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"Recuerdos de las eras"

 

Avelino Hernando Monge (1995)

Trillando (foto cedida por Mariano Puentedura Morales)


 

Mies extendida en la era

como apetitosa hogaza

de blanco pan, puesta al horno

del sol de agosto, que abrasa.

Un hombre, bajo sombrero

que apenas cubre su cara,

esgrime horca de dos dientes

y va esparciendo manadas

de trigo, cañas crujientes

con sus espigas granadas.

Desde el castillo se asoma,

rocosa cabeza blanca,

el gigante Macerón

agazapado de espalda,

que cambió su capa verde

por tosca estameña parda

salpicada de retazos

como saya remendada.

A sus pies están las eras,

pañoletas apiñadas

que se extienden entre accesos

angostos, por las terrazas;

y en lo alto de su joroba

cobija a quienes descansan

en el tiempo sin medida;

sin medida, como pasan

las horas para el reloj

erguido como atalaya

con sus brazos dislocados

y con su retina opaca,

o como pasan los siglos

de le ermita centenaria

que al borde del precipicio

se asoma con su espadaña.

Ya sube por Fuenteherrero

en formación apretada

al ritmo de sus esquilas

y con sus cabezas bajas

envuelto en nube de polvo

un rebaño a su majada.

Al frente viene el pastor

con su zurrón a la espalda,

cayada de peregrino

y oscura gorra calada;

trae al brazo un corderillo

que ha nacido esta mañana,

aun tiene tierno el ombligo

y le rojean las patas

y emite un débil balido

al que la madre, pegada

al pastor, sigue y contesta

con emotiva balada;

y acompaña, fiel, el perro,

lengua fuera y la mirada

atenta a un gesto del amo

si una oveja se rezaga;

pero el caminar es lento

pues suben ya amodorradas.

El sol, todopoderoso,

parece que envía llamas

sobre el suelo y, temeroso,

el rumor del viento calla;

no se vislumbra una nube

en la línea dilatada

del horizonte y los árboles,

con hojas disciplinadas

mudas y quietas, son firmes

soldados ante quien manda;

sólo las plantas más tiernas

cual jóvenes recatadas

inclinan respetuosas

hacia el suelo su mirada.

Calló el tintineo agudo

que los grillos entonaban

y en las charcas de los huertos

cesó el croar de las ranas;

tampoco se oye el gorjeo

de los pájaros; sus alas

no rubrican ahora el cielo

con firmas garrapateadas;

se cobijan en sus nidos

o se ocultan en las ramas,

en aleros de tejados

o donde una sombra alcanzan.

Sólo sol. Calor que es fuego

que crece y quema como ascua

que baja del cielo y sube

de la tierra calcinada

en envoltura que aprieta

tenaz, cual si atornillaran.

Sol que impera, sol que dicta

sus leyes sin alianzas

y va restringiendo sombras

al correr de la mañana

hurtando un hueco al descanso

de la vida ajetreada.

Sol de agosto. Sol de trilla.

Sol de solaz en las playas.

Pasó el tiempo de la siega,

aquellas largas jornadas

que desde el orto al ocaso

aun había que estirarlas;

y con la hoz en diestra mano

y la zoqueta encajada

en la izquierda, el segador,

con su figura encorvada,

con la frente sudorosa

y reseca la garganta,

surco a surco y paso a paso

fue recogiendo en manadas

la suspirada cosecha,

siempre menor que esperaba;

manadas que aprieta el puño

y gavillas abrazadas

con la fruición del encuentro

con persona deseada

van conformando los haces

que, bien ajustados, ata

con las pajas de centeno

que seleccionó en moragas

el año anterior y luego,

en fascales de una carga

recogidos ya los haces,

quedó la siega ultimada.

Largos días de rastrojo,

bota y botija guardadas

a la sombra de unos haces,

y tendidos en las pajas,

el almuerzo y la merienda

son altos en la jornada.

Luego vino el acarreo,

carros de yugo o de varas

que, armados de los palones

con sus puntas afiladas

donde se insertan los haces

como entra el toro a la espada,

van transportando a las eras

ilusiones y esperanzas;

abejas a la colmena

con néctar en sus entrañas;

se cruzan por los caminos

donde el polvo se levanta,

ligeros cuando vacíos,

reposados con la carga.

De la Vega o Carraduero,

de San Vicente o Las Cárcamas

del Monte o Fuentemantina,

de la Dehesa o Valdespada,

del Calce o Valdelasviñas,

la Umbría o Matarrozada,

del Yustal o Ventanillas,

Carralval, Piedra Sillada,

El Prado, Carrabocigas,

Carraligos, Carrazayas...

por mil caminos distintos,

tejidos de encrucijadas;

caminos llanos de vega

o tortuosos de montaña

que buscan declives suaves

de laderas empinadas,

los puentes de los arroyos

o badenes de las cárcavas.

Pero todos se enderezan

hacia el final de la etapa,

común meta en cuesta arriba

como en prueba disputada.

Y algo tiene el acarreo

de deportiva campaña,

pues cuando el labrador trae

del campo la última carga

porta en lo alto de su carro

una silvestre enramada

que es como floral corona

por la obra bien rematada.

Ya está la mies en la era.

En hacinas apilada,

recuadradas las esquinas

de pirámides truncadas

la de trigo; y en montones

y no tan bien ordenadas,

tal cual cayeron del carro,

las de avena y de cebada.

El centeno también goza

de arquitectura cuidada

porque, libre de la trilla,

se ha de aprovechar su paja

tras desgranar sus espigas

sobre un banco golpeadas,

cabecitas ya sin seso,

bálago de esbeltas cañas,

muñecas de falda airosa

puestas en pie, las moragas,

que abrazarán a los haces

en la próxima campaña.

Todo muy bien repartido

deja la era despejada

para trazar en el centro

el redondel de la plaza.

Como en el coso taurino,

la corrida se prepara

y ya se encuentra en el ruedo,

camisa desabrochada

un hombre, bajo sombrero

que apenas cubre su cara,

que con horca de dos gajos

tiene tendida la parva.

Está la yunta dispuesta

uncida al yugo, que casa,

no por amor, por la fuerza,

dos machos de negra capa,

romos, grandes, bien herrados,

con las crines recortadas,

esquilados por el lomo

con dibujos en las ancas

y uniformes de colleras,

bridones y cabezadas,

con sus ramales, sus riendas,

la cuerda que los enlaza

por el morro, y los bozales

para abstinencia forzada;

se sacuden las orejas,

mueven airados las patas

y abanican con el rabo

porque las moscas los clavan.

Del yugo pende el barzón

que es ojo por el que pasa

una punta del timón

donde la “lavija” encaja

y que lleva al otro extremo

unas anillas metálicas,

remate del tiratrillo

y que en el trillo se enganchan.

Trillo de gruesos tablones

que como fiera taimada,

oculta su dentadura

de pedernales poblada

reforzada con los picos

de unas sierras afiladas,

y es como caimán en tierra

que sobre el pecho se arrastra,

pues las cuatro ruedecillas

apenas del suelo le alzan.

En pie, sobre el trillo, el hombre,

que va blandiendo la tralla

con diestra mano y con la otra

lleva bien aseguradas

las riendas, como el auriga

sobre su carro en la plaza

del circo tras la cuadriga

que corre desenfrenada.

Hueca la mies, forma olas

como de la mar rizada

por el viento, que corona,

alta la proa, una lancha

rotando por la bahía

que poco a poco se encalma,

como a las vueltas del trillo

se va aplanando la parva.

Gira y gira sin descanso

el trillo sobre la masa

cereal, que se recorta,

se resquebrajan las cañas

de paja, que se suaviza,

y las espigas derraman

con amoroso quejido

el tesoro que guardaban:

sus rubios granos de trigo

con el polvo de sus raspas.

A1 rato se hace el relevo

porque hay que volver la parva

y, sobre el trillo, el abuelo,

con su figura encorvada

que al sentarse en la banqueta

forma una línea quebrada,

las riendas toma y la yunta

va reduciendo la marcha

porque ni restalla látigo

ni voz imperiosa manda.

El otro hombre, mientras tanto,

camisa desabrochada

y los brazos remangados,

maneja la horca, que clava

en la parva, la revuelve

y echa al aire las manadas

que aún quedaban en el fondo,

que deshace y desparrama

dejándolas al alcance

de hambrienta fiera taimada.

Luego toma una rastrilla

hecha de púas metálicas

y recoge las espigas

alrededor de la parva.

Como rueda de molino

a su eje encadenada

o cangilón de una noria

en constante sube y baja

sin hito alguno que marque

principio o final de etapa,

sigue, con monotonía,

girando el trillo sin pausa;

hasta que ya al mediodía

sonaron las campanadas

del ángelus en la ermita.

Se ha partido la jornada,

pero es ritual obligado

dejar la parva entornada

porque el sol es aliado

y es hora de su alianza.

Va transcurriendo la tarde,

la trilla ya está avanzada,

se enganchan las tornaderas

en el trillo y con la pala,

mango y plato de madera,

se da la vuelta a la parva

y se remete la orilla

usando un rastro de tabla.

El círculo de la trilla

es como disco de plata,

redondo mantel tendido

tejido de blanca hilaza

o estanque al sol de la tarde

con el agua reposada;

la paja menuda y fina,

restos de rocas calcáreas,

y el trillo, como trineo

sobre una pista nevada.

El hombre, los pies descalzos

como si entrara en el agua

tibia, tranquila, serena

en la orilla de la playa,

los sacude, y ve los granos

que son alfombra dorada

por el suelo y que, mimosos

le hormiguean en sus plantas

y aprecia el suave contacto

propio de paja trillada.

De los variados trabajos

del labrador, es la trilla

la que brinda convivencia

y regusto de familia.

No es como labor de arada

en el alza o en la bina,

ni en la siembra o el cultivo

o el abonado o la arica;

no es como podar las cepas

ni como cavar las viñas,

ni entresacar remolacha

o regar las hortalizas;

no es como traer del monte

leña para la cocina.

A éstos el hombre va solo;

en ellos el tajo dista

del hogar y es muy difícil

hacerse con compañía.

La era está al pie de la casa

y la faena es distinta;

trabajos duros y leves

combinados, facilitan

que en los mismos participe

el resto de la familia.

Y están las eras tan próximas,

formando como un racimo,

que es el diálogo posible

de era a era entre vecinos

cuando queda un rato libre;

pero cuando hay un motivo

de riesgo, pues la tormenta

pone una trilla en peligro,

se ayudan, corren, se afanan

y aportan yuntas y trillos

a la era necesitada

para prestarle el auxilio.

Se abarca con la mirada

el ajetreo intensivo

de la gente en su trabajo

y se perciben los ruidos

que causan en la tarea

los aperos y utensilios;

voces de ánimo a las yuntas

en dialecto de gritos;

movimientos espontáneos

que parecen dirigidos

como si fueran de actores

bajo la carpa del circo.

Y a la era viene la esposa

con el abuelo y los hijos,

ayudando los que pueden,

y disfrutando los niños

con juegos improvisados

de inocente regocijo;

nadan en el mar de paja,

suben y bajan del trillo,

se columpian en las pértigas

saltan y corren con giros

como vuelos de los pájaros

y con voces como trinos.

A la hora de la merienda

todos se tienden en círculo,

la madre saca y presenta

provisiones del cestillo,

que pequeños y mayores

devoran con apetito.

Va declinando la tarde

y el sol, perezoso, baja

lentamente hacia el ocaso;

por poniente se levanta

suave viento que refresca

y que agita algo la paja.

Y después de la merienda

se va a recoger la parva

y ya se tiene dispuesta

la yunta uncida a la rastra,

que es ancho tablón con pértiga

y contrafuertes en aspa;

y este sí que es el momento

que los pequeños aguardan,

porque locos de contento

se montan con algazara

sobre la rastra y descalzos

hunden los pies en la paja.

Con horca de cuatro gajos

el hombre pinga la parva,

la mujer barre los granos

con escobón de retama,

y el abuelo lanza al viento

con precisión matemática

de tiempo, masa y altura

y el mismo ritmo y estampa,

con un bieldo de madera,

paletada a paletada,

un montoncillo de trilla

barrido de una solada.

Aunque no es muy fuerte el viento

se lleva el tamo y la paja

y se queda libre el trigo

que cae rendido a las plantas

del abuelo y le coloca

como a santo en su peana.

Viene luego la mujer

con la criba, preparada

para dispensar al trigo

definitiva pasada;

sostiene con ambas manos

el arel, toma una carga

y erguida mueve sus brazos

y caderas y con gracia

cimbrea el talle a compás

con el vaivén de su falda

y la caída del grano,

espesa lluvia dorada;

y con la media fanega

lo vierte al saco de lana

que ella tejió en el invierno

en laboriosas veladas.

Ya se va extinguiendo el día,

las cuestas arreboladas

de poniente ya se tornan

más oscuras y lejanas;

los pequeños se recogen

y van con su madre a casa;

los mayores aún apuran

el resto de la jornada.

Se oye el bronco traqueteo

que identifica a la máquina

de aventar y está al volante,

que es fuente de donde mana

la forzada ventolera

con el girar de las aspas,

un hombre, y otro alimenta

la tolva con paletadas

que toma regularmente

de la trilla amontonada;

y la máquina vomita

con violencia la paja

mientras que el trigo lo ofrece

en caída sosegada.

Salió ya el primer lucero,

hace una noche estrellada

y los ruidos de las eras

ya, poco a poco, se apagan.

Y ya se acabó este día;

igual será el de mañana.

 

 

Trillando (foto: M. Carmen Aparicio Muñecas)

 

He despertado de profundo sueño

y me froto los ojos en la duda

de si han sido reales las figuras

o tan sólo fugaces en el viento.

Y al abrir la ventana ya comprendo

que ha sido fantasía la aventura,

porque siento en la frente calentura

y en la mente confuso desaliento.

He querido subir hasta las eras

y revivir en ellas lo soñado,

pero se halla tan triste el escenario

que recordar la acción infunde pena.

Solamente hay un carro abandonado

con barandillas rotas y sin piso

y en una portillera veo un trillo

empinado, partido y desdentado.

Unas hierbas crecidas y resecas

y unos cardos pinchosos desabridos,

profanan insolentes lo que ha sido

el suelo que besaron las cosechas.

He visto en Macerón la vieja ermita

con su techumbre rota y sin campanas

que clama herida, en lúgubre llamada,

por el arte y la historia que cobija.

Aunque ciencias modernas han logrado

ingenios que eliminan las faenas,

guardaré mi recuerdo de las eras

y el respeto debido a su pasado.

Ese mismo respeto con que se honra

al hombre que al ocaso de su vida

 

se siente desfasada ruedecilla

de engranaje febril que se transforma.

Mas el agua que ayer en el molino

era furia y canción en la turbina

puede aún hacer dilecta compañía

a quien boga en la tarde por el río.

Pero las eras mudas, desoladas,

parecen jubilado pesimista

que se queda sentado en una silla

renunciando a ilusiones y esperanzas.

Corre rauda la rueda del destino

dando paso a diversas novedades;

sea mañana un campo de rosales

lo que fue ayer imperio de los trillos.

 

 


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