Mies
extendida en la era
como
apetitosa hogaza
de
blanco pan, puesta al horno
del
sol de agosto, que abrasa.
Un
hombre, bajo sombrero
que
apenas cubre su cara,
esgrime
horca de dos dientes
y
va esparciendo manadas
de
trigo, cañas crujientes
con
sus espigas granadas.
Desde
el castillo se asoma,
rocosa
cabeza blanca,
el
gigante Macerón
agazapado
de espalda,
que
cambió su capa verde
por
tosca estameña parda
salpicada
de retazos
como
saya remendada.
A
sus pies están las eras,
pañoletas
apiñadas
que
se extienden entre accesos
angostos,
por las terrazas;
y
en lo alto de su joroba
cobija
a quienes descansan
en
el tiempo sin medida;
sin
medida, como pasan
las
horas para el reloj
erguido
como atalaya
con
sus brazos dislocados
y
con su retina opaca,
o
como pasan los siglos
de
le ermita centenaria
que
al borde del precipicio
se
asoma con su espadaña.
Ya
sube por Fuenteherrero
en
formación apretada
al
ritmo de sus esquilas
y
con sus cabezas bajas
envuelto
en nube de polvo
un
rebaño a su majada.
Al
frente viene el pastor
con
su zurrón a la espalda,
cayada
de peregrino
y
oscura gorra calada;
trae
al brazo un corderillo
que
ha nacido esta mañana,
aun
tiene tierno el ombligo
y
le rojean las patas
y
emite un débil balido
al
que la madre, pegada
al
pastor, sigue y contesta
con
emotiva balada;
y
acompaña, fiel, el perro,
lengua
fuera y la mirada
atenta
a un gesto del amo
si
una oveja se rezaga;
pero
el caminar es lento
pues
suben ya amodorradas.
El
sol, todopoderoso,
parece
que envía llamas
sobre
el suelo y, temeroso,
el
rumor del viento calla;
no
se vislumbra una nube
en
la línea dilatada
del
horizonte y los árboles,
con
hojas disciplinadas
mudas
y quietas, son firmes
soldados
ante quien manda;
sólo
las plantas más tiernas
cual
jóvenes recatadas
inclinan
respetuosas
hacia
el suelo su mirada.
Calló
el tintineo agudo
que
los grillos entonaban
y
en las charcas de los huertos
cesó
el croar de las ranas;
tampoco
se oye el gorjeo
de
los pájaros; sus alas
no
rubrican ahora el cielo
con
firmas garrapateadas;
se
cobijan en sus nidos
o
se ocultan en las ramas,
en
aleros de tejados
o
donde una sombra alcanzan.
Sólo
sol. Calor que es fuego
que
crece y quema como ascua
que
baja del cielo y sube
de
la tierra calcinada
en
envoltura que aprieta
tenaz,
cual si atornillaran.
Sol
que impera, sol que dicta
sus
leyes sin alianzas
y
va restringiendo sombras
al
correr de la mañana
hurtando
un hueco al descanso
de
la vida ajetreada.
Sol
de agosto. Sol de trilla.
Sol
de solaz en las playas.
Pasó
el tiempo de la siega,
aquellas
largas jornadas
que
desde el orto al ocaso
aun
había que estirarlas;
y
con la hoz en diestra mano
y
la zoqueta encajada
en
la izquierda, el segador,
con
su figura encorvada,
con
la frente sudorosa
y
reseca la garganta,
surco
a surco y paso a paso
fue
recogiendo en manadas
la
suspirada cosecha,
siempre
menor que esperaba;
manadas
que aprieta el puño
y
gavillas abrazadas
con
la fruición del encuentro
con
persona deseada
van
conformando los haces
que,
bien ajustados, ata
con
las pajas de centeno
que
seleccionó en moragas
el
año anterior y luego,
en
fascales de una carga
recogidos
ya los haces,
quedó
la siega ultimada.
Largos
días de rastrojo,
bota
y botija guardadas
a
la sombra de unos haces,
y
tendidos en las pajas,
el
almuerzo y la merienda
son
altos en la jornada.
Luego
vino el acarreo,
carros
de yugo o de varas
que,
armados de los palones
con
sus puntas afiladas
donde
se insertan los haces
como
entra el toro a la espada,
van
transportando a las eras
ilusiones
y esperanzas;
abejas
a la colmena
con
néctar en sus entrañas;
se
cruzan por los caminos
donde
el polvo se levanta,
ligeros
cuando vacíos,
reposados
con la carga.
De
la Vega o Carraduero,
de
San Vicente o Las Cárcamas
del
Monte o Fuentemantina,
de
la Dehesa o Valdespada,
del
Calce o Valdelasviñas,
la
Umbría o Matarrozada,
del
Yustal o Ventanillas,
Carralval,
Piedra Sillada,
El
Prado, Carrabocigas,
Carraligos,
Carrazayas...
por
mil caminos distintos,
tejidos
de encrucijadas;
caminos
llanos de vega
o
tortuosos de montaña
que
buscan declives suaves
de
laderas empinadas,
los
puentes de los arroyos
|
o
badenes de las cárcavas. Pero
todos se enderezan
hacia
el final de la etapa,
común
meta en cuesta arriba
como
en prueba disputada.
Y
algo tiene el acarreo
de
deportiva campaña,
pues
cuando el labrador trae
del
campo la última carga
porta
en lo alto de su carro
una
silvestre enramada
que
es como floral corona
por
la obra bien rematada.
Ya
está la mies en la era.
En
hacinas apilada,
recuadradas
las esquinas
de
pirámides truncadas
la
de trigo; y en montones
y
no tan bien ordenadas,
tal
cual cayeron del carro,
las
de avena y de cebada.
El
centeno también goza
de
arquitectura cuidada
porque,
libre de la trilla,
se
ha de aprovechar su paja
tras
desgranar sus espigas
sobre
un banco golpeadas,
cabecitas
ya sin seso,
bálago
de esbeltas cañas,
muñecas
de falda airosa
puestas
en pie, las moragas,
que
abrazarán a los haces
en
la próxima campaña.
Todo
muy bien repartido
deja
la era despejada
para
trazar en el centro
el
redondel de la plaza.
Como
en el coso taurino,
la
corrida se prepara
y
ya se encuentra en el ruedo,
camisa
desabrochada
un
hombre, bajo sombrero
que
apenas cubre su cara,
que
con horca de dos gajos
tiene
tendida la parva.
Está
la yunta dispuesta
uncida
al yugo, que casa,
no
por amor, por la fuerza,
dos
machos de negra capa,
romos,
grandes, bien herrados,
con
las crines recortadas,
esquilados
por el lomo
con
dibujos en las ancas
y
uniformes de colleras,
bridones
y cabezadas,
con
sus ramales, sus riendas,
la
cuerda que los enlaza
por
el morro, y los bozales
para
abstinencia forzada;
se
sacuden las orejas,
mueven
airados las patas
y
abanican con el rabo
porque
las moscas los clavan.
Del
yugo pende el barzón
que
es ojo por el que pasa
una
punta del timón
donde
la “lavija” encaja
y
que lleva al otro extremo
unas
anillas metálicas,
remate
del tiratrillo
y
que en el trillo se enganchan.
Trillo
de gruesos tablones
que
como fiera taimada,
oculta
su dentadura
de
pedernales poblada
reforzada
con los picos
de
unas sierras afiladas,
y
es como caimán en tierra
que
sobre el pecho se arrastra,
pues
las cuatro ruedecillas
apenas
del suelo le alzan.
En
pie, sobre el trillo, el hombre,
que
va blandiendo la tralla
con
diestra mano y con la otra
lleva
bien aseguradas
las
riendas, como el auriga
sobre
su carro en la plaza
del
circo tras la cuadriga
que
corre desenfrenada.
Hueca
la mies, forma olas
como
de la mar rizada
por
el viento, que corona,
alta
la proa, una lancha
rotando
por la bahía
que
poco a poco se encalma,
como
a las vueltas del trillo
se
va aplanando la parva.
Gira
y gira sin descanso
el
trillo sobre la masa
cereal,
que se recorta,
se
resquebrajan las cañas
de
paja, que se suaviza,
y
las espigas derraman
con
amoroso quejido
el
tesoro que guardaban:
sus
rubios granos de trigo
con
el polvo de sus raspas.
A1
rato se hace el relevo
porque
hay que volver la parva
y,
sobre el trillo, el abuelo,
con
su figura encorvada
que
al sentarse en la banqueta
forma
una línea quebrada,
las
riendas toma y la yunta
va
reduciendo la marcha
porque
ni restalla látigo
ni
voz imperiosa manda.
El
otro hombre, mientras tanto,
camisa
desabrochada
y
los brazos remangados,
maneja
la horca, que clava
en
la parva, la revuelve
y
echa al aire las manadas
que
aún quedaban en el fondo,
que
deshace y desparrama
dejándolas
al alcance
de
hambrienta fiera taimada. Luego
toma una rastrilla
hecha
de púas metálicas
y
recoge las espigas
alrededor
de la parva.
Como
rueda de molino
a
su eje encadenada
o
cangilón de una noria
en
constante sube y baja
sin
hito alguno que marque
principio
o final de etapa,
sigue,
con monotonía,
girando
el trillo sin pausa;
hasta
que ya al mediodía
sonaron
las campanadas
del
ángelus en la ermita.
Se
ha partido la jornada,
pero
es ritual obligado
dejar
la parva entornada
porque
el sol es aliado
y
es hora de su alianza.
Va
transcurriendo la tarde,
la
trilla ya está avanzada,
se
enganchan las tornaderas
en
el trillo y con la pala,
mango
y plato de madera,
se
da la vuelta a la parva
y
se remete la orilla
usando
un rastro de tabla.
El
círculo de la trilla
es
como disco de plata,
redondo
mantel tendido
tejido
de blanca hilaza
o
estanque al sol de la tarde
con
el agua reposada;
|
la
paja menuda y fina,
restos
de rocas calcáreas,
y
el trillo, como trineo
sobre
una pista nevada.
El
hombre, los pies descalzos
como
si entrara en el agua
tibia,
tranquila, serena
en
la orilla de la playa,
los
sacude, y ve los granos
que
son alfombra dorada
por
el suelo y que, mimosos
le
hormiguean en sus plantas
y
aprecia el suave contacto
propio
de paja trillada.
De
los variados trabajos
del
labrador, es la trilla
la
que brinda convivencia
y
regusto de familia.
No
es como labor de arada
en
el alza o en la bina,
ni
en la siembra o el cultivo
o
el abonado o la arica;
no
es como podar las cepas
ni
como cavar las viñas,
ni
entresacar remolacha
o
regar las hortalizas;
no
es como traer del monte
leña
para la cocina.
A
éstos el hombre va solo;
en
ellos el tajo dista
del
hogar y es muy difícil
hacerse
con compañía.
La
era está al pie de la casa
y
la faena es distinta;
trabajos
duros y leves
combinados,
facilitan
que
en los mismos participe
el
resto de la familia.
Y
están las eras tan próximas,
formando
como un racimo,
que
es el diálogo posible
de
era a era entre vecinos
cuando
queda un rato libre;
pero
cuando hay un motivo
de
riesgo, pues la tormenta
pone
una trilla en peligro,
se
ayudan, corren, se afanan
y
aportan yuntas y trillos
a
la era necesitada
para
prestarle el auxilio.
Se
abarca con la mirada
el
ajetreo intensivo
de
la gente en su trabajo
y
se perciben los ruidos
que
causan en la tarea
los
aperos y utensilios;
voces
de ánimo a las yuntas
en
dialecto de gritos;
movimientos
espontáneos
que
parecen dirigidos
como
si fueran de actores
bajo
la carpa del circo.
Y
a la era viene la esposa
con
el abuelo y los hijos,
ayudando
los que pueden,
y
disfrutando los niños
con
juegos improvisados
de
inocente regocijo;
nadan
en el mar de paja,
suben
y bajan del trillo,
se
columpian en las pértigas
saltan
y corren con giros
como
vuelos de los pájaros
y
con voces como trinos.
A
la hora de la merienda
todos
se tienden en círculo,
la
madre saca y presenta
provisiones
del cestillo,
que
pequeños y mayores
devoran
con apetito.
Va
declinando la tarde
y
el sol, perezoso, baja
lentamente
hacia el ocaso;
por
poniente se levanta
suave
viento que refresca
y
que agita algo la paja.
Y
después de la merienda
se
va a recoger la parva
y
ya se tiene dispuesta
la
yunta uncida a la rastra,
que
es ancho tablón con pértiga
y
contrafuertes en aspa;
y
este sí que es el momento
que
los pequeños aguardan,
porque
locos de contento
se
montan con algazara
sobre
la rastra y descalzos
hunden
los pies en la paja.
Con
horca de cuatro gajos
el
hombre pinga la parva,
la
mujer barre los granos
con
escobón de retama,
y
el abuelo lanza al viento
con
precisión matemática
de
tiempo, masa y altura
y
el mismo ritmo y estampa,
con
un bieldo de madera,
paletada
a paletada,
un
montoncillo de trilla
barrido
de una solada.
Aunque
no es muy fuerte el viento
se
lleva el tamo y la paja
y
se queda libre el trigo
que
cae rendido a las plantas
del
abuelo y le coloca
como
a santo en su peana.
Viene
luego la mujer
con
la criba, preparada
para
dispensar al trigo
definitiva
pasada;
sostiene
con ambas manos
el
arel, toma una carga
y
erguida mueve sus brazos
y
caderas y con gracia
cimbrea
el talle a compás
con
el vaivén de su falda
y
la caída del grano,
espesa
lluvia dorada;
y
con la media fanega
lo
vierte al saco de lana
que
ella tejió en el invierno
en
laboriosas veladas.
Ya
se va extinguiendo el día,
las
cuestas arreboladas
de
poniente ya se tornan
más
oscuras y lejanas;
los
pequeños se recogen
y
van con su madre a casa;
los
mayores aún apuran
el
resto de la jornada.
Se
oye el bronco traqueteo
que
identifica a la máquina
de
aventar y está al volante,
que
es fuente de donde mana
la
forzada ventolera
con
el girar de las aspas,
un
hombre, y otro alimenta
la
tolva con paletadas
que
toma regularmente
de
la trilla amontonada;
y
la máquina vomita
con
violencia la paja
mientras
que el trigo lo ofrece
en
caída sosegada.
Salió
ya el primer lucero,
hace
una noche estrellada
y
los ruidos de las eras
ya,
poco a poco, se apagan.
Y
ya se acabó este día;
igual
será el de mañana.
|