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En aquellos inviernos de mi infancia y juventud ─que ahora recuerdo─ se hacía de noche a las cinco y media de la tarde si nos atenemos al horario solar. A las cinco de la tarde se salía de la escuela, se iba a echar el pienso a las ovejas y... ¡todo el mundo a casa enseguida! porque "hacía un frío que pelaba". El padre y los hermanos mayores regresaban del campo, donde habían dedicado el día a la sementera. Venían de arar la tierra, de dejarla lista y a punto para la siembra. Desuncían la yunta, iban a dar agua a los machos, les echaban el pienso: cebada y paja, y, acabados los quehaceres, el padre cogían el talego y las llaves para ir a por vino a la bodega. Mientras, la madre preparaba la cena. A las siete de la tarde ─ya noche cerrada por la oscuridad─ la familia estaba reunida cenando en la cocina, alrededor de la chimenea. La cena no admitía mucha variación: unas patatas deshechas con la cucharrena en el mismo puchero que habían sido cocidas, y a las que se añadía un poco de grasa y pimentón; o unas sopas de ajo de primer plato seguidas de unos torreznos ─en Alcozar siempre se dijo "torrenos"─ como segundo. No se comía fruta, pero sí grandes rebanadas de pan ─a veces hasta llegaban a ser tan enormes que recibían el nombre de "zaragüellos"─ o los apetecibles "coscurros" que bordeaban la inmensa hogaza de dos kilos. Y... ¡buen trago de vino tinto! para regar aquellos manjares, que se consumía en las interminables rondas del porrón. Se había guisado la cena a la lumbre formada por recios troncos de roble, encandilados por alguna "tamarilla" o "ilaga" cuando la leña estaba húmeda y tardaba en comenzar a arder. Según se iban consumiendo los troncos, se formaban unos "ascuarriles" y un rescoldo que invitaban a la trasnochada. A las siete y media de aquellos largos inviernos, la cena estaba liquidada, se había echado el pienso y la paja ─y a veces sólo paja─ al ganado, y se picaban las remolachas o berzas que, puestas en unos cestos, servirían de alimento a las ovejas cojas y a los cerdos al día siguiente. La abuela hacía calceta con cinco agujas: "piales", medias..., o cardaba lana, o hilaba ésta pasándola de la rueca al huso y convirtiendo el vellón en ovillo... Hasta que: o se le salían los puntos de las agujas; o el huso se le venía al suelo espantando al gato; o las cardas se quedaban paradas una sobre la otra, enclavijadas, porque... la abuela había dado cuatro cabezadas y "se había quedado traspuesta". Eran aquellas benditas y añoradas horas de la trasnochada de siete a diez, en las que de pronto se oía llamar a la puerta y resulta que era la vecina de enfrente a quien se le había apagado el fuego y no era cosa de encender de nuevo. Venía a echar una partida a la brisca ─"siempre que no haga estorbo"─ decía, mientras cogía una "banqueta" y se sentaba; o llegaba con unas medias rotas que pretendía remendar al amor de las brasas en las que los chicos echábamos firmas, muchas firmas, removiendo las ascuas con un palo o sarmiento hasta que se convertían en blancas cenizas y ya, aunque pretendiéramos firmar hasta con las tenazas, no revivían las brasas porque el fuego se había consumido. ¡Dichosas trasnochadas de invierno! en las que silbaba el aire que entraba por los luceros de los camarotes y viaja libre hasta los rincones más escondidos. Mientras tanto, la familia y la vecina visitante jugaban a las cartas y cobraban sus ganancias o pagaban sus pérdidas con judías o garbanzos que al día siguiente irían a la olla. ¡Qué anecdotario! y ¡qué palique! en aquellas trasnochadas. Se hablaba de las yuntas de labor, de las ovejas, de los huertos...; de casamientos, del cura, de la mujer del médico y de lo que habían contados las comadres de turno en el lavadero público durante el día. Cuando la ceniza se quedaba fría y el aire se colaba hasta la cocina, se acababa la función nocturna y... ¡al cine de las sábanas blancas!, a dormir hasta el día siguiente. Eran sobre las diez y, aunque no amanecía hasta las ocho de la mañana, qué largas y alegres horas aquellas de las trasnochadas vividas a la luz mortecina de una pareja de candiles, cuyas mechas se iban consumiendo a medida que se apagaba el fuego. Pues la bombilla que alimentaba la luz eléctrica suministrada por la fábrica de harinas del "Tio Jota" empezaba a hacer guiños tan pronto como el Duero bajaba un poco crecido, y a veces hasta se apagaba durante horas. Cuando esto ocurría, había que encender los candiles de aceite o los carburos, acortar la trasnochada, e irse a la cama pronto como las gallinas. La abuela pegó una cabezada un poco más fuerte, se le cayó el ovillo al suelo, y el gato armó su fiesta particular enredando sus patas entre la lana. La vecina comenzó a bostezar, se levantó perezosamente, se arropó bien con su mantón y dijo que se iba a casa "en un santiamén" para que no la cogiera el aire. Y los chicos terminaron de jugar su última partida al "as-dos-tres" y machacaron las costillas al que perdió con aquella cantinela de:"caballo, caballero, con copa y sombrero, ¿cuántas estrellas hay en el cielo?" (porque acababa de salir el caballo de espadas. Y cantaron a continuación, sin interrumpir los golpes a la espalda del sufrido perdedor: "rey, reinando, por las calles, tirando pedos por una caña; ¡pim, pam, fuego!" (había salido el rey de copas). Este es el recuerdo emocionado de aquella niñez mía y creo que de muchos niños y personas mayores que vivimos aquella época no muy lejana. |