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El rosal del huerto era silvestre, al abrigo de la pared de adobe trepaba fuerte; inundaba el camino de aromas y el suelo, labrado, de pétalos de terciopelo granate. El abuelo cavaba con la azada. —¡No te acerques al pozo, hijo!— me decía mientras sacaba con el cubo el agua para el riego. El borriquillo mordisqueaba las briznas de hierba; el aire olía a manzanita, a estiércol, al frescor del agua del pozo... El abuelo Paco bizqueaba por la herida en el ojo (un recuerdo antiguo de su caballo) y su menuda barba blanca sin afeitar me pinchaba cuando me besaba. Me levantaba a las seis de la mañana para ir a cazar torcaces o conejos, esperando la presa agazapados y al acecho. Me cogía de la mano para subir a la bodega a comer torreznos y rebanadas de hogaza bañadas en vino tinto. Me llevaba a regar las vainillas o la alfalfa; a trillar a la era; a labrar el huerto... Yo tuve un abuelo que me contaba historias y me sentaba en sus rodillas, y yo mañana también seré abuelo.
En Sevilla, septiembre de 2006. |