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VI. UNA INMENSA TORTILLA DE HUEVOS

 

nidal (2004)

 


 

La vida en Carralval sigue su curso. Ha llegado la Navidad con paso sigiloso. Los días son cortos y las noches se dilatan medrosas, calladas. El reloj del Castillo no marca las horas; hace años que lanzó al viento sus últimos suspiros. El Calagaña, cubierto de nieve, se encierra en su mutismo. Las liebres excavan sus madrigueras en el monte. Los mozos tienen previsto salir de caza con sus galgos la próxima semana. El río Almízares viene crecido como consecuencia del continuo deshielo. Las gallinas cacarean aculadas en los nidales. Los gorriones buscan guarida en cuadras y pajares. Los chicos reparan sus viejos tiragomas para matar pájaros. Anoche cantó la lechuza; barruntaba muerte.

Alberto, se oye tocar a clamores.

 Sí, dicen que se ha muerto el tio Machaquito.

 Claro, por eso ha cantado esta noche la lechuza. ¡Madre qué miedo me daba!

 Yo no he oído nada.

 Tú, ¿qué vas a oír? si duermes como un lirón.

 Pues sí, esta noche he dormido a pierna suelta.

 Tú no habrás oído nada, pero la lechuza se ha pasado toda la santa noche cantando hacia el arrén del Apolonio.

 ¡Qué le vamos a hacer!, unos nacen y otros se mueren. ¡A ver... como que es ley de vida!

 Pero el tio Machaquito, el pobre, ni siquiera ha estado malo.

  Dicen que si le dio una patada el macho el otro día; que si... Que, por lo visto, estaba unciendo la yunta y, de repente los machos vieron algo y se espantaron. Y el uno —que debe de ser más falso que Judas— le arreó una coz en el costado. Por lo que han dicho, ha quedado con el hígado medio deshecho. Don Mateo ya sabía que no tenía remedio.

 ¡También es mala suerte! Era un buen hombre; nunca había hecho mal a nadie. ¡Y mira que morir de una coz de caballería...! ¡Vaya, pues yo no podré ir ni siquiera al entierro! Como estoy todavía en cuarentena; como todavía no he salido a misa... Pues ya lo siento, ya. Le diré a tu madre que lleve las luces para la sepultura y que dé dos reales a la Evarista para los responsos. ¡Si no fuera porque aún no puedo salir de casa...! Pásate tú a dar el pésame.

La minúscula Zahara Campos sigue malcriándose. Aquella criatura apenas medra. El médico, don Mateo, dice que está sana y fuerte como un roble, pero que es de la condición del tordo: la cara flaca y el culo gordo. ¡Es una cosa tan pequeña y tan frágil!

Hoy es el día de los Santos Inocentes. Seguro que Micaela, la Mandria, prepara alguna ocurrencia bien urdida. Las bromas y alborotos de Micaela han marcado época en Carralval. Ella no necesita esa libertad que emana del veintiocho de diciembre. La Mandria es el terror de la aldea; inventa nuevas felonías cada amanecer. El cartero, el Hermenegildo, reparte la escasa correspondencia destinada a aquellos campesinos.

 ¡Hola, Leonor!, aquí te traigo carta de tu Sixto.

 Vaya, pues muchas gracias, Menegildo.

 Toma, firma aquí en este libro. Es que la carta viene certificada.

 Serán unos papeles que pidió el Marcelo al chico el mes pasado; si no..., ¡a buenas horas se gasta ése los cuartos en sellos!

 Hala, a pasar buen día y felices Navidades.

 Lo mismo te digo, Menegildo, Pero... ¡calla, hijo, si no te he preguntado si te tengo que dar algo! Como una no está acostumbrada a recibir cartas tificadas o como se diga...

 Sí, como dice el refrán: a quien no está acostumbrado a bragas, las costuras le hacen llagas.

 Tú, tan bromista como siempre. ¡Eso, eso, que no nos falte el buen humor y las buenas ganas de comer y de trabajar! Y ahora, Menegildo, déjate de chanzas y dime lo que tengo que darte.

 La voluntad. Y... si no tienes nada a mano, déjalo, que otra vez será.

 No, no, aguarda un instante. Toma, para que te eches una copa de anís al coleto y entres en calor, que hoy está el día muy criminal.

 Gracias, Leonor, que Dios te lo pague. Pero... ¿cómo es que no has bajado al Empalme a coger huevos?

 De raza le viene al galgo. Tú, como tu padre —que en gloria esté— siempre bromeando. No cambiarás hasta el día en que te echen al hoyo.

 Pero... ¿no te has enterado, mujer de Dios? Pues los del Barrio de Abajo ya deben estar de vuelta. He visto que bajaban con cazuelas hace rato. Y algunos bien agudos que andaban; hasta iban en bicicleta para llegar los primeros.

 ¿Y qué dices que es eso de los huevos?

 Pues que ha volcado un camión lleno de huevos en el Empalme. Algunos se han roto y estén espachurrados por la carretera, pero otros aún se pueden aprovechar.

 A mí no me vendrían nada mal un par de docenas, que estas condenadas de mis gallinas se están pelando y tengo los nidales vacíos. Ahora mismo cojo el capazo y me voy para abajo yo también.

Pues no te entretengas, que ya te digo que bajaban algunos ya va para rato a todo meter.

Los primeros inocentes ya estaban de regreso a la aldea. La broma había tenido gracia. Había estado chusca. Micaela, que era doctora en inocentadas, también picó. ¡A ver... y quién no! Más de cuatro mozalbetes se habían relamido pensando en  la inmensa tortilla de huevos que soñaban poder engullir a la hora de la cena. De vuelta a Carralval, los jóvenes estrujaban concienzudamente su cacumen ideando nuevas fechorías. El día había comenzado con ráfagas de buen humor; no debían malhadarlo. Al menos por ellos que no quedase.

El abuelo Pablo se hallaba entre los inocentes. También él había bajado hasta el Empalme con un cunacho bajo el brazo. No se lo creyó —¡a él se la iban a dar!— pero siguió la broma. Ahora, en el cocedero, mientras Alberto saca las hogazas del horno, se cuentan las anécdotas de tan inusitado paseo.

 

carro nevado (diciembre 2004)

 

¡Anda que el Landelino...! ¡Mira qué agudo ha sacado la bicicleta para llegar el primero! ¡Y que pedaleaba la cuesta abajo como un descosido! Yo pensaba que se esmorritaba.

 No, si ése..., si llega a ser verdad, se pega un atracón de huevos que revienta.

 Y la Narcisa... ¡Vaya ocurrencia que ha tenido de mandar al chico con el macho y las aguaderas! Y el pobre Agustinillo, pues que ha aparejado al animal y... ¡hala, para abajo!

 Pues a ti, Micaela, también te ha estado buena. Y eso que eres tú quien más marros y zafarranchos arma por todo el pueblo.

 ¡Lo decía tan serio el Hermenegildo...! Nada, que me lo he creído; que he picado como una bendita. Ahora que..., cuando nos ha alcanzado usted, tio Pablo, y he visto que bajaba riéndose y con un cunacho de los de sacar la basura..., me ha dado mala espina y he barruntado que iba de pega. Me he dicho para mí: me parece que nos la ha dado bien ese calavera del Hermenegildo.

 Pues no has dicho ni pío. Y bien que corrías para que no te tomara nadie la delantera.

Pablo, el abuelo, ríe las bromas de toda aquella juventud allí concentrada. Incluso contribuye a planear nuevos golpes. Arrima un nochebuenero al fuego y comenta que, puesto que se han pegado un hartazgo de huevos ya de buena mañana, no tiene importancia el que se queme más leña de la necesaria. Eugenia da de mamar a Zahara. Suenan unos golpes secos sobre el ventano de la puerta.

Suba usted a ver, tio Pablo, que será alguien que viene con ganas de continuar la juerga.

Micaela se ha equivocado. Un “buenos días nos dé Dios” seco y la visión de una figura con negra sotana, revelaron al abuelo que quien llamaba a la puerta era el párroco.

 Eugenia, sube, que es don Teógenes que viene a cobrar la iguala.

Dos monaguillos, con la nariz roja y los mocos colgando, ayudan al cura en su tarea de cobrar la iguala. Un borriquillo viejo y aterido mueve sus orejas con impaciencia esperando recibir sobre sus lomos los celemines de trigo.

Buenos días, don Teógenes. ¿Que se le debe este año?

 Lo de siempre. Vosotros, como pagáis en dinero..., pues son veinticinco pesetas.

 Aguarde usted un segundo, que voy a buscar el monedero.

El abuelo se ha vuelto a sentar junto al fuego y coloca el nochebuenero en posición correcta.

 Menos mal que se me ha ocurrido mirar por la cerradura antes de abrir la puerta. Si no, hubiera sido capaz de pegar un buen chasco a don Teógenes.

Eugenia entra en el comedor. Rebusca en el trinchero. Allí no hay dinero suficiente. Tendrá que mirar a ver si el Alberto ha dejado algo por las mesillas.

 Aquí tiene usted, don Teógenes, y que lo disfrute usted con salud.

 Gracias, Eugenia, y que todos lo veamos. ¿Cómo está la criatura?

 No se cría muy bien. Como yo me puse mala mientras estaba en cinta...

 Bueno, bueno, pues que se haga una buena moza y que podamos verla casada. Ah, y no te olvides de que has de salir a misa.

Ya lo tengo presente, don Teógenes; no crea que se me olvida. A ver si alza un poco el tiempo, que con estas nevadas y la chica tan pequeña... Además, estoy todavía en la cuarentena.

 Pues, ¿cuándo nació la chica?

 Hoy ha hecho dieciocho días.

Entonces, no te toca salir a misa todavía. No sé por qué, pero me había hecho la idea de que hacía tiempo que habías dado a luz. Bueno, de todas las maneras, ya me avisarás cuando quieras salir a misa, y lo mismo te digo para el bautizo.

Don Teógenes continúa su ruta. Las alforjas rebosan granos de trigo. Habrá que dar la vuelta y descargar. El burro va que no puede ni con su sombra. Duele el frío en las amoratadas manos de los monaguillos. Les saldrán sabañones. El abuelo Alberto sienta a su nieta Beatriz sobre sus huesudas rodillas. La niña juega con su boina. Las jóvenes cuentan historietas sobre los supuestos deslices del cura.

 Anda que don Teógenes... ¡vaya un día que ha ido a elegir para salir a cobrar la iguala!

 Para cobrar, nunca es mal día.

 Yo lo digo porque con el frío que hace y con los sacos y las alforjas de trigo a cuestas...

 El trigo lo lleva el burro, mujer. Y en cuanto al frío... ¿sabéis que se dice por ahí que don Teógenes se entiende con doña Tecla, la maestra de Abradillo?

 ¡Calla la boca!, que, como te oiga, es muy capaz de no querer casarte. Sí, sí, tú ríete y haz bromas con el cura que, por menos de un pimiento, te manda la boda al cuerno.

¡Que se le ocurra! Aunque ya podría pasar, porque don Teógenes es muy camoto, tiene la calamorra más dura que las piedras del Castillo. Ahora que yo tampoco me quedo atrás. ¡Menudas coces que le suelto de vez en cuando!. Ya me ha cantado las cuarenta en bastos más de cuatro veces, pero yo no me callo. ¿Quién se habrá creído que es él?. Pues llegó a este pueblo con alpargatas de cáñamo y una cara de hambre que no se lamía.

 Sí, pero mira como va medrando.

 ¡Claro, como que acabará vendiendo hasta la Virgen del Vallejo y todos los santos!

 No le estaría mal empleado que le hicieran hoy alguna perrería.

 Podemos meter al burro una guindilla por el culo.

 ¡Qué cacho de animal que llegas a ser! ¡Mira que ocurrencia la tuya! Si nos pilla, nos arrea una somanta de palos que nos deja eslomadas para toda nuestra vida.

 Pues yo no me quedo sin hacer algún marro a don Teógenes.

 ¿Por qué no hacemos un pericopajas y se lo metemos en la cama?

 ¡Jolín, cualquiera se atreve...!

 Vosotras diréis lo que queráis, pero podíamos gastarle una buena broma al señor cura.

 ¡No le estaría mal empleado! Porque... él comiéndose los pichones del palomar de la iglesia cuando le da la realísima gana, y nosotras a la cama sin cenar o con unas sopas de ajo sopladas o unas patatas viudas.

 

nevada (diciembre 2004)

 

Las judías pintas hierven en un puchero de barro. Eugenia añade un poco de agua para que no se socarren. Enriqueta tiene novio formal. Leonardo. El Marrarás, el novio de la Enriqueta, hace cuatro meses que entra por casa de los Malasangre. Ya tienen todo preparado para la boda. Se casarán en cuanto que levanta un poco el tiempo; allá para primeros de mayo. Leonardo ha conseguido entrar en el reparto de los quiñones. Le ha correspondido un pedazo de tierra de regadío en el Abadejo y cuatro palmos más en la Vega. Plantará alubias y patatas. Con eso, media docena de gallinas y un cochino... ¡Claro, que no para vivir como un maharajá, pero...! Con lo que tienen pueden tirar adelante él y la Enriqueta tan ricamente. Leonardo pega una patada a la puerta del cocedero y entra con la cara descompuesta.

 ¿Dónde vas, haragán? ¡Vaya forma de entrar en casa ajena pegando coces a la puerta!

 ¿Qué te pasa, chico? ¡Si pareces un difunto!

 ¡Me cago en el coplero! Enriqueta, ya puedes tirar las cazuelas al río Almízares, que dudo mucho de  nos casemos.

 ¡Chico...! ¿Es que has encontrado otra novia de la noche a la mañana?

¡Ya que abatanasen a todos los curas! ¿Sabéis lo que me ha pasado?

Si tú no lo cuentas...

 Pues..., que lo mismo a don Teógenes —que como sabéis, tiene la mollera más dura que un arado de rejalcar— se le ocurre no quererme casar.

 ¡Algo le habrás hecho tú, ángel bajado del cielo a escobazos!

 Yo... Pues que estaba en la cuadra sacando las moñigas del ganado, cuando, de pronto, oigo que llaman a la puerta. Voy y me digo: será el Eulogio que viene a buscar la yunta para acarrear la leña del monte. ¡Claro, como esta mañana me ha dicho que a lo mejor necesitaba los machos...!

¿Y quién era?

Quien yo menos me podía esperar. Bueno, a lo que íbamos. Pues..., cuando oigo que llaman, y como creía que sería el Eulogio, voy y contesto a voces: adelante con los faroles; pase usted hasta la cuadra, que aquí tiene alfalfa fresca para almorzar.

Pero... ¿se puede saber quién llamaba?

¡Calla, moler! cierra el pico y déjame que acabe de contarlo! Como no entraba nadie, pues yo... a lo mío y pensando que era el berzas del Eulogio que quería seguir la inocentada de los huevos o algo por el estilo. Al rato vuelven a llamar al ventano. Digo: ¿quién va...?; y me responden: el señor cura.

¿Y era don Teógenes?

¡Me cago en la belórdiga!, pues claro que era él; el mismo que viste y calza. Pero la cosa es que a mí no me ha parecido su voz y seguía creído de que sería el Eulogio. Así que voy y contesto: pues pase usted, señor cura que, como yo tengo el pesebre y la mula, si usted hace de vaca, podemos preparar el Nacimiento en un periquete.

¿Y qué te ha dicho él?

Nada, él con la boca cerrada y esperando en la puerta a que yo asomara el morro.

  ¿Y qué has hecho cuando has visto que era el señor cura?

   ¡Me cago hasta en la leche que he mamado! Me he quedado patidifuso. Vamos, que ni siquiera me salían las palabras del cuerpo.

   ¿Y le has pagado la iguala?

  ¡Toma, a ver...! Voy y le digo: perdone usted, don Teógenes, es que yo... estaba esperando al berzas del Eulogio y...

¿Y qué te ha respondido?

Ha cogido los cuatro celemines de trigo y me ha dicho: ¡berzas..., berzas os deberían dar para comer, que sois todos una cuadrilla de mostrencos!.

 ¿Y tú crees que nos regañará cuando vayamos por lo de la boda?

¡Ya lo creo! De eso estoy yo tan seguro como del sol que nos alumbra. ¡Ya verás qué recristo que nos echa en cuanto que aparezcamos por la sacristía para lo de las amonestaciones!

 


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