. Museos . Talleres . Pintura . Peñas
|
Valdealheña, una pequeña aldea de La Ribera del Duero soriana, apenas si contaba con cuatrocientos o quinientos habitantes allá por el año mil novecientos cincuenta. En Valdealheña, el único que ostentaba por entonces el título de "tonto del pueblo" —¡a ver, ya me explicará usted para qué querían más!— era el Atanasio. El Atanasio... tonto, tonto, lo que se dice tonto de remate, no es que fuera. Claro que... cuerdo, cuerdo —¿qué quiere que le diga yo?— pues tampoco. Lo que le ocurría al Atanasio, según aseguraba su padre, es que era una miaja cerrado de mollera. Pero el Atanasio, el tonto de Valdealheña, iba a la escuela —¡pues claro que a la Escuela Nacional!, ¿qué se había creído usted?— y hasta sabía leer en el Catecismo y escribir en cuadernos de dos rayas. Eso sí, es necesario aclarar que, en puridad, el Atanasio nunca consiguió dominar la pronunciación correcta de las erres. Y ¿qué importancia podía tener un hecho tan insignificante?, en realidad, ninguna. Eso no eran más que naderías, bagatelas, zarandajas... Y también aprendió a hacer cuentas. Bueno, cuentas, cuentas... —¡qué quiere que le diga!— tampoco se trataba de eso. Pero el Atanasio, en definitiva, podía sumar y restar.
El Atanasio era exigente consigo mismo hasta un grado inusitado y cumplía a rajatabla con todas sus obligaciones. Porque tonto, tonto, lo que se dice tonto de capirote, el Atanasio no lo era. Y, ¡quia!, él no mendigaba la ayuda de nadie para hacer sus cuentas. ¡Para qué iba a molestar si él ya se las apañaba solo!. Buscaba una galfada de guijarros, la depositaba cuidadosamente en los bolsillos de su raída chaqueta de pana —no fuera que se escapasen los cantos por algún descosido— espantaba a las gallinas para que no ensuciasen todavía más su mugriento cuaderno al escarbar en las boñigas; se arrodillaba en medio del corral, y...
El Atanasio no era como los tontos de la capital, que saben lo que son y para qué sirven las letras de cambio, que se pasan el día poniendo multas a los coches que aparcan al borde de las aceras; y que atracan —con metralleta de plástico, ¡por Dios, no se me asuste usted!— la primera sucursal de la Caja de Ahorros que les pilla más a mano. El Atanasio no; el Atanasio desconocía todas esas cosas. El Atanasio —ya lo sabe usted— a sus cuentas.
Para el Atanasio, la única dificultad de las sumas radicaba en "las que me llevo". El Atanasio se distraía con facilitad observando el vuelo de las moscas, mirando cómo los gatos salían a solazarse por la tronera del tejado de la tia Antonia, o escuchando el gorjear de los gorriones que brincaban de rama en rama en el guindal del tio Paco. Y, claro, al pobre se le olvidaba sumar las que se llevaba de la columna anterior. Bueno, no siempre; alguna que otra vez —digamos que de ciento al viento— el Atanasio era capaz de retenerlas en su menguada memoria.
Y el Atanasio volvía a inclinar su espalda como si tratara de adorar a Alá, chupaba la roma punta del lápiz para que la escritura fuera más marcada, colocaba en montón todos los guijarros y proseguía su labor.
El Atanasio, para hacer una suma y una resta, se tiraba sus buenas dos o tres horas, pero a él no le importaba. ¡A él qué le iba a importar, si no tenía otra cosa que hacer!. Claro que, bien mirado, también podía ir a jugar a la calle de la Fragua, pero... ¡quia, si siempre tenía que compartir sus juegos con los pequeños!. Los mayores, los chavales de su misma edad, los que contaban por entonces doce o trece años, no "ajuntaban" al Atanasio porque no sabía saltar a lapio, ni se atrevía a gatear por el tronco de los chopos cuando iban a buscar nidos. ¡Él se iba a subir tan alto!, casi hasta las nubes, ¡para que le resbalasen las abarcas y se pagase una morrada!. Y, además, el Atanasio no atinaba a esconderse cuando, tras haber cometido algún marro, el resto de sus compañeros volaba como alma que lleva el diablo para no ser descubiertos. Por eso, el pobre Atanasio, a pesar de su estatura y robustez, se había de conformar —¡qué otro remedio le quedaba!— con jugar al escondite con los niños del barrio, con ir a la fuente a llenar el botijo de agua y con arrodillarse en el corral para hacer sus cuentas. Pero el Atanasio, a pesar de los pesares, sabía hacerse respetar. El Atanasio no era como esos tontos de otros pueblos que permiten ser apedreados y escarnecidos por la chiquillería. El Atanasio, —¡no señor, qué va!— ni eso ni mucho menos. A él no le obligaba a bailar al son del pandero ni el más pintado. Él no hacía ningún mal a nadie —porque decía don Teógenes, el señor cura, que eso era un pecado muy gordo y que, si se dedicaba a hacer fechorías a la gente, acabaría dando con su alma en el infierno. El Atanasio impedía que se burlasen de su desgracia, al menos mientras él estuviera presente. Hasta que un buen día, el Atanasio, a quien no se le conocía ni tan siquiera el más mínimo escándalo, empinó el codo más de la cuenta y salió a la calle mostrando sus vergüenzas. El Atanasio bebía vino en las comidas —¡anda, claro, como cada hijo de vecino!. Mas nunca con anterioridad se le habían subido los etílicos efluvios a su mermada mollera. Pero aquel día sí. Aquel día, borracho, lo que se dice borracho como una cuba, pues no; ahora que... un poco calamocano...
El Atanasio, el día en que su inocencia se puso en entredicho, fue al corral a orinar y se olvidó de abrocharse los botones de la bragueta. El Atanasio no era un simple y vulgar exhibicionista. No —¿qué se había pensado usted?— ni mucho menos. Lo que le ocurrió al Atanasio aquella aciaga tarde fue de lo más sencillo, y no encerraba ni pizca de malicia. El Atanasio, por efecto del calor producido por la excesiva ingesta de vino, no se percató de que llevaba sus partes al oreo. Y nada más —¡no señor!. No hubo ni asomo de intención perversa en aquel acto.
Al pobre Atanasio se le hacía cada vez más cuesta arriba eso de pronunciar las erres. Sentía la boca pastosa y se le cerraban los ojos sin poderlo remediar. Fue entonces cuando le entraron unas ganas imperiosas de mear y dirigió sus zigzagueantes pasos hacia la cuadra. También fue en aquel preciso momento cuando se descuidó de ocultar sus atributos. Pero lo hizo sin ninguna malicia. La malicia la sacaron a relucir cuatro viejas que cosían al sol y aprovechaban el rato para despellejar al prójimo. Y claro —¡pues no faltaba más, oiga usted!— se escandalizaron al ver que el Atanasio bajaba la cuesta tan campante, con las manos en los bolsillos y cierta cosa colgando a la altura de su entrepierna. Y el Atanasio —¡hala, a lo suyo!— siguió silbando, dio las buenas tardes a aquellas cuatro murmuradoras con su habitual respeto y, sin aguardar a obtener respuesta a su saludo —no la habría podido escuchar aunque hubiera aguzado bien los oídos— continuó su alegre deambular callejero.
Y aquel mismo día el Atanasio, llegada la noche, soñó que una jarcia de ánimas en pena invadía su dormitorio. Los espectros de la pesadilla del Atanasio carecían de piernas —cosa que no les impedía dedicarse a sus danzas macabras— y todos ellos vestían largos capotes de sayal color marrón. El Atanasio —ya lo sabe usted— no temía enfrentarse a sus cuentas cada tarde, pero eso de que le visitasen los muertos era harina de otro costal. El Atanasio se despertó sobresaltado. Un ruido de desconocida procedencia llegó hasta sus dormidos oídos perturbando su ligero sueño. Palpó entre los barrotes de su desvencijada cama, encontró la perilla a tientas y encendió la luz.
Una procesión de ratones recorría la azotea sin necesidad de que farol alguno alumbrase sus escarceos nocturnos. Se metían dentro de la tarriza que la madre tenía colocada para recoger el agua de las goteras, brincaban entre los sacos de grano que el padre destinaba a la próxima siembra y, por último, roían las pipas de calabaza que el Atanasio había extendido sobre un papel de estraza a fin de que se secasen.
Al Atanasio se le habían quedado agarrotadas las piernas. Intentó estirar la una, luego la otra, y...
El Atanasio estaba aterrado. Los espectros jugaban al corro alrededor de su lecho. Luego bajaron hasta la cocina y se sentaron al lado del fuego. Partían rebanadas de pan con una inmensa hoja de dalle, bebían a chinguete vino del porrón, y comían a dos carrillos los chorizos que tan celosamente guardaba la madre en la olla. El Atanasio se incorporó de nuevo. Quiso gritar, pero una gélida y sarmentosa mano oprimió su garganta impidiéndole articular sonido alguno. Se mordió los labios hasta que brotó la sangre y...
El Atanasio reclinó la cabeza sobre la almohada de borra y pronto se oyeron sus acompasados ronquidos. Pero la pesadilla persistía. Las ánimas recitaban la tabla de multiplicar mientras jugaban al corro. Y entre ellos, Atanasio pudo reconocer a don Acisclo, el maestro de Valdealheña, que se dirigía hacia él con la Enciclopedia en una mano y una vara de fresno en la otra.
Una claridad mortecina inundaba la habitación donde roncaba el Atanasio. El sol se desperezaba enviando tenues rayos de luz para caldear las paredes de adobe de las casas de Valdealheña. Los hombres se disponían a emprender una nueva jornada de labor. Las mujeres barrían los portales. Los chicos saboreaban los últimos minutos de descanso arrebujados bajo las tibias sábanas. La señora Sinforosa, la madre del Atanasio, preparaba unas sopas recochas para el desayuno.
El Atanasio, el inocente más inocente de Valdealheña, temía a don Acisclo más que a un mal nublado. Don Acisclo —que continuó dando clase hasta el mismísimo día en que se fue a criar malvas, y que tomaba por holgazanería lo que en el caso del Atanasio no era sino incapacidad mental— no dudaba en emprenderla a mandobles y coscorrones cada vez que aquel inocente confundía la velocidad con el tocino.
La señora Sinforosa seguía trasteando. Atizó la lumbre, colgó un caldero en el allarín, sopló las pavesas que habían ido a columpiarse en el vasar y, en vista de que el Atanasio no acudía a sus llamadas, decidió subir hasta la estancia donde dormía su hijo. Mas cuál no sería la sorpresa de la atribulada madre al observar que la cama estaba vacía.
La señora Sinforosa no salía de su asombro. La buena mujer no encontraba explicación posible a aquel inesperado suceso. Estaba a punto de perder la cabeza cuando pensó que tal vez el Atanasio hubiera ido a dar los buenos días a su vecina, la señora Eufrasia, y hacia la casa de ésta dirigió sus pasos.
El Atanasio, alguna pifia —¡A ver, como cada quisque!— sí que hacía de vez en cuando, pero nunca llegó a perder el oremus. Espantaba las gallinas de todo el barrio, se comía los huevos que encontraba en los nidales de la señora Eufrasia; se quedaba dormido en la tenada del señor Segundo y traía en solfa a toda la vecindad, que buscaba a aquel infeliz por arrenes, lagares, huertos, cámaras y posibles recovecos. Roncaba durante las misas de difuntos obligando a don Teógenes a interrumpir el réquiem... Pero, de eso a irse a la escuela en cueros y hecho un adefesio...
La señora Eufrasia siguió a la madre del Atanasio y ambas subieron a la alcoba, donde, efectivamente, encontraron a nuestro buen amigo durmiendo a pierna suelta bajo la cama.
El Atanasio, convencido de su cordura, se vistió apresuradamente, comió unas cuantas cucharadas de sopas recochas directamente de la sartén y, con la cartera al hombro y silbando, partió para la escuela. |