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"Retazos de un rincón perdido"
(debido a su extensión, esta serie de relatos será publicada por capítulos)
Divina Aparicio de Andrés (1984)
ruinas de un palomar con el castillo al fondo (2005)
I. CARRALVAL Carralval acogía en su seno, allá por el mil novecientos cincuenta, a unos pocos centenares de labriegos. Anclada en las faldas del monte Calagaña, un pétreo castillo vigilaba la diminuta aldea. En su torre, un reloj marcaba el compás del tiempo. Los almendros florecían en primavera y los guindales se teñían de rojo la noche de San Juan. El Almízares destripaba la presa cada vez que caía un nublado y la riada encharcaba el Abadejo y hasta arrastraba a su paso algún tierno peral. Las cosechas se malhadaban por efecto de la helada tardía; las espigas inclinaban su dorada frente al azote del pedrisco y las cepas no brotaban por falta de calor. La vida era dura, muy dura. Pero el campesino nunca careció de un zaragüello de pan y un manojo de cebolletas frescas con que acallar su estómago, ni de un jarro de vino para apagar su sed.
II. ZAHARA Zahara —una joven emigrante que solía reunirse conmigo en las tardes de lluvia— me inspiró estos relatos. La infancia de Zahara —por suerte o por desgracia— transcurrió en Carralval: un rincón perdido de la geografía hispana; uno de esos solitarios parajes en los que aún se podía jugar en la calle con la misma libertad con la que vuelan los pájaros; un lugar escondido carente de autos, de ruidos y de prisas. Zahara —al igual que muchos otros jóvenes nacidos en Tierras de Panllevar— se vio obligada a emigrar a la gran ciudad en búsqueda de nuevos horizontes. Consiguió un empleo —¡eran otros tiempos!— y fue integrándose lentamente en una sociedad diametralmente opuesta a aquella de la que procediera. Pero los recuerdos perduran, y cierto atisbo de sentida añoranza atrae a Zahara hacia una imperiosa necesidad de relatar retazos de su infancia; de desgranar manojos de vivencias hoy ya lejanas. Hace unos años Zahara me invitó a pasar unas cortas vacaciones en Carralval. Acepté de buena gana. Mas cuál no sería mi sorpresa al no encontrar en aquella aldea ni carros, ni trillos, ni burros con aguaderas... ni tantas y tantas otras cosas que Zahara me había descrito con magistral detalle mientras la lluvia golpeaba los cristales y ella, sentada en el suelo del salón, jugueteaba distraída con una taza de té que mantenía siempre en sus manos. Aun no dudando de la veracidad de los relatos de Zahara, mi estancia en Carralval me obligó a pedirle explicaciones y ella, dirigiéndome una mirada triste y acuosas me contestó: "todo ha cambiado; ¡hace tanto tiempo que dejé de ser niña...!". Y, encogiéndose de hombros y esbozando una melancólica sonrisa, añadió: "me pregunto con frecuencia si sucedió realmente cuanto te he narrado; si nací en Carralval, si mi casa era de adobe, si oí alguna vez el gorjeo de los gorriones y si subí a merendar al monte Calagaña". "¡Qué más da...! —se respondió a sí misma— Si no es lo que he vivido, será lo que he soñado".
III. UN AÑO ANTES DE NACER La diosa Fortuna llamó a la puerta de Alberto y Eugenia. No, no existía aldaba. La deidad, temerosa de sobresaltar a los pacíficos moradores de aquella casa de adobe, golpeó suavemente sobre el ventano con sus etéreos nudillos. No obtuvo respuesta. ¿Se habría equivocado? Elevó su mirada hacia lo alto en un intento de encontrar una placa con el número diecisiete. Su búsqueda resultó infructuosa; sobre el dintel no había marca alguna de identificación. Aquella casa, como tantas otras y al igual que las escasas calles que componían la aldea, era anónima. Fortuna giró sobre sus enteleridos calcañares buscando la presencia de algún transeúnte. Pero aquel veintidós de diciembre nadie osaba asomar la nariz a la calle. El pueblo se hallaba cubierto por una gruesa capa de blanquísima nieve y, además, los carralvalenses permanecían atentos a la monótona salmodia que desgranaban los alumnos del colegio de San Ildefonso a través de Radio Nacional. El frío era intenso y penetraba por las rendijas, pero, al calor de la lumbre encendida con sarmientos y alimentada con rajas de enebro, aquellas familias de humildes labriegos se encontraban como en la gloria. La diosa comenzó a impacientarse. ¿Habría cometido algún error al anotar la dirección? No, estaba segura de que los datos eran correctos; y en la esquela se leía con nitidez: Alberto y Eugenia Campos Calle Real, nº 17 CARRALVAL, TIERRAS DE PANLLEVAR Pero... ¿Por qué no acudía nadie a su llamada? ¿Por qué aquellos absurdos campesinos no acostumbraban a numerar sus viviendas? Tal vez no lo necesitaban —conjeturó Fortuna. Quizás ningún desconocido se aventuraba a llegar hasta aquel rincón perdido de Tierras de Panllevar. Conformándose con la respuesta que acababa de acudir a su mente, la diosa elevó sus ojos color aguamarina hacia el monte Calagaña y, tras una breve espera, allí voló para resguardarse detrás de una roca. Apenas había tenido tiempo Fortuna de cruzar el Castillo, cuando una figura enjuta hizo su aparición en escena. El hombre, con un raído tabardo y cubriendo su rapada cabeza con un oscuro tapabocas, también encaminó sus pasos hacia el número diecisiete de la calle Real. Pero él no necesitaba signo externo que le indicase dónde vivía su hijo. Aquella casa había sido construida por sus propias manos; hubiera llegado hasta allí con los ojos cerrados. Pablo, el abuelo —que así se llamaba aquel individuo— no temía desafiar las inclemencias del tiempo. Había almorzado un huevo y un torrezno y ahora se disponía a llevar alimento a sus gallinas y corderos. Pero, a su paso hacia el corral, siempre entraba en el cocedero a calentarse las manos y a recoger algún coscurro de pan duro con el que obsequiar a su macho, que respondía al nombre de Morito. Su visita no resultó inesperada; constituía, durante los meses del largo inviernos, algo así como un ritual cotidiano. No dio los buenos días —¡para qué!— aquélla era su otra casa y bien podía prescindir de todo formalismo. Arrimó una banqueta al fuego y se sentó, al tiempo que proyectaba sus huesudas manos hacia las rojas llamas.
Una voz femenina le respondió desde el otro extremo de la estancia.
Pablo, el abuelo, no replicó a su nuera. Reprimió una mueca apenas perceptible en señal de asentimiento y esbozó una leve sonrisa aceptando la reprimenda. Se levantó, arrimó la banqueta un poco más al fuego y volvió a reposar sobre ella sus secas posaderas. Su mirada perdida seguía las formas caprichosas que dibujaban las llamas. Tomó las tenazas y amontonó unas cuantas brasas y tizones a medio consumir; se frotó las manos y abandonó de nuevo el asiento. El abuelo Pablo colocaba ahora dentro de una lata de escabeche vacía los mendrugos de pan duro que Eugenia había depositado en la máquina amasadora junto a unas mondas de patatas y naranjas y las raeduras de la masa del pan. De pronto, percibió la cantinela de los adolescentes del colegio de San Ildefonso, dejó la lata en el suelo y hurgó en el bolsillo interior de su desborado tabardo. Lo había olvidado; allí reposaba doblado un recibo de la lotería que había enviado el Álvaro desde Zaragoza.
ventanillo (2004)
El abuelo se dirigió hacia Eugenia y Alberto, quienes se afanaban en tapar las blanquinosas hogazas de pan con sacos y maseras. Hizo un breve comentario y les entregó una participación de cinco pesetas en aquel número de la lotería recibido ayer de uno de sus hijos. Cumplida su misión, se volvió a colocar el tapabocas alrededor del cogote, cogió la lata de escabeche y salió a la calle dispuesto a llevar a sus animales los manjares para ellos conseguidos.
El matrimonio, Alberto y Eugenia, elevaba sus protestas contra aquel endiablado tiempo. El frío impedía que la masa tomara la adecuada soltura y, las que debieran ser crujientes hogazas, salían día tras día por la boca del horno apelmazadas. No quedaba otro remedio sino arremeter contra las baja temperaturas sin escatimar esfuerzo. Había que preparar el brasero con el azufrador y aprovechar la ocasión para descongelar algunas piezas de ropa que Eugenia lavó el día anterior y olvidó poner bajo cubierto durante la noche. Las rajas de carrasca y enebro chisporroteaban al arder y sus llamas semejaban inmensas lenguas de dragón proyectadas chimenea. arriba. Alberto separó los troncos a uno y otro lado; quitó el caldero que colgaba del allarín —donde se cocían las patatas para los cerdos— y comenzó a escarbar con las tenazas. Las pavesas lo inundaron todo. Unas fueron a columpiarse sobre el fuelle, otras acabaron uniéndose a la ceniza. Eugenia corrió presurosa a retirar los pucheros sujetos al suelo por dos brillantes y desgastados seseros: en el uno bullía agua; en el otro hervían los garbanzos. Las rojas ascuas quedaron amontonadas en el centro del hogar y Alberto fue transportándolas con el badil hasta el brasero, que colocó después bajo los tableros en los que se encontraba el pan extendido; justo en el hueco en el que se guardaban los tacos. Rascó la masa que había quedado adherida a sus manos con la raedera y un enorme cuchillo y dirigió una rápida mirada a través de la ventana. El tiempo no mejoraba; tampoco hoy le saldría bien el pan.
Eugenia subió a la casa a hacer las camas. Allí, en el piso superior de la vivienda, el frío era insoportable y se estaba quedando aterida. Descendió las escaleras, se quitó las alpargatas y pasó un pie sobre las llamas.
Se sacó la otra zapatilla, colocó un ascua dentro y la agitó con energía.
Añadió agua caliente a los garbanzos, recogió la escoba y volvió a subir a la vivienda dispuesta a desafiar al mal tiempo y a reanudar sus interrumpidos quehaceres domésticos. El abuelo concluyó su faena en el corral. Puso una gavilla de sarmientos bajo su brazo; recogió los huevos que habían puestos las gallinas el día anterior y se detuvo de nuevo en el cocedero para calentarse una vez más las manos. Pero ahora no se sentó. Los niños de San Ildefonso acababan de cantar "el gordo". No estaba seguro, pero aquella cifra le resultaba familiar. ¿Dónde se habrían metido "los chicos"? Allí no había nadie.
La menuda figura de Eugenia acabó de descender las escaleras que separaban el cocedero de la vivienda. Miró hacia la ventana y sus ojos se toparon con el diminuto papel entregado hacía un rato por el abuelo.
pudo pronunciar al fin el abuelo Pablo con voz de tartaja, para quedar paralizado a continuación. No acertaba a creer que aquello pudiera ser cierto. La voz corrió de boca en boca. Al tio Pablo le había tocado el gordo. Los vecinos, olvidándose del mal tiempo, llegaban hasta el cocedero en tropel.
El abuelo estaba nervioso; no acertaba a articular palabra. Alguien sugirió subir a informar a la abuela Clotilde, pero no fue necesario. La abuela llegaba envuelta en su negro mantón y apretando contra su pecho el billete de la lotería.
El abuelo Pablo se había quedado mudo. Aquel acontecimiento era un tanto insólito. Salió al corral; se le había descompuesto el vientre. Aculado en un rincón del cortijo, pensaba que de nada le serviría aquel dinero si por su culpa se ponía malo y se iba al otro barrio a criar malvas. Intentó serenar sus ánimos, se subió los pantalones y volvió a entrar en el cocedero a comentar su suerte con los vecinos. Allí se encontraban reunidos casi todos los hombres y mujeres de Carralval. Los chiquillos también habían acudido hasta aquel lugar siguiendo a sus padres. Incluso habían bajado los de la Plaza.
El abuelo Pablo no pudo tragar bocado en todo el día. Tenía un nudo en la garganta y otro aún mayor en el estómago. Pero había conseguido superar los primeros momentos de emoción y ahora tenía una urgente tarea que cumplir: pensar cómo invertiría aquel dinero que le llegaba de forma inesperada.
corredor (2004)
Eugenia y Alberto se tomaron el asunto con más calma que el abuelo, aunque ellos también se mostraban nerviosos. Al fin y al cabo, sólo jugaban cinco pesetas y, si bien se conformaban con su humilde suerte, no podían hacer excesivos planes sobre en qué gastar aquellos pocos miles de pesetas. Y como si ambos se hubieran puesto de acuerdo previamente, comenzaron a planificar un viaje; ese viaje de luna de miel que no tuvieron ocasión de realizar cuando se casaron.
Irían a Valencia y también a Zaragoza. Alberto había cumplido el servicio militar en Aragón y soñaba de vez en cuando con mostrar aquellas tierras a su mujer. Todavía no era tiempo de preparar las maletas. Habría que escribir a la familia para que saliesen a la estación. Pero viajarían dentro de un par o tres de meses. La diosa Fortuna lanzó una maliciosa carcajada desde el monte Calagaña y se esfumó hacia los reinos nebulosos de desconocida dimensión. Había sido difícil encontrar aquella casa, pero su misión quedaba escrupulosamente cumplida. Los sueños del matrimonio se convirtieron en realidad en las fechas previstas. Eugenia visitó a la Pilarica y Alberto rememoró sus tiempos mozos. Pero a su vuelta a la aldea se encontraron con otra sorpresa. La deidad les había gastado una mala jugada; la familia iba a aumentar. Y pocos días antes de que se celebrase el próximo sorteo de la lotería de Navidad, en una mañana en la que el paisaje apareció totalmente cubierto de nieve y Alberto se encontraba en la feria de Valdealheña con el propósito de comprar una vaca, la cigüeña llamó a la puerta de la casa de los Campos. Y sin asegurarse de que aquél fuera el número diecisiete de la calle Real, depositó a Zahara en un lecho de blancas y frías sábanas. |