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Julián Hernando Simal, por mal nombre Santorras, fue uno de los personajes más pintorescos de cuantos nacieron en Alcozar. A lo largo de su vida protagonizó anécdotas y sucedidos suficientes para escribir un grueso volumen. Tenía tres amores: su familia, su pueblo y sus ovejas. Y, al decir de la gente, siempre sintió animadversión por todo aquello que oliera a sotanas, cirios e incienso. El Santorras no es que fuera ateo ─¡ni mucho menos!─ el creía en su Dios, aunque se ciscara en las alturas a cada dos por tres y lanzara juramentos sin cesar contra todas las vírgenes, santos y coros celestiales. El Santorras fue pastor toda su vida, y nunca renegó de su oficio. Más bien sucedía todo lo contrario: cuidaba sus ovejas ─que no eran suyas, sino de sus amos─ con tanto esmero como si de criaturas humanas se tratara. Era, como dicen en Alcozar, un hombre muy ocurrente y, al parecer, no le faltaba caletre. Por eso, y porque así lo dictaban las inveteradas costumbres del pueblo, el Santorras no podía faltar en las bodas y matanzas que se celebraban en casa de sus amos y en ellas, rodeado de grandes, chicos y chacos, ponía en práctica todas aquellas habilidades, juegos, diversiones y marros que había tenido tiempo de idear en sus largas horas de soledad campestre. Pero, una vez esbozada la semblanza de Julián, vayamos a sus anécdotas. Y juzguen ustedes mismos a nuestro personaje a través de ellas.
Resulta que una vez que llegó al pueblo cargado, según era su costumbre, con un haz de "ilagas" [1] para la lumbre, tuvo que pasar por la casa de uno de sus amos con el fin de darle cuenta de algún hecho relacionado con las ovejas. Juzgó el pastor que no podría entrar en aquel hogar con la carga a las costillas, y decidió dejarla en la poyata de una de las casas de la Plaza. Y, como no desconfiaba de sus vecinos, enganchó la "zadilla" [2] en el atadero de la gavilla. Momentos después acertó a pasar por aquel lugar su hijo Agustín, quien a su vez ejercía el oficio de pastor, y, viendo el descuido de su padre, cogió la azadilla y se dirigió hacia su casa. Acabó el Santorras de parlamentar con su amo y, al disponerse a recoger su carga, observó que había desaparecido la herramienta que dejara clavada en las "ilagas", y, acto seguido y como ustedes ya deben suponer, lanzó toda una retahíla de blasfemias e improperios, cagándose hasta en lo más barrido.
El "Santorras" merendando a la puerta de la bodega. Foto cedida por Isidra Hernando Lamata
Ya era de noche, y la oscuridad se veía acrecentada a causa de la espesa niebla que envolvía la aldea. Por eso, y porque le cegaba la cólera, el Santorras no distinguió la negra figura que se movía a su lado y que no era otra que la de don Faustino, el cura párroco del pueblo. Don Faustino, que tenía por mal vicio el reprender todas las acciones de los alcozareños ─fueran o no punibles─ y el pretender imponer sus criterios a todo bicho viviente, se acercó todavía más al pastor y, dándole una palmadita en la espalda exclamó:
Y de esta forma acabó este sucedido que aún hoy se cuenta en Alcozar, y que se refiere a una de las pocas ocasiones ─tal vez la única─ en la que un aldeano osó enfrentarse abiertamente al cura del pueblo. Para que vean ustedes hasta qué grado llegaba el sentido del trabajo y el deber en el caso de Julián, les contaremos la anécdota que sigue. Se resulta que al Santorras le gustaba echarse al coleto una copilla de orujo o aguardiente antes de salir de casa. Bueno, lo de la copa es un decir, pues el bueno del pastor bebía a gollete de la botella que guardaba en un vasar. Se resulta asimismo que la Lorenza, su mujer, no veía con buenos ojos eso de la "copichuela" en ayunas. Y se resulta, por último, que la familia era numerosa y la casa donde vivían más bien pequeña, por lo que en un cuartucho ─que hacía las veces de despensa─ se habían de guardar infinidad de cosas. Y un día, de la confluencia de los tres factores antedichos casi resulta una desgracia. Levantose el Santorras un poco tarde no porque se le hubieran pegado las sábanas, sino porque había pasado mala noche ─tuvo dolor de muelas─ y él, por otra parte, nunca usó despertador. Se mojó un poco la cara con el agua que había en la palangana; se encasquetó la gorra, y, ya con el zurrón al hombro, la cachava en la mano y seguido de dos perros, puso un pie en la despensa, cogió una botella y se echó un trago. El líquido atravesó rápido su gaznate abrasándole la garganta. Sintió un fuerte olor a lejía y creyó que iba a echar las tripas. Pensó que la Lorenza había querido darle un buen escarmiento y comenzó a lanzar improperios contra su mujer que, ajena a los hechos y hallándose en el corral aviando a sus animales, no se enteró de nada.
Lo mejor del caso es que sólo se enfadó porque el incidente le había hecho perder un tiempo precioso y llegaría tarde a soltar la ovejas. De lo contrario, y aunque gastaba muy malas alpargatas, tal vez hasta se hubiera quedado tan callado como un santo. Por más que les resulte a ustedes increíble, lo cierto es que nuestro personaje, dispuesto a no perder un minuto más, ni tan siquiera se entretuvo a echarse un buche de agua para apagar los ardores producidos por la ingestión del desinfectante. Lo que es de suponer ─¡claro está!─ es que pondría de hoja de perejil a la Lorenza cuando ésta llegase al monte con la comida. Pero ella no debió de conceder demasiada importancia a las imprecaciones de su marido, pues, por una parte, estaba acostumbrada a ellas y, por otra, el incidente de la lejía no había sido sino un accidente fortuito provocado por la escasez de espacio y no, como creía el Santorras, un escarmiento de su mujer para acabar con el orujo matinal.
[1] Nombre con el que se conoce en Alcozar el arbusto denominado aliaga o aulaga. [2] Nombre que reciben en la aldea las azadas de pequeñas dimensiones. |