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"Un viernes"

 

Isa Contreras de Blas (2004)

empalme de la carretera local con la N-122 (2004)


Es viernes, estamos esperando en la puerta a que llegue mi padre del trabajo. Tenemos las maletas, como las ilusiones, preparadas. Es viernes, no sé el día, solo sé que este fin de semana vamos al pueblo, nos lleva mi padre, aunque él trabaja el lunes. Ya hemos acabado el colegio, así que tenemos un verano para nosotras. La ilusión es tan grande como la duda de habernos dejado algo que necesitaremos allí.

El camino es corto, pero se nos hace interminable, tenemos tantas ganas de llegar que preguntamos osadamente “¿cuánto queda?” lo que irrita más a un padre y a una madre ansiosos de poder dejar por unos días o meses el asfixiante pueblo de Madrid.

Entramos en el Empalme. Ya tengo las mariposas en mi estomago. Vuelan libres y no las quiero controlar, esta sensación es autómata. Cogemos la última curva, esa que es el puente del río Molinos y, como por arte de magia, aparece el Castillo. No me fijo en las casas que posan a sus pies, no, sólo me fijo en ese monstruo bello formado por piedras que tanto me hace vivir, sólo veo el Castillo.

Llegamos a la plaza, ahí tenemos nuestra casa. Mi padre abre solemne la puerta y entre telarañas entramos. Huele a mi casa, huele a ese olor de humedad, de cerrado, de recuerdos, de cariño. Eso que aunque quiera nunca he olido en ningún otro sitio.

Tenemos tantas ganas de descargar el maletero como de huir cada uno por su lado. Mi madre coloca la comida, mi padre abre el agua y las ventanas, mi hermana… no sé qué hace mi hermana, pero yo, después de una rápida colocación de mis cosas, me escapo. Mis pies me llevan, yo les dejo, les sigo. Hoy no necesito un libro que me acompañe, solo tengo ganas de ver el mundo, mi mundo bajo mis pies. Así que subo lentamente, saboreando cada sonido, cada olor hacia el Castillo. Trepo, arañándome las rodillas con esas piedras, pero más que una lucha contra ellas, es un baile, me dejo enredar.

Me siento y observo. Hay alguien que habla con alguien en los huertos. Hay alguien que está subiendo a las bodegas, hay alguien que no me observa, que vive su vida, sin percibir mis ojos ingenuos en su paseo solitario.

Tantas ganas de vivir, que el querer hacerlo en un sin fin, me hace llevar un ritmo respiratorio mas lento que el aire puro de Alcozar.

Pasa la noche. ¡Qué noche! He dormido sin pesadillas, sin prisas, sin miedos. De esto hace casi 25 años.

Ahora tendría que explicar el día que me caí por saltar charcos en el pueblo con Yolanda mi vecina valenciana. El día que varios amigos nos fuimos andando a Langa para jugar un partido de baloncesto. El día que me cogí esa primera borrachera de vino (aunque mi madre sigue pensando que fue la cena que me sentó mal) que nunca olvidaré, aunque por ello no dejé de beber vino. El día que despedí a mis vecinos como el señor Bonifacio, el señor Lino y al amigo Florencio. El día que vi correr por el frontón a mi sobrino Alberto, por primera vez. El día que subí al dormitorio y no estaba mi abuelo Gregorio para contarme un relato de buenas noches. El día que me enamoré. El día que fumé por primera vez. El día… el día que empecé a formar mi vida en tierras de Alcozar.

Llego a una conclusión, mi infancia, mi yo, se formó en tierras sorianas, en ese pueblo que está en la loma de una montaña, en esas casas que tienen multitud de sueños.


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