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A Alcozar 2'7 kilómetros, reza el indicador. Dentro de breves minutos estarás de nuevo en casa. Una vaharada de vagos recuerdos infantiles confluye en tu mente agolpándose de forma caótica e intemporal. Todo sigue igual. Mitificaste y guardaste celosamente, como si de valioso tesoro se tratara, tiempos irremisiblemente idos. Grabaste en tu cerebro todas aquellas imperecederas e idealizadas imágenes del pasado. Mas hoy todo es diferente. Todo ha cambiado aunque tú te empeñes en rechazar las mutaciones operadas. Ahora, el corto camino que te separa del pueblo lo recorrerás en taxi, y la fisonomía de roquedos y serrijones quedará desvirtuada difusamente por la velocidad del auto. Te verás privada del goce de saborear el eterno retorno, de penetrar en el árido paisaje; de vivir lo vivido y soñar lo soñado. Y tú ya no eres la rebelde colegiala de antaño a quien iban a buscar al Empalme cuando volvía del colegio dispuesta a pasar unas cortas vacaciones al calor del hogar. Tras el breve abrazo con que te recibía tu padre —la familia nunca fue dada a las demostraciones efusivas de cariño— colocabais la maleta sobre el carro. La tralla fustigaba el lomo del Morito y, al unísono con la voz de "¡aarre maaacho!", comenzaba el traqueteo de las ruedas mezclándose con la salmodia de aquellas pausadas palabras que iban desgranando la crónica de sucesos acaecidos en la vecindad durante tu ausencia: el Gobierno había dado dinero para arreglar la presa, pues se la había llevado la riada un día que llovió a cántaros; ya estaban acabando de "escocotar" las remolachas; y la semana pasada hizo tanto frío que se helaba hasta el aliento. Después, un largo silencio interrumpido únicamente por el chirriar de las ruedas y el choque de las herraduras del Morito al posarse sobre las piedras del camino. Tu padre siempre fue parco en palabras. Sus relatos tomaban el cariz de notas telegráficas. Su hablar sereno y pausado era como un bálsamo que constituía parte integrante del paisaje de aquel breve recorrido. Allí sigue la arboleda junto al río Molinos y, una vez más, los chopos de la ribera te evocan recuerdos de la infancia. Habías visto nacer aquellos árboles. Los habíais plantado y regado amorosamente los escolares en las tardes de los jueves. Ahora han crecido y elevan sus ramas a lo alto, y un prístino rayo de sol traspasa su follaje para proyectar en el suelo figuras zoomorfas. En tiempos pasados, continuaba el monótono traqueteo del carro y el padre seguía su relato: teníamos tres cochinas de cría y una había parido hacía quince días; ayer había puesto la vacuna del blanquillo a los cochinillos, porque la enfermedad rondaba por el pueblo y al herrero se le había muerto toda una lechigada; el Ter había pillado a la mula del Ignacio y, siguiendo la costumbre de cuando la Concordia del Ganado Mular, se había recogido dinero entre los vecinos para ayudarle en la desgracia. Luego se producía otro largo silencio en el que tú respirabas profundamente para llenar los pulmones con aquel aire fresco que te era tan familiar. Este pequeño intervalo era aprovechado por el padre para liar un pitillo. Cauteloso, como si temiera malhadar algo, introducía sus toscos dedos en el bolsillo de la raída chaqueta. Pequeñas partículas de blanquísima harina descansaban solemnes sobre sus hombros. Tu padre había amasado el pan antes de aparejar el macho y salir en tu búsqueda. Al tentar la petaca, una mueca de satisfacción se reflejaba en su moreno y curtido rostro, como si se acabara de desvanecer la leve sospecha de haberla olvidado en casa. Con ademanes precisos y lentitud parsimoniosa se deleitaba en el ritual de preparar aquel cigarro. Un puñado de picadura de cuarterón —siempre la cantidad exacta— descansaba ya sobre la palma de su mano, mientras que con la otra extraía una hojita del librillo con cubierta roja fabricado por Zig-Zag. En aquel instante, las frases de reclamo al fumador, que tantas veces leyeras sentada al rescoldo de la lumbre, irrumpían en tu mente y las repetías en voz queda y sin apenas pensarlo, como si fueran una oración: "Zig-Zag aumenta el placer de fumar; no irrita los ojos ni la garganta". Aquella cubierta de los diminutos librillos de papel de fumar había sido para ti algo semejante al Catón.
Ahora, recostada cómodamente en la parte trasera del veloz automóvil, percibes un gran vacío. Te falta la cadenciosa voz que te llegara antaño desde el pescante. Sientes frío aunque hoy sea verano, y el ocre color de los rastrojos se te antoja ceniciento. Serán las cosechadoras —piensas— las culpables de este cambio. Pero no, no son las endiabladas máquinas. Eres tú, sí, tu espíritu de niña ha envejecido convirtiendo en gris lo que antes fuera rosa. ¡No es cierto, soy la misma! —gritas angustiada con desgarrador sollozo— pero sabes que tu afán por aferrarte al pasado es sólo una mentira piadosa. Todo sigue igual —repites concienzudamente— mas sabes que ya todo es distinto. El auto devora los kilómetros. Ya estás en las "arrevueltas" de la Dehesa y, al percibir con claridad etérea los primeros rayos de sol bañando los cárdenos tejados de las casas, sientes sobre tu frente un hálito inerte: es el beso que la derruida ermita y el viejo Macerón te envían en son de bienvenida. Con ojos escrutadores vas detectando innovaciones apenas perceptibles para quien llegue al pueblo por primera vez, pero que a ti se te antojan una intromisión en tus recuerdos y añoranzas: una nave de cemento y hormigón aquí, un tejado de uralita allá, una casa de ladrillo algo más lejos. A tu mente acude aquel viejo rito familiar que celebrabais cuando el abuelo y el padre hacían los adobes al acabar de eras. Había que reparar las paredes del corral de Cerrolacabaña antes de echar bardera nueva. El abuelo se movía de un lado para otro dando órdenes. El abuelo Pedro siempre fue un perfeccionista; odiaba las cosas mal hechas aunque éstas fueran humildes adobes. Las mujeres portaban el agua y el padre —con los pantalones arremangados hasta la rodilla— amasaba el barro con los pies mientras pedía la bota para echar un trago. Y tú, con tus hermanos y algunos vecinos, acunados por el chapoteo de tu padre en el fango, reproducíais en miniatura cazuelas, platos, mesas, sillas y todo tipo de utensilios y enseres. Ya habían aparecido las quitameriendas en las eras, pero aquellos días constituían una auténtica fiesta familiar. Por eso, a media tarde se abandonaban los quehaceres para engullir los últimos ejemplares de chorizo, güeña y lomo que quedaban en el fondo de las ollas, y que la previsora abuela Atilana había guardado como oro en paño para tal ocasión. De nuevo se te desgarra el alma ante las naves de moderna construcción y, en un intento sobrehumano de serenar tu estado de ánimo, vuelves a repetir con voz quebradiza: todo sigue igual, nada ha cambiado. Los frenos del taxi te devuelven a la realidad mientras en la puerta aparece la figura de tu madre con ojos soñolientos y una sonrisa nerviosa en los labios. Ya estás en casa y ella, con voz emocionada, te hace partícipe de las últimas innovaciones: ya han metido el agua en la vivienda y, en cuanto que se presente la ocasión, harán un buen cuarto de baño. Con paso lento y cansino recoges una toalla y te dispones a disimular a base de agua fría las ojeras producidas por la noche de viaje e insomnio. Abres el grifo cuando los rayos del sol, que llegan desde el Macerón, comienzan a caldear las paredes de adobe contra las que se sujeta la pila. Y en un arrebato de indignación esgrimes un puño cerrado hacia lo alto, en el que encierras toda tu rebeldía contenida. El agua helada surca tu rostro mezclándose con una lágrima de amargura que rueda por tu mejilla. Y en tu desesperada lucha interior repites de nuevo: nada ha cambiado, la madre ha envejecido un poco, pero todo sigue igual. Y con dolor desgranas lentamente los versos que escribiste hace tres noches soñando con el eterno retorno. |