño de Garci Fernández, puede quedar ya para los historiadores la fecha y lugar exactos de su muerte, así como las razones por las que se le conoció por "el Conde de las Blancas, Bellas o Limpias Manos". Queden para ellos también las explicaciones de por qué su esposa, Dª Ava de Ribagorza, pasó a la historia como "la Condesa Traidora", y alegrémonos de que finalmente su hijo, Sancho García, fuese conocido como "el de los Buenos Fueros".

Sea como fuere, seguro que mi admirado Clemente Sáenz Ridruejo, con mayor acierto y, desde luego, con mucho mayor conocimiento que yo, despejará dentro de un par de días casi todas las dudas históricas referentes al II Conde que tuvo Castilla, así como de las circunstancias que rodearon su muerte.

Por otro lado, Alberto Manrique ─doctor en diversas y variadas ciencias y artes─ nos dará su visión musulmana, y con toda probabilidad nos hablará del "verdugo" de Garci Fernández: Almanzor. Y seguro que no pasará por alto el hecho de que ambos fuesen a morir a Medinaceli.

Sin embargo, quisiera detenerme ahora y por un momento en la vertiente mítica de Garci Fernández:

- No falta quien afirma que la muerte de Garci Fernández fue propiciada por su esposa Ava, al no alimentar debidamente el caballo que Garci Fernández montaba, hace ahora mil años, en Piedra Sillada, pues le alimentaba con salvado en vez de con la consabida cebada y alfalfa.

- Cuentan que a la muerte de Garci Fernández, su cabeza fue enviada a Córdoba en un preciado cofre, y que tuvo que ser su hijo, Sancho García, quien pactase su recuperación para poder enterrarla en el burgalés monasterio de San Pedro de Cardeña.

- Dicen también que Ava, la esposa de Garci Fernández, tras la muerte de éste, llegó a un acuerdo con Almanzor por el que preparó un veneno para su hijo, Sancho García. Menos mal que, gracias a un natural de Espinosa, Sancho descubrió la traición que se le avecinaba, haciendo que fuese ella ─su madre─ quien digiriese la pócima venenosa.

Para quien esté interesado en este tipo de maravillosas narraciones, hay que recordar que se pueden saborear unas cuantas en el libro titulado "Leyendas de Soria", de Florentino Zamora. Pero permitidme ahora que el tirón de la sangre me haga recordar aquella leyenda por la que San Esteban de Gormaz entró en los anales literarios, ya que no hubiese existido de no existir Garci Fernández, y de no haber obtenido éste la mencionada victoria sobre los musulmanes.

Dice la fabulilla que mientras Garci Fernández y su ejército peleaba contra los moros, un caballero castellano se quedó rezando a la sanestebeña Virgen del Rivero, siendo por ello acusado de cobarde. Pues bien, el caso es que el tal caballero, simultáneamente a sus oraciones, luchaba con tal acierto en la batalla, y ante los ojos del propio Garci Fernández, que consiguió vencer al adversario. Al regreso de las huestes, y al encontrarlo de nuevo arrodillado frente al altar, comprendieron que no había abandonado en ningún momento aquella postura. Por ello, todos, incluido Garci Fernández, rindieron sus armas a la Virgen como tributo al milagro realizado.

Si tenéis curiosidad por este bonito suceso, de indudable interés incluso para los menos devotos de la Virgen, preguntad también a Clemente Sáenz, pues a su padre se debe uno de los estudios más serios sobre esta leyenda que quedó inmortalizada en las Cantigas de Santa María que mandó componer Alfonso X el Sabio.

Aunque sin proponérmelo, ya ha salido a relucir la religiosidad castellana de nuestros pueblos a través, en esta ocasión, de la Virgen, que me recuerda a la vuestra del Vallejo. Ante ella leerá unos versos Eusebia Romero, cuya autora es Victoria Cabrerizo, e ignoro si los poetas alcozareños José y Jesús ─o Jesús y José Pastor─ le dedicarán alguno de sus momentos de inspiración.

En cualquier caso, José Vicente Frías nos hablará ─en lo que con certeza será una brillante exposición─ de la ermita de esta Virgen, así como del Alcozar del siglo XVIII. Por su parte, es muy probable que Florentino García nos descubra algunos de los tesoros artísticos de esta villa, y espero que nos aclare algo de esa cruz de plata ─joya de la orfebrería soriana─ de la que tanto he oído hablar. Supongo así mismo que no faltará quien nos aporte algo nuevo sobre la iglesia de San Esteban ─más conocida por ermita de la Virgen del Vallejo─ . Y convencido quedo de que Emilio Ruiz reflejará con acierto pleno el cambio producido en el laborar ─que no trabajar─ de las últimas generaciones de alcozareños.

Pero no todo va a ser Garci Fernández y seriedad en estos días, pues una cosa es que sea protagonista y otra que pretenda acaparar estas Jornadas Culturales. Hay que tener en cuenta además que la identidad de un pueblo se basa en la comunión permanente no sólo de historia y tradiciones, sino también de pasado, presente y futuro.

Así las cosas, hoy, que celebramos la Navidad, espero que cuando los niños se presenten en estas casas de alrededor a pedir el "aguilando" ─pues así y no aguinaldo se ha dicho siempre en Alcozar─ las mujeres salgan a la puesta con buenas galfadas de "cacagüeses", castañas, y alguna que otra monedita. Otro modo de proceder no sería el mejor preámbulo para celebrar el carnaval, la cuaresma y la Semana Santa de manos, ¡nada menos!, que del cronista de Soria, Miguel Moreno.

Pingaremos luego el mayo; se subastará la rosca de San Isidro; se celebrará San Juan para recordar La Saca-Toros-Agés-Calderas y Bailas de la capital soriana. Incluso evocaremos las bodas que, indefectiblemente en sábado, se celebraban por estas tierras al acabar de eras, y en las que, en ocasiones, se dedicaba a los novios aquel final que dice:

Y allá va la despedida,

la que echamos en Pedraja;

Dios quiera que vaya bien

la llave con la cerraja.

Pero, en fin, qué mejor ocasión que dejar que sean Miguel Moreno primero y José María Martínez después ─ambos expertos en fiestas, ritos y tradiciones sorianas─ quienes nos recuerden los chascarrilos festivos, pues estoy seguro de que despertarán nuestro entusiasmo.

Sin embargo, hay otra forma, que no debemos olvidar, de lograr la exaltación y fervor en Alcozar: se trata de ir a cualquiera de sus bodegas, pues allí debe recogerse el fruto de esa auténtica fiesta en la que se convertía, hace ya unos años, la vendimia.

En la esperanza de que existirá algún alma caritativa que me invite a conocer alguno de estos templos sagrados alcozareños, y en la confianza de poder así venerar las barrigudas arcas depositarias del elixir de salud, vida y alegría, hay que recordar que fue el agua el causante del barranco que hay al lado de Piedra Sillada y, en consecuencia, el agua ─y no Almanzor─ fue el culpable de que a Garci Fernández lo hicieran prisionero. Por ello, quisiera despedirme invitándoos, como hubiera hecho mi amigo Avelino, a que brindéis conmigo:

Ayer me dieron a beber

agua en ayunas,

y yo la mandé desterrar

a las profundas lagunas

diciendo: líquido obsceno,

criador de ranas y sapos

y lavador de los trapos,

¡apártate de mi seno!

Venga aquí este vino puro,

quebrantador de las leyes.

El agua, para los bueyes

que tienen el cuero duro.

Y si alguno aquí disiente,

diré a quien me contradiga:

¡Más quiero bulto en la frente

que dolor en la barriga!

¡Salud!

 

¡Salud!

 

Nada más por hoy que lo dicho, y lo dicho por Jesús Romero:

"No me canso de saludar;

mil amores para todos,

y unidos codo con codo:

¡que viva siempre Alcozar!"

 

Porque ayer, aquí fue donde aprendí que: (se lo dijo Felicidad Pastor)

"Te criaste en la viña,

te pisaron en el lagar,

y ahora en la bodega

te bebemos en Alcozar"

 

Acabado el discurso inaugural, después de atender una entrevista telefónica solicitada por la Cadena Cope de El Burgo y mientras algunos alcozareños acompañaban a Eduardo Bas y su familia a visitar una bodega y probar tanto el vino como algunos otros productos de la tierra, un grupo de niños, con su cestillo en la mano, recorrían las casas de la Plaza para pedir el "aguilando". Llegaban a la puerta y decían, por ejemplo: "señora Paca, que venimos a pedir el Aguilando". Y la señora Paca en cuestión, o la señora Matilde, o la señora Valentina, o cualquiera de las mujeres que tienen su vivienda alrededor de la recién inaugurada Plaza de García Fernández, salían con su galfada de "cacagüeses", castañas y caramelos para depositarla en la cesta de algún niño, a quien hubo que advertir que lo recogido debía repartirse entre todos. Ni que decir tiene que los niños, niñas y alguna adolescente disfrutaron de lo lindo pidiendo de casa en casa, aunque en esta ocasión las bufandas y tapabocas fueron sustituidos por pantalones cortos.

 

Angelines Pastor Riaguas fue la primera alcozareña ─hoy residente en Barcelona─ que nos deleitó con la lectura de "Trasnochadas de invierno", un relato elaborado para la recopilación etnográfica llevada a cabo durante los dos últimos años que transcribimos a continuación:

"En aquellos inviernos de mi infancia y juventud ─que ahora recuerdo─ se hacía de noche a las cinco y media de la tarde si nos atenemos al horario solar.

A las cinco de la tarde se salía de la escuela, se iba a echar el pienso a las ovejas y... ¡todo el mundo a casa enseguida! porque "hacía un frío que pelaba".

El padre y los hermanos mayores regresaban del campo, donde habían dedicado el día a la sementera. Venían de arar la tierra, de dejarla lista y a punto para la siembra. Desuncían la yunta, iban a dar agua a los machos, les echaban el pienso: cebada y paja, y, acabados los quehaceres, el padre cogían el talego y las llaves para ir a por vino a la bodega. Mientras, la madre preparaba la cena.

A las siete de la tarde ─ya noche cerrada por la oscuridad─ la familia estaba reunida cenando en la cocina, alrededor de la chimenea. La cena no admitía mucha variación: unas patatas deshechas con la cucharrena en el mismo puchero que habían sido cocidas, y a las que se añadía un poco de grasa y pimentón; o unas sopas de ajo de primer plato seguidas de unos torreznos ─en Alcozar siempre se dijo "torrenos"─ como segundo. No se comía fruta, pero sí grandes rebanadas de pan ─a veces hasta llegaban a ser tan enormes que recibían el nombre de "zaragüellos"─ o los apetecibles "coscurros" que bordeaban la inmensa hogaza de dos kilos. Y... ¡buen trago de vino tinto! para regar aquellos manjares, que se consumía en las interminables rondas del porrón.

Se había guisado la cena a la lumbre formada por recios troncos de roble, encandilados por alguna "tamarilla" o "ilaga" cuando la leña estaba húmeda y tardaba en comenzar a arder. Según se iban consumiendo los troncos, se formaban unos "ascuarriles" y un rescoldo que invitaban a la trasnochada.

A las siete y media de aquellos largos inviernos, la cena estaba liquidada, se había echado el pienso y la paja ─y a veces sólo paja─ al ganado, y se picaban las remolachas o berzas que, puestas en unos cestos, servirían de alimento a las ovejas cojas y a los cerdos al día siguiente.

La abuela hacía calceta con cinco agujas: "piales", medias..., o cardaba lana, o hilaba ésta pasándola de la rueca al huso y convirtiendo el vellón en ovillo... Hasta que: o se le salían los puntos de las agujas; o el huso se le venía al suelo espantando al gato; o las cardas se quedaban paradas una sobre la otra, enclavijadas, porque... la abuela había dado cuatro cabezadas y "se había quedado traspuesta".

Eran aquellas benditas y añoradas horas de la trasnochada de siete a diez, en las que de pronto se oía llamar a la puerta y resulta que era la vecina de enfrente a quien se le había apagado el fuego y no era cosa de encender de nuevo. Venía a echar una partida a la brisca ─"siempre que no haga estorbo"─ decía, mientras cogía una "banqueta" y se sentaba; o llegaba con unas medias rotas que pretendía remendar al amor de las brasas en las que los chicos echábamos firmas, muchas firmas, removiendo las ascuas con un palo o sarmiento hasta que se convertían en blancas cenizas y ya, aunque pretendiéramos firmar hasta con las tenazas, no revivían las brasas porque el fuego se había consumido.

¡Dichosas trasnochadas de invierno! en las que silbaba el aire que entraba por los luceros de los camarotes y viaja libre hasta los rincones más escondidos. Mientras tanto, la familia y la vecina visitante jugaban a las cartas y cobraban sus ganancias o pagaban sus pérdidas con judías o garbanzos que al día siguiente irían a la olla.

¡Qué anecdotario! y ¡qué palique! en aquellas trasnochadas. Se hablaba de las yuntas de labor, de las ovejas, de los huertos...; de casamientos, del cura, de la mujer del médico y de lo que habían contados las comadres de turno en el lavadero público durante el día.

Cuando la ceniza se quedaba fría y el aire se colaba hasta la cocina, se acababa la función nocturna y... ¡al cine de las sábanas blancas!, a dormir hasta el día siguiente.

Eran sobre las diez y, aunque no amanecía hasta las ocho de la mañana, qué largas y alegres horas aquellas de las trasnochadas vividas a la luz mortecina de una pareja de candiles, cuyas mechas se iban consumiendo a medida que se apagaba el fuego. Pues la bombilla que alimentaba la luz eléctrica suministrada por la fábrica de harinas del "Tio Jota" empezaba a hacer guiños tan pronto como el Duero bajaba un poco crecido, y a veces hasta se apagaba durante horas. Cuando esto ocurría, había que encender los candiles de aceite o los carburos, acortar la trasnochada, e irse a la cama pronto como las gallinas.

La abuela pegó una cabezada un poco más fuerte, se le cayó el ovillo al suelo, y el gato armó su fiesta particular enredando sus patas entre la lana. La vecina comenzó a bostezar, se levantó perezosamente, se arropó bien con su mantón y dijo que se iba a casa "en un santiamén" para que no la cogiera el aire. Y los chicos terminaron de jugar su última partida al "as-dos-tres" y machacaron las costillas al que perdió con aquella cantinela de:"caballo, caballero, con copa y sombrero, ¿cuántas estrellas hay en el cielo?" (porque acababa de salir el caballo de espadas. Y cantaron a continuación, sin interrumpir los golpes a la espalda del sufrido perdedor: "rey, reinando, por las calles, tirando pedos por una caña; ¡pim, pam, fuego!" (había salido el rey de copas).

Este es el recuerdo emocionado de aquella niñez mía y creo que de muchos niños y personas mayores que vivimos aquella época no muy lejana". 

 

 

Angelines y José

 

A continuación, José Romero Riaguas, visiblemente nervioso y emocionado, subió a la tribuna de oradores para leer ante el micrófono los siguientes versos:

Tú, que famoso fuistes

y batallas resististes

en los campos de los llanos,

enfrentando a moros y cristianos.

Piedra Salada

la llamaban de nombre,

donde murieron muchos hombres

luchando con cuchillos y espadas.

Debajo del castillo hay un túnel

donde vivieron los moros

y, dejando su tesoro,

se tuvieron que emigrar.

Tal vez algún día

vengan a por él;

nosotros, o nuestros hijos,

tengamos que defender.

Nos dejaron la ermita

donde ellos adoraban,

reflejando sus rostros

en piedras picadas.

Se quedaron los cristianos,

cambiando cuevas por casas.

Aquellos arrieros

por las montañas cabalgaban,

aquellos aguaceros

sobre sus capas azotaban;

aquellas carretas

que tanta madera arrastraban;

aquel herrero

que su yunque sonaba;

aquellas campanas

que tocaban al alba.

Así se fueron formando

las costumbres castellanas.

Los pastores, con sus rebaños,

por los montes y praderas

llevaban perros lobos

para guardarsen de las fieras.

Cantan los pajarillos,

llega la primavera,

ya bajan cantando

los pastores de la Sierra.

Les dedico esta poesía,

como un gran recuerdo,

con todo el cariño

de un hijo del pueblo.

 

jugando a "que's: cruz-bollo-campanario"

 

 

Dirigidos y asesorados por un grupo de jubilados ─que pronto se animaron también a ser los verdaderos protagonistas─ los niños jugaron a "qué's-cruz-bollo-campanario". En tiempos pasados, y como ha recogido Andrés García Madrid en un trabajo relativo a este juego, estaba muy mal visto que las niñas o jóvenes participaran en esta diversión, pues exige saltar sobre los contrincantes, que se encuentran agachados en hilera y, claro, las faldas de las chicas se levantaban y enseñaban las bragas. En esta ocasión, se permitió participar a las más pequeñas, pues la indumentaria actual ─generalmente pantalones─ evita los peligros de dejar al aire las vergüenzas.

De cualquier modo, fueron los mayores los que al poco rato habían tomado las riendas del juego y, recordando su infancia y juventud y olvidados de achaques y lumbagos, pasaron uno de los mejores ratos de su vida. Así lo comentaron después con los ojos brillantes de emoción, y así ha quedado reflejado en las múltiples fotografías que dan testimonio de este hecho y en las que se puede ver a Justino Romero, Fermín García, Antonio Heras y muchos otros disfrutando como en sus años mozos. Los niños, una vez entrenados, querían seguir jugando, y comenzó el "escondelerite" ─que así se llamó el Alcozar al escondite─ juego que no acabó hasta la hora de cenar.

Repuestas energías en una cena en familia y entrada ya la noche, el pueblo en pleno se echó a la calle para ir a rondar. La ronda, en tiempos pasados, corría a cargo únicamente de los mozos, pero en esta ocasión nadie se quiso perder el evento y, lo que comenzó siendo en principio un mero acompañamiento a cierta distancia, concluyó en un abigarrado grupo de hombres, mujeres, jóvenes y niños que cantaba a voz en grito de puerta en puerta. Se acumuló tanta gente que no faltaron las ocasiones en las que los que iban en la cabecera entonaba una canción y los de la cola ─que no oía las voces de los primeros─ cantaban cualquier otra coplilla. Gran aplauso recibieron los solos de Agustín Hernando, Fermín García o Paco Pastor, así como las jotas de Carmen Val. Al final de la noche, se había conseguido una buena selección de las canciones más representativas de las antiguas rondas de mozos, como, por ejemplo, aquella que empieza:

Noche tranquila y serena

es buena para rondar;

para los enamorados

es buena la oscuridad.

 

Cansados del trajín de todo el día y con ánimos de reponer fuerzas para continuar los venideros, los alcozareños se fueron a dormir y estamos seguros de que todos soñaron con aquella chica cuya puerta rondaron tantas veces en su añorada juventud o con aquel mozo que se apostaba en la esquina para decir cantando lo que no se atrevía a confesar durante los paseos dominicales camino de los huertos.

 

Divina Aparicio de Andrés (2000)

 


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