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"El tonto de Valdehaleña"

 

Divina Aparicio de Andrés (1985)


Valdealheña, una pequeña aldea de La Ribera del Duero soriana, apenas si contaba con cuatrocientos o quinientos habitantes allá por el año mil novecientos cincuenta. En Valdealheña, el único que ostentaba por entonces el título de "tonto del pueblo" —¡a ver, ya me explicará usted para qué querían más!— era el Atanasio.

El Atanasio... tonto, tonto, lo que se dice tonto de remate, no es que fuera. Claro que... cuerdo, cuerdo —¿qué quiere que le diga yo?— pues tampoco. Lo que le ocurría al Atanasio, según aseguraba su padre, es que era una miaja cerrado de mollera. Pero el Atanasio, el tonto de Valdealheña, iba a la escuela —¡pues claro que a la Escuela Nacional!, ¿qué se había creído usted?— y hasta sabía leer en el Catecismo y escribir en cuadernos de dos rayas. Eso sí, es necesario aclarar que, en puridad, el Atanasio nunca consiguió dominar la pronunciación correcta de las erres. Y ¿qué importancia podía tener un hecho tan insignificante?, en realidad, ninguna. Eso no eran más que naderías, bagatelas, zarandajas... Y también aprendió a hacer cuentas. Bueno, cuentas, cuentas... —¡qué quiere que le diga!— tampoco se trataba de eso. Pero el Atanasio, en definitiva, podía sumar y restar.

—Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis; seis y dos son ocho, y ocho, dieciséis— cantaba el Atanasio mientas corría tras el perro del tio Segundo.

El Atanasio, el tonto de Valdealheña, el inocente más inocente de toda la aldea, cogía su grasiento cuaderno bajo el brazo y se encerraba en el corral dispuesto a enfrentarse a sus deberes escolares. Los conocimientos del Atanasio —¿para qué nos vamos a engañar?— no eran muy amplios, pero... ¡para lo que los iba a necesitar el pobre!

—Para nada— se lamentaba la señora Sinforosa, la madre del Atanasio, ante sus vecinas. No creo que al infeliz se le presente la oportunidad de llegar a Ministro. Claro que el saber, sea poco o mucho, no ocupa lugar.

El Atanasio era exigente consigo mismo hasta un grado inusitado y cumplía a rajatabla con todas sus obligaciones. Porque tonto, tonto, lo que se dice tonto de capirote, el Atanasio no lo era. Y, ¡quia!, él no mendigaba la ayuda de nadie para hacer sus cuentas. ¡Para qué iba a molestar si él ya se las apañaba solo!. Buscaba una galfada de guijarros, la depositaba cuidadosamente en los bolsillos de su raída chaqueta de pana —no fuera que se escapasen los cantos por algún descosido— espantaba a las gallinas para que no ensuciasen todavía más su mugriento cuaderno al escarbar en las boñigas; se arrodillaba en medio del corral, y...

—¡Hala, Atanasio, a trabajar! —se decía a sí mismo— que padre no quiere que seas un haragán y un muerto de hambre toda tu santa vida.

El Atanasio no era como los tontos de la capital, que saben lo que son y para qué sirven las letras de cambio, que se pasan el día poniendo multas a los coches que aparcan al borde de las aceras; y que atracan —con metralleta de plástico, ¡por Dios, no se me asuste usted!— la primera sucursal de la Caja de Ahorros que les pilla más a mano. El Atanasio no; el Atanasio desconocía todas esas cosas. El Atanasio —ya lo sabe usted— a sus cuentas.

—Si tenemos cuatro cantos... A ver: uno, dos, tres y cuatro. Y cogemos dos más: uno y dos. ¡Ya está!, pues ahora tenemos... uno, dos, tres, cuatro, cinco y seis. Bueno, pues eso: que cuatro y dos son seis.

Para el Atanasio, la única dificultad de las sumas radicaba en "las que me llevo". El Atanasio se distraía con facilitad observando el vuelo de las moscas, mirando cómo los gatos salían a solazarse por la tronera del tejado de la tia Antonia, o escuchando el gorjear de los gorriones que brincaban de rama en rama en el guindal del tio Paco. Y, claro, al pobre se le olvidaba sumar las que se llevaba de la columna anterior. Bueno, no siempre; alguna que otra vez —digamos que de ciento al viento— el Atanasio era capaz de retenerlas en su menguada memoria.

—Mira, Atanasio —musitaba para sí— esta tarde no estás haciendo nada de provecho. Volverá padre de arar y tú no habrás acabado los deberes. ¡Hala, hala, Atanasio, a trabajar!, que bien dice madre que el tiempo es oro.

Y el Atanasio volvía a inclinar su espalda como si tratara de adorar a Alá, chupaba la roma punta del lápiz para que la escritura fuera más marcada, colocaba en montón todos los guijarros y proseguía su labor.

—Bueno, Atanasio —decía dirigiéndose a sí mismo— ahora coge este canto, porque tenías una en la mente. ¡Venga!, una que me llevo, más cuatro... ¡As, gallinas, fuera de aquí, jolín!, que no hacéis más que estorbar cuando yo estoy pensando. ¡Vaya, ya he perdido la cuenta!. ¡Hala, Atanasio, majo, vuelve a empezar!. Si tenía un canto en la mente y ahora voy y cojo cuatro más...

El Atanasio, para hacer una suma y una resta, se tiraba sus buenas dos o tres horas, pero a él no le importaba. ¡A él qué le iba a importar, si no tenía otra cosa que hacer!. Claro que, bien mirado, también podía ir a jugar a la calle de la Fragua, pero... ¡quia, si siempre tenía que compartir sus juegos con los pequeños!. Los mayores, los chavales de su misma edad, los que contaban por entonces doce o trece años, no "ajuntaban" al Atanasio porque no sabía saltar a lapio, ni se atrevía a gatear por el tronco de los chopos cuando iban a buscar nidos. ¡Él se iba a subir tan alto!, casi hasta las nubes, ¡para que le resbalasen las abarcas y se pagase una morrada!. Y, además, el Atanasio no atinaba a esconderse cuando, tras haber cometido algún marro, el resto de sus compañeros volaba como alma que lleva el diablo para no ser descubiertos. Por eso, el pobre Atanasio, a pesar de su estatura y robustez, se había de conformar —¡qué otro remedio le quedaba!— con jugar al escondite con los niños del barrio, con ir a la fuente a llenar el botijo de agua y con arrodillarse en el corral para hacer sus cuentas.

Pero el Atanasio, a pesar de los pesares, sabía hacerse respetar. El Atanasio no era como esos tontos de otros pueblos que permiten ser apedreados y escarnecidos por la chiquillería.

El Atanasio, —¡no señor, qué va!— ni eso ni mucho menos. A él no le obligaba a bailar al son del pandero ni el más pintado. Él no hacía ningún mal a nadie —porque decía don Teógenes, el señor cura, que eso era un pecado muy gordo y que, si se dedicaba a hacer fechorías a la gente, acabaría dando con su alma en el infierno. El Atanasio impedía que se burlasen de su desgracia, al menos mientras él estuviera presente.

Hasta que un buen día, el Atanasio, a quien no se le conocía ni tan siquiera el más mínimo escándalo, empinó el codo más de la cuenta y salió a la calle mostrando sus vergüenzas.

El Atanasio bebía vino en las comidas —¡anda, claro, como cada hijo de vecino!. Mas nunca con anterioridad se le habían subido los etílicos efluvios a su mermada mollera. Pero aquel día sí. Aquel día, borracho, lo que se dice borracho como una cuba, pues no; ahora que... un poco calamocano...

—Digo yo, madle, que padle debelía aleglal el suelo del poltal, polque el suelo da muchas vueltas y no se está quieto.

El Atanasio, el día en que su inocencia se puso en entredicho, fue al corral a orinar y se olvidó de abrocharse los botones de la bragueta. El Atanasio no era un simple y vulgar exhibicionista. No —¿qué se había pensado usted?— ni mucho menos. Lo que le ocurrió al Atanasio aquella aciaga tarde fue de lo más sencillo, y no encerraba ni pizca de malicia. El Atanasio, por efecto del calor producido por la excesiva ingesta de vino, no se percató de que llevaba sus partes al oreo. Y nada más —¡no señor!. No hubo ni asomo de intención perversa en aquel acto.

—Tengo calol, madle. Yo cleo que va a llegal plonto el velano y tendlemos que ayudal a padle a segal —decía el Atanasio dirigiendo una mirada bobalicona hacia su madre.

Al pobre Atanasio se le hacía cada vez más cuesta arriba eso de pronunciar las erres. Sentía la boca pastosa y se le cerraban los ojos sin poderlo remediar. Fue entonces cuando le entraron unas ganas imperiosas de mear y dirigió sus zigzagueantes pasos hacia la cuadra. También fue en aquel preciso momento cuando se descuidó de ocultar sus atributos. Pero lo hizo sin ninguna malicia.

La malicia la sacaron a relucir cuatro viejas que cosían al sol y aprovechaban el rato para despellejar al prójimo. Y claro —¡pues no faltaba más, oiga usted!— se escandalizaron al ver que el Atanasio bajaba la cuesta tan campante, con las manos en los bolsillos y cierta cosa colgando a la altura de su entrepierna.

Y el Atanasio —¡hala, a lo suyo!— siguió silbando, dio las buenas tardes a aquellas cuatro murmuradoras con su habitual respeto y, sin aguardar a obtener respuesta a su saludo —no la habría podido escuchar aunque hubiera aguzado bien los oídos— continuó su alegre deambular callejero.

Y aquel mismo día el Atanasio, llegada la noche, soñó que una jarcia de ánimas en pena invadía su dormitorio. Los espectros de la pesadilla del Atanasio carecían de piernas —cosa que no les impedía dedicarse a sus danzas macabras— y todos ellos vestían largos capotes de sayal color marrón.

El Atanasio —ya lo sabe usted— no temía enfrentarse a sus cuentas cada tarde, pero eso de que le visitasen los muertos era harina de otro costal.

El Atanasio se despertó sobresaltado. Un ruido de desconocida procedencia llegó hasta sus dormidos oídos perturbando su ligero sueño. Palpó entre los barrotes de su desvencijada cama, encontró la perilla a tientas y encendió la luz.

—No es nada— se dijo para sus adentros. Serán los gatos que andan en danzas con los ratones. Mañana subiré al tejado y taparé todos los agujeros de la tronera para que no puedan entrar en la cámara. Se pasan la noche armando zaragata y no dejan dormir a padre. Y padre tiene que descansar para poder arar las tierras.

Una procesión de ratones recorría la azotea sin necesidad de que farol alguno alumbrase sus escarceos nocturnos. Se metían dentro de la tarriza que la madre tenía colocada para recoger el agua de las goteras, brincaban entre los sacos de grano que el padre destinaba a la próxima siembra y, por último, roían las pipas de calabaza que el Atanasio había extendido sobre un papel de estraza a fin de que se secasen.

—Dice madre que los hombres de verdad no tienen miedo a nada ni a nadie. Que si me asusto de los muertos nunca llegaré a ser una persona de provecho. Yo quisiera ser valiente —como padre y también como mi chache— pero... ¡son tan feísimas estas condenadas ánimas del purgatorio!.

Al Atanasio se le habían quedado agarrotadas las piernas. Intentó estirar la una, luego la otra, y...

—Ya están baila que te baila otra vez. Y esa del moño al trote se parece mucho a la abuela Remigia. Yo creo que la abuela me tenía tirria. Decía que yo era un castigo de Dios por los pecados de cuando mi madre era soltera. ¡Vaya unas ocurrencias las de la abuela!. Si mi madre, quitando que algunos domingos no va a misa...

El Atanasio estaba aterrado. Los espectros jugaban al corro alrededor de su lecho. Luego bajaron hasta la cocina y se sentaron al lado del fuego. Partían rebanadas de pan con una inmensa hoja de dalle, bebían a chinguete vino del porrón, y comían a dos carrillos los chorizos que tan celosamente guardaba la madre en la olla.

El Atanasio se incorporó de nuevo. Quiso gritar, pero una gélida y sarmentosa mano oprimió su garganta impidiéndole articular sonido alguno. Se mordió los labios hasta que brotó la sangre y...

—Si lloro, se asustará madre y vendrá corriendo pensando que me he puesto malo. Y luego ya no se podrá dormir. Y mañana tendrá dolor de cabeza por mi culpa. Y...

El Atanasio —¡ya lo puede suponer usted!— se encontraba entre la espada y la pared. A él no le gustaba molestar, pero... Y sentía miedo, un pánico intenso, un terror que le nacía en la boca del estómago y enmudecía su garganta. Y además...

—Si me orino en la cama, madre tendrá que ir a lavar las sábanas a la Puentecilla. Y vendrá con las manos moradas y luego le saldrán sabañones de esos que pican. Dice madre que soy ya mayor para mearme en la cama; que eso sólo lo hacen los niños pequeños. Y dice también que se malhadará el colchón y que cuesta muchos cuartos comprar otro.

El Atanasio reclinó la cabeza sobre la almohada de borra y pronto se oyeron sus acompasados ronquidos. Pero la pesadilla persistía. Las ánimas recitaban la tabla de multiplicar mientras jugaban al corro. Y entre ellos, Atanasio pudo reconocer a don Acisclo, el maestro de Valdealheña, que se dirigía hacia él con la Enciclopedia en una mano y una vara de fresno en la otra.

—¡No me pegue usted, don Acisclo!, que yo sí sé cuántas son dos por dos. Lo que pasa es que no me alcuerdo. ¡No me regañe más, don Acisclo! que, en cuanto que llegue a mi casa, me pongo a estudiar la tabla de multiplicar como un descosido.

Una claridad mortecina inundaba la habitación donde roncaba el Atanasio. El sol se desperezaba enviando tenues rayos de luz para caldear las paredes de adobe de las casas de Valdealheña. Los hombres se disponían a emprender una nueva jornada de labor. Las mujeres barrían los portales. Los chicos saboreaban los últimos minutos de descanso arrebujados bajo las tibias sábanas. La señora Sinforosa, la madre del Atanasio, preparaba unas sopas recochas para el desayuno.

—¡Atanasio, Atanasiooo!. ¡Venga, ahueca, que llegarás tarde a la escuela y don Acisclo te pondrá de rodillas!.

El Atanasio, el inocente más inocente de Valdealheña, temía a don Acisclo más que a un mal nublado. Don Acisclo —que continuó dando clase hasta el mismísimo día en que se fue a criar malvas, y que tomaba por holgazanería lo que en el caso del Atanasio no era sino incapacidad mental— no dudaba en emprenderla a mandobles y coscorrones cada vez que aquel inocente confundía la velocidad con el tocino.

—¡Atanasio, Atanasiooo! —volvió a gritar la madre desde la cocina. Este chico duerme como un lirón. Éste no se despierta ni aunque le pase El Correo por encima. ¡Atanasio, Atanasiooo!.

La señora Sinforosa seguía trasteando. Atizó la lumbre, colgó un caldero en el allarín, sopló las pavesas que habían ido a columpiarse en el vasar y, en vista de que el Atanasio no acudía a sus llamadas, decidió subir hasta la estancia donde dormía su hijo. Mas cuál no sería la sorpresa de la atribulada madre al observar que la cama estaba vacía.

—¡Ay, Virgen Santa del Vallejo!. ¿Se habrá ido a la escuela sin lavar ni peinar?. Pero... ¿qué digo?, ¡si tiene aquí la ropa!. ¡Ay, Virgen del Amor Hermoso!, este infeliz ha sido capaz de subir en cueros hasta la plaza. ¡La pulmunía que me va a agarrar este chico!.

La señora Sinforosa no salía de su asombro. La buena mujer no encontraba explicación posible a aquel inesperado suceso. Estaba a punto de perder la cabeza cuando pensó que tal vez el Atanasio hubiera ido a dar los buenos días a su vecina, la señora Eufrasia, y hacia la casa de ésta dirigió sus pasos.

—¡Buenos días, Eufrasia!. ¿No estará aquí el Atanasio por un casual?

—¡Como no haya ido a los nidales a comerse los huevos como la semana pasada...!

—¡Calla, Eufrasia, no me vengas con chanzas!, que hoy no estoy para bromas.

—Pues... ¿qué te pasa?

—Que no encuentro al Atanasio. Que no sé dónde demontres se puede haber metido. Que no aparece ni a sol ni a sombra.

—¡No te apures, mujer!, que no andará muy lejos.

—Lo malo es que ha dejado la ropa en casa. Que debe de andar por ahí como su madre —que soy yo— le parió. Que debe haber cogido las de Villadiego y se ha subido a la plaza en porretas. ¡Como tiene tan mala cabeza el pobre...!

—¿No se habrá escondido en la cámara para no ir a la escuela?

—Mira, pues no me se ha ocurrido, pero ya podía ser. ¡Como tiene tanto miedo a don Acisclo...!

El Atanasio, alguna pifia —¡A ver, como cada quisque!— sí que hacía de vez en cuando, pero nunca llegó a perder el oremus. Espantaba las gallinas de todo el barrio, se comía los huevos que encontraba en los nidales de la señora Eufrasia; se quedaba dormido en la tenada del señor Segundo y traía en solfa a toda la vecindad, que buscaba a aquel infeliz por arrenes, lagares, huertos, cámaras y posibles recovecos. Roncaba durante las misas de difuntos obligando a don Teógenes a interrumpir el réquiem... Pero, de eso a irse a la escuela en cueros y hecho un adefesio...

—Digo yo, Sinforosa, que no vaya a ser que el pobre tenga el vientre descompuesto y esté en la cuadra tirando de pantalón.

—Ya me se ha pasado por la cabeza, pero, ¡quia!, tampoco está haciendo del cuerpo.

—Pues ya te digo, Sinforosa, ¡no te preocupes!, que no andará muy lejos.

—¡Cómo no me voy a preocupar!. Si le rigiese bien la cabeza, otra cosa sería, pero...

—¡Vaya, tampoco es para tanto!. El Atanasio —¿para qué lo vamos a negar?— es una mieja inocente, pero...

—Pues, ¿dónde puede haberse metido este bendito de Dios?

—¡Vete tú a saber!. En cualquier sitio. ¿Has mirado no esté debajo de la cama?

—No me se había ocurrido.

La señora Eufrasia siguió a la madre del Atanasio y ambas subieron a la alcoba, donde, efectivamente, encontraron a nuestro buen amigo durmiendo a pierna suelta bajo la cama.

—¡Atanasio, Atanasio, hijo!, ¿qué diantres haces ahí?

—Yo... yo... ¡Anda, pues me debo de haber caído!. Es que anoche vinieron los muertos a asustarme.

—Los muertos están en el camposanto, Atanasio, y de allí no pueden salir.

—¡Eso lo dirás tú!. Pues esta noche ha venido la abuela Remigia y se ha comido todos los chorizos.

—¡Hala, hala, sal de ahineso y no digas tonterías!, que los muertos, muertos están; hasta tu abuela Remigia, que en paz descanse.

—Sí, pues ya verás como te han dejado la olla vacía.

—Bueno, bueno, ¡venga, que hay que ir a escuela!

—¡A escuela no, madre!. ¡A la escuela no!

—Pero si a ti te gusta mucho hacer cuentas.

—Sí, pero don Acisclo me pega. Y el Aniceto dice que soy tonto.

—¡No hagas caso al Aniceto!, ¡qué sabrá él de esas cosas!

—¿Verdad que no soy tonto, madre?

—¡No, hijo!, ¡qué vas a ser tonto tú!; esas son cosas del Aniceto.

—Pero el Aniceto se sabe toda la tabla de multiplicar sin enquivocarse ni siquiera una vez.

—Tú también te la aprenderás. Hay que dar tiempo al tiempo.

—Pero yo no soy tonto, ¿verdad, madre?

—¡No, hijo mío!. Tú eres menos listo que el Aniceto, pero de ahí a ser tonto...

—¡Ah, bueno!

El Atanasio, convencido de su cordura, se vistió apresuradamente, comió unas cuantas cucharadas de sopas recochas directamente de la sartén y, con la cartera al hombro y silbando, partió para la escuela.


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