V.
¿SUELTO MI GAVILÁN?

nevada
(diciembre 2004)
Hace
frío en Carralval. En el hogar de los Campos se percibe un cierto
ajetreo. Eugenia se ha puesto de parto; así, de repente, casi sin
avisar. La abuela Clotilde ha llegado apresuradamente envuelta en su
negro mantón. Micaela, la Mandria, desaparece como por ensalmo y vuela
calle arriba en búsqueda del médico. En la cocina, colgado del allarín,
un gran caldero de cobre evapora agua de las canales. Ayer brilló el
sol con luz mortecina durante un par de horas. Los gatos se solazaron en
los tejados y arañaron las puertas de las troneras. La nieve comenzó a
derretirse y los imbornales gotearon por un buen rato. Eugenia colocó
cubos para recoger el agua del deshielo. Pero anoche volvió a nevar.
Carralval está cubierta por un manto blanco y luce, una vez más, su
vestido de novia.
—
He bajado al galope en cuanto que me lo ha dicho la tía Benita. No me
lo esperaba tan pronto. Como anoche no dijiste nada... Y el Alberto se
habrá ido a la feria de Valdehaleña a comprar la vaca. ¡Claro..., no
sabrá nada; si no... de qué morena se va él de casa estando tú de
parto!
—
¡Claro que no sabe nada! Si cuando él se ha levantado yo aún
no había roto aguas ni tenía ninguna molestia. Si no creía que esto
iba a llegar tan pronto. Si estaba preparando el desayuno para la
Beatriz y... ¡zaaas! que ni siquiera me ha dado tiempo a acabar de
arreglar a la niña. Por ahí debe de andar la pobre con una coleta
hecha y la otra sin hacer. Mire usted a ver si ha bajado ya la Encarnita
y que termine de dar el almuerzo a la chica.
La
planta baja de la casa es un bullidero de gente. La tía Benita atiza la lumbre
para que el agua no deje de hervir. Encarnita, su hija, aparece en la cocina con
un brazado de rajas de enebro. La abuela Clotilde da órdenes a diestra y
siniestra intentando dominar la situación, pero aquello continúa siendo un
caos. Micaela, la Mandria, tira de la manga del gabán de don Mateo, el médico,
obligándole a apresurar su ya de por sí ligero paso. Elena, la Temprana,
revuelve todos los cajones de la casa buscando desesperadamente la ropa del bebé.
El abuelo Pablo, sentado en un taburete al lado del fuego, coloca a Beatriz
sobre sus rodillas y comienza a relatar historias para distraer a la chiquilla.
—
¡Mira que el Alberto..., haberse ido precisamente hoy a la feria...! ¡Claro,
que nadie se podía imaginar que...! ¡Vaya sorpresa que se va a encontrar
cuando vuelva a casa esta noche!
—
Mire, tio Pablo, así matará dos pájaros de un tiro: traerá una vaca joven
y encontrará aquí un hijo nuevo.
Pablo,
el abuelo, se siente nervioso y desazonado. Hasta le tiemblan las posaderas.
Espera su primer nieto varón. Está seguro —y Alberto también— de que esta
vez será un chico. Y, además, se llamará Pablo, como él.
—
Beatriz, ¿quieres que te enseñe un juego?
—
Yo quiero subir a ver a mi mama, abuelo.
—
Bueno, cuando llegue la cigüeña. No podemos subir hasta que nos haya traído
a tu hermanito. Si nos ve ahora, se puede espantar y se llevará el niño para
dejarlo en otra casa.
—
¿Y lo puede dejar en casa de la señora Crispina?
—
Bueno..., no; yo creo que no. La señora Crispina es ya muy vieja.
—
¿Es que la cigüeña no trae niños a las señoras viejas?
—
De vez en cuando, pero sólo si se equivoca. Mira, el año pasado venía con
una niña para la Claudia, pero cuando llegó a su casa se encontró con que
ella había tapado la chimenea porque hacía mucho frío, y, claro, resulta
que la cigüeña no pudo entrar. Entonces..., voló hasta el tejado de al lado
y se metió por la tronera de la casa de la tia Hipólita —que ya es muy
vieja— y dejó la criatura en su cama. ¡Ya ves... son cosas que pueden
pasar!
—
¿Por qué la dejó en casa de la tia Hipólita? La podía haber llevado a
casa de la abuela. Tu casa está más cerca.
—
¡Sólo hubiera faltado eso, hija! ¡A la vejez, viruelas! Bueno, que había
dicho que iba a enseñarte un juego, ¿no?
—
Sí, abuelo ¡venga, vamos a jugar! Tú eras el macho, el Morito. Y yo era el
abuelo Pablo y...
—
No, no, mira... Cogemos tres alubias cada uno. ¿Lo ves? Así, muy bien. Ahora
tú te guardas las que te parezca: una, dos o tres; o ninguna..., y cierras la
mano. Luego, me dices: "al embruño, al embruño". Y yo te respondo:
"abre ese puño". Entonces tú preguntas: "¿con cuántos
cuberos?". Y ahora yo te contesto: "con tres". Bueno, verás,
tienes que abrir la mano y, si he acertado cuántas alubias tienes, entonces
he ganado yo. ¿Te gusta?
—
Sí, ¿empiezas tú?
—
Al embruño, al embruño.
—
Abre ese puño.
—
¿Con cuántos cuberos?
—
Con..., con..., con dos.
—
No, mira, has fallado, porque no
tenía ninguna alubia.. Ahora te toca a ti.
—
Al embruño... ¡Abuelo, quiero ir a ver a mi mama!
—
Espera un poco, que voy a ver si... Tú quédate aquí quietecita, porque si
te ve la cigüeña, dirá: "aquí ya tienen una niña"; y se irá a
otra casa.

gatos
en la nieve (diciembre 2004)
El
abuelo Pablo salió al portal. Las mujeres seguían con su trajín y topaban
unas con otras en su deambular por la casa. Tubi, el perro,
dormitaba enroscado enfrente del cuarto de la harina. De tanto en tanto,
levantaba la pata para espantar una mosca inexistente. Encarnita derramó una
palangana de agua y puso a la tía Benita como una sopa. El abuelo sacó la
cabeza por el ventano y una ráfaga de aire helado le cortó el aliento. Seguía
nevando. Cerró la puerta y, al pasar por el pie de la escalera, gritó el santo
y seña.
—
¿Sueeelto mi gavilán, a la una...?
—
¡No, no; todavía. no! respondieron varias voces desde el piso de
arriba.
Pablo
volvió a la cocina. Beatriz tiraba de la cola al gato y reía viendo cómo éste
erizaba el lomo y levantaba las orejas.
—
¡Demonio de chica! ¡Suelta ese gato, que te va a arañar! ¡Venga, vamos a
jugar otra vez!
—
¿A qué jugamos ahora, abuelo?
—
A veo-veo. Empiezas tú.
—
Veo-veo.
—
¿Qué ves?
—
Una cosita.
—
¿Con qué letrita?
—
Con..., con... Es una cosita que empieza por la letra "p".
—
Puchero.
—
Frío, frío.
—
Pues... plato.
—
¡Caliente, caliente, abuelo! Te vas a quemar. Pero, abuelo, yo no
quiero jugar más. Yo quiero ir a ver a mi hermanito.
—
¡Jolín con la chica! ¡Pero si tu hermano no ha llegado todavía!
—
Abuelo, ¿tardará mucho en venir la cigüeña?
—
No sé. Yo creo que estará volando ya por el Bardil.
—
¿Y por dónde entrará? ¿Está abierta la tronera?
—
No hace falta que la abramos. Yo me huelo que esta vez no irá por los
tejados.
—
Entonces... ¿entrará por la chimenea? Abuelo, si entra por aquí, se
quemará. ¿Por qué no apagamos la lumbre?
—
No, no, Beatriz, que hace mucho frío. Y, además, yo creo que la cigüeña
va a entrar por la ventana de la habitación de tu madre.
—
¡Ay, abuelo, por allí no puede entrar!
—
¿Por qué, hija?
—
Porque esa ventana tiene alambrera. ¿No te acuerdas que la puso mi
papa el otro día para que no se metieran los gatos.
—
¡Mecachis en la mar; pues es verdad! ¡Ahora sí que la hemos amolado!
¡Menos mal que tú te has dado cuenta, que si no..., nos quedamos sin niño!
—
Abuelo, ¿por qué no me dejas subir a la habitación?
—
¡Moler con la chica! Espera un poco más, mujer, que hay que tener
paciencia. Yo creo que la cigüeña ya debe andar rondando por la Fuente
Grande.
Pablo
abandonó de nuevo la cocina. Se oía la risa nerviosa de don Mateo y la voz
queda de la abuela Clotilde. Las amigas de Eugenia seguían trasteando por la
casa. Enriqueta, la Malasangre, relataba historietas sentada en el primer peldaño
de la escalera. Juana, la del tio Pimentonero, rebuznaba con inigualable maestría
imitando al burro del tio Anguarinas. El abuelo gritó el santo y seña por
segunda vez.
—
¿Sueeelto mi gavilán, a las dos?
—
¡No, todavía no; espera un rato, que ya falta poco!, contestó la
abuela desde el piso de arriba.
El
abuelo Pablo se estaba impacientando; la criatura tardaba en salir. La tía
Benita bajaba de tanto en tanto e informaba a la concurrencia sobre el
desarrollo de los acontecimientos. Don Mateo aseguraba que todo iba a las mil
maravillas; que ni Eugenia ni el niño corrían peligro alguno; que no había
motivos para inquietarse. La abuela pidió que subieran más agua caliente.
Juana cesó de rebuznar y recogió presurosa el balde que alargaba la tía
Benita desde el rellano de la escalera. Pablo ya no sabía qué inventar para
entretener a su nieta.
—
Ya está todo arreglado. Dice la abuela que han quitado la alambrera de la
ventana y que llegará la cigüeña de un momento a otro. Ahora debe estar
volando por Las Peñuelas.
—
¿Podemos salir a decirle que deje el niño en nuestra casa? A ver si se va a
equivocar.
—
No, no podemos ir a la calle. Fíjate cómo nieva; caen unos copos como puños.
—
¿Y... se mojará el niño? ¿Vendrá todo nevadito?
—
No lo creo.
La cigüeña es muy lista. Lo habrá puesto en un capazo bien cerrado y lo
traerá colgado del pico.
—
Abuelo, a lo
mejor esta cigüeña no se sabe el camino. ¡Anda que si se confunde y se mete
por la ventana de la señora Micaela...!
—
No te preocupes, mujer. Ya te digo que las cigüeñas son muy listas.
—
¿Las cigüeñas van a la escuela?
—
No creo. Aunque... ¿quién sabe...?
—
¡Abuelo, abuelo...! ¿No lo oyes? ¡Ya llora el niño!
—
Es verdad. Estate quietecita aquí, que ahora mismito vuelvo.
—
Yo quiero subir ya.
—
¡Jolín con la chica! Espérate, que vuelvo en un periquete.
Don
Mateo bajaba del dormitorio con las mangas de la camisa arremangadas y el rostro
sudoroso. Una sonrisa de triunfo iluminaba sus ojos. Todo había concluido. En
casa de los Campos había una boca más que alimentar y los tiempos no eran
buenos, pero... ¡ya se las arreglarían!; ni el Alberto ni la Eugenia eran
mancos. ¡Vaya chasco que se iba a llevar el Alberto cuando regresara de la
feria!. Él confiaba en que fuera un niño. El abuelo amarraba a Beatriz con sus
fuertes brazos, pero a duras penas conseguía sujetar a la chiquilla. Sin
esperar el permiso de la abuela Clotilde, cargó a la niña sobre sus espaldas
y, ya en la puerta de la habitación, voceó:

cestos
de vendimiar nevados (diciembre 2004)
—
¿Sueeelto mi gavilán, a las tres...? ¡Allá va...!
Beatriz
corrió a abrazar a su madre. Gateó por los barrotes y se subió a la cama.
Levantó un poco el embozo y sólo consiguió ver un pequeño bulto de blancas
mantillas.
—
¡Mama, mama! ¿Dónde está nuestro niño?
—
Bueno, es una niña. Ha dicho la cigüeña que nos quedemos esta niña para
que juegue contigo. Y ten cuidado; no grites, que está dormidita.
—
¡Ahí va..., qué pequeñaja! si parece un conejo. ¡Abuelo, abuelo, corre,
llama a la cigüeña para que nos traiga otra niña, porque ésta es muy fea!
Todos
rieron la ocurrencia de Beatriz. La pequeña no mentía. Aquella niña que
acababa de nacer era muy esmirriada. Abultaba menos que un comino y tenía la
cara arrugada.
—
¡Vamos que también...! ¡Me cago en la chica del demonio! ¡Vaya ocurrencias
que tiene!
—
Sí, la chica, la chica...; lo peor será cuando se entere el Alberto. ¡Como
estaba tan creído de que sería un niño...! ¡Cualquiera le dice ahora que
tiene otra hija!
—
Bueno, ya se acostumbrará. ¡Qué otro remedio le queda! A lo hecho, pecho.
¡No vamos a tirar la criatura al barranco Supeña! Estas cosas salen como
salen, y no admiten ni cambios ni reclamaciones.
—
Digo yo que sería mejor no decirle nada al Alberto cuando llegue. Que suba a
la habitación y se encuentre con que es una chica.
—
¡No es mala idea!
Alberto
regresó de Valdealheña al anochecer. Había comprado una hermosa vaca.
Volvía satisfecho. Movió el cencerro que pendía del cuello del animal
para que la familia saliera a su encuentro y admirara su valiosa
adquisición. Esperó breves segundos e hizo sonar el badajo de nuevo.
Nada; no aparecía nadie. Estalló un coro de risas juveniles. Debía de
haber juerga en casa. Seguro que la Juana y la Micaela estaban haciendo
el burro como de costumbre. Ya se sabía, en cuanto que aparecían ellas
por el cocedero, armaban la marimorena y no dejaban títere con cabeza.
¡Menudas eran!. Alberto, cansado de hacer sonar el cencerro de la vaca,
se decidió a entrar.
—
Buenas tardes. ¿Qué alboroto es éste? ¡Vaya jarcia de gente que hay
hoy aquí! ¿Dónde está la Eugenia?
—
En la cama. Sube, sube, que debe de estar dando de mamar a la criatura.
—
¡Pero... si no estaba de parto!
—
¡Pues ha parido!
—
¡Vaya, y yo fuera de casa! ¡Para un día que se me ocurre salir...!
Beatriz
se abrazó a las piernas de su padre impidiéndole echar el paso. Alberto cogió
a la chiquilla en brazos y pidió al abuelo que cuidara de la vaca. Al poner el
pie en el primero de los escalones que conducían al piso superior, Beatriz, con
una risita malévola, le susurró al oído:
—
¡Sí, sí..., Pablito, Pablito; una Pablita es lo que nos ha dejado la
cigüeña! ¡Ay, papa, tenemos una niña más pequeñaja que un garbanzo y muy
fea!
—
¡Me cago en el trasto de la chica! ¡Mira que...! ¡Y nosotras que no
queríamos que te enterases de que había sido niña hasta que la vieras...!
¡Mira la granuja ésta que pronto ha abierto el pico!
Alberto
se encorvó un poco para contemplar a su nuevo vástago, y una lágrima de emoción
contenida asomó a sus pupilas. Zahara Campos era una cosa insignificante y feúcha,
pero era su segunda hija.
[ Arriba ]
|