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Justo sucedió el 25 de diciembre. Estábamos pasando las Navidades en Alcozar, en casa de mis padres. Así, como por sorpresa, el día anterior habían caído cuatro copos de nieve que apenas si llegaron a cuajar. Pero ese día sí, el 25 nevaba a más no poder; los copos eran tan grandes como puños —y no exagero— y se empezaba a acumular tal cantidad de nieve como yo hacía muchos años que no veía. Vamos, que estaba cayendo una nevada morrocotuda. Nos encontrábamos la familia reunida en la cocina alrededor de la lumbre y mi padre, como suele hacer siempre que se le presenta la ocasión propicia, contaba a mis hijos las costumbres del pueblo. Decía mi padre que hace bastantes años, cuando él era joven y Alcozar contaba con un buen número de habitantes, en cuanto que nevaba y empezaba a cuajar la nieve, los buenos cazadores salían con galgos a lo que llamaban cortar huellas de liebre o de conejo. Según aseguraba, estos animales tienen dificultad para correr por la nieve, así que, en cuanto que se atrevían a salir de sus madrigueras, los galgos seguían su rastro y los cazaban en un periquete. El abuelo Mariano, es decir, mi padre, continuaba relatando historias a mis hijos. Yo, mientras escuchaba sólo con una oreja, andaba dándole vueltas a una cuestión: ¿sería igualmente fácil seguir la huella de un jabalí?. Esta idea casi no me dejó dormir. Supongo que, como dice mi hijo Andrés, me pasé la noche soñando con jabalíes. Al día siguiente me levanté pronto, me asomé a la calle y... ¡menuda nevada que nos había caído!. Todo el pueblo estaba cubierto como por una alfombra blanca de buen grosor. Me encaminé calle arriba dándole vueltas y más vuelvas a mi obsesión. No había llegado a la fuente de la calle Real y mi imaginación ya dibujaba huellas de jabalí por todas partes, aunque las únicas marcas que se veían en la nieve eran las de mis botas y las de algún gato que seguramente salió de ronda o a buscar novia la noche anterior. Llegué a la salida del pueblo, donde tenemos una nave, y eché de comer a las cuatro ovejas que aún conservamos de un rebaño que sacó a pastar Tomás hasta su jubilación. También puse alimento a mis perros. Acabadas estas labores, me calcé unas botas de agua, que antaño llamábamos “cachuscas”, agarré los guantes y el gorro de caza y, por supuesto, con el rifle al hombro, me encaminé pico abajo.
foto: Antonio Puentedura Pastor ( 2007)
Parece que la suerte me iba a sonreír. Nada más llegar a Cuestalarena pude ver una huella de jabalí de dimensiones considerables. Me relamí de emoción. La aventura acababa de empezar. Seguí las huellas, que iban de una chaparra a otra, supongo que porque el jabalí había ido buscando alguna bellota para desayunar. Luego el animal había seguido por lo más alto del pico de San Miguel, bajando después hasta la Sanceina. Allí perdí las pisadas y comencé a inquietarme. Se me ocurrió pensar que lo mismo se había cobijado entre las zarzas de los huertos, y cuando me encaminada en su búsqueda, las huellas —¡menos mal!— volvieron a aparecer. Pude ver que había pasado el arroyo de la Sanceina y que se había detenido a comer cebada en las últimas tierras cultivadas. Siguió por Los Llanillos, bajando a Valdelasviñas, donde volvió a comer más cebada. Ustedes no se lo van a creer, pero les aseguro que pude comprobar que el dichoso jabalí se había dado un festín en mis cebadas sin ni siquiera tocar las de los otros agricultores. Y, ¿qué les voy a decir?: pues que me sentó como una patada en la espinilla que el animal la hubiera tomado conmigo incluso antes de descubrir mis intenciones. Las huellas seguían dirección a la Tejera, adentrándose en el monte. Yo ya no sentía frío. Estaba tan encorajinado por el comportamiento del animal que casi sudaba. Me quité los guantes y el gorro y cada vez me resultaba más difícil seguir las huellas por el monte. En mi enojo y ganas de dar alcance al jabalí, pasaba por debajo de las matas y, al moverlas, la nieve me caía encima y me empapaba. A punto estaba de abandonar mi aventura, pero pesó más el alma de cazador que llevo dentro. Así que seguí adelante. Llegué al alto de Zorrolacabaña casi sin aliento y, para mi desgracia, las huellas tampoco se detenían allí; seguían en dirección a Ventanillas. Me pareció ver una sombra tras un enebro pequeño pero muy tupido. Di la vuelta y... nada de nada. Ya estaba a punto de rendirme cuando de pronto salió de otro enebro próximo el jabalí que yo andaba buscando. Me pilló tan de sorpresa que tardé unos minutos en reafinar con el rifle en la cara, ocasión que aprovechó el bicho para correr a todo galope hacia una zona de bosque muy espesa sin darme los buenos días.
foto: Antonio Puentedura Pastor ( 2007)
Salí tras él, pero, entre que lo veía y no lo veía, el animal cogió las de Villadiego y no tuve tiempo de dispararle. El jabalí salvó su vida y yo me quedé con las ganas, pero, aunque no cobré la pieza, no me importaría repetir esta aventura cada día. Y eso que luego llego a casa y ni mis hijos, Andrés y Ana, ni mi mujer, Belén, se creen una palabra de cuanto les cuento, pues, como dicen ellos: yo suelo ver jabalíes incluso debajo de la cama. |