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X. VELADAS DE MARZO
Alcozar (2004)
En casa del tio Candiles se oyen risas. Hoy sientan a su mesa a un invitado de honor. El tio Remigio, el Candiles, es el pobrero de Carralval. Como tiene pocas tierras y mujer y tres hijos que mantener, aceptó el cargo tan pronto se lo propuso el secretario del ayuntamiento. El está conforme con su cometido y cumple sus obligaciones lo mejor que puede. Al anochecer, ha llegado a la aldea un mendigo con su talego de pan duro al hombro. La tia Benita, la mujer del tio Candiles, ha preparado unas judías pintas con arroz para la cena y se ha prestado para hacer un plato de sopa a aquel peregrino que recorre los pueblos pidiendo limosna. Al tio Candiles no le importa ser el pobrero; a él ¡qué más le da! A cambio de unas cuantas fanegas de trigo que recibe de las arcas municipales, ofrece cobijo en su pajar a todos los mendigos que, en su continuo vagar por Tierras de Pan Llevar, hacen un alto en Carralval para reponer sus menguadas fuerzas. Si él fuera rico... hasta mandaría a la tia Benita preparar una buena cena para aquellos pobres errantes, pero toda su buena voluntad no es suficiente. En su casa también pasan muchas estrecheces. El mendigo toma asiento al lado del fuego y da las gracias a aquellas buenas almas que lo acogen en su casa. Dos de los hijos del tio Candiles, la Encarnita y el Pepe, están deseando acabar su plato de judías para bajar al cocedero a escuchar la radio y a charlar un rato con la gente que se reúne allí cada noche. —¡Buenas nos las dé Dios! —Buenas noches. ¿Cómo es que bajáis tan tarde? —¡Mira...! que ha venido un pobre a pedir limosna y mi madre se ha entretenido y ha hecho la cena un poco tarde. —Pues por aquí ya llevamos un buen rato de juerga. —¿Habéis oído el parte? —Sí, pero no han dado noticias de particular. Acabamos de apagar la radio, porque como el Eulogio está contando cosas de cuando hizo la mili... ¿Queréis cacahuetes? —Ya cogeremos; tú no te preocupes. ¡Pero hala, Pocapena, sigue contando! —No, ahora que os cuente el Leonardo, que se sabe una porción de cuentos picantes. —Digo yo que mejor jugamos a las prendas. —Por mí, como queráis. Pero no empecéis a hacer el animal como la otra noche, que mira la Micaela, ¡menudo catarro que ha agarrado por el caldero de agua que le echó el Leonardo por los cabezones! —¡Ya me las pagará todas juntas! que no os vayáis a creer que lo he echado en olvido. Cualquier día, Marrarás, te tiro a la Fuente Grande. —¡Que se te ocurra! Aunque tú eres muy capaz. Más gordas me las has llegado a hacer. Mira el día que soltasteis el macho tú y la Enriqueta. Pues que me hicisteis ir hasta Carraligos corriendo detrás de él. Ahora que, si os llego a alcanzar, os pego una somanta de palos que os dejo arrenguilladas. Las horas transcurren rápidas ahora que aquel grupo de amigos y vecinos olvida sus quehaceres cotidianos para rememorar tiempos pasados y gastarse bromas mutuamente. Son casi las once de la noche. Mañana tendrán que madrugar y reemprender las mismas labores que hoy abandonaron. El fuego lanza destellos mortecinos. Habrá que añadir más leña. —¿Y decís que ha venido un pobre a pedir limosna? —Ya va para rato. Allí se ha quedado calentándose un poco en la cocina antes de irse a dormir al pajar. —A ver si os prende fuego como hizo aquel que vino el otro día. —Mi padre ya está escarmentado. A éste, lo primero que le ha dicho es que le diera la caja de cerillas si quería entrar en casa. —Y ¿de qué pueblo es? —¡Vete tú a saber! Los pobres de solemnidad no son de ningún sitio y son de todos. No se deben ni acordar del pueblo en que nacieron. Se cogen las alforjas al hombro y... ¡carretera y manta! —Y luego nos quejamos nosotros de que no tenemos nada. —Siempre los hay peores. El que no se conforma es porque no quiere. —¡Ay, chicos, qué juerga que nos hemos pasado con mi padre antes de bajar aquí! —¡Mia tu padre también... siempre está de guasa! —Pero es que esta noche yo creo que iba un poco calamocano. Se ha subido por las bodegas un rato... —Vamos, que ha llegado a casa contentillo, ¿no? —Sí, un poco alegre creo que iba. Va, se sienta en un taurete, se quita las albarcas y empieza a decir que estaban mal hechas; que eran las dos del pie derecho. ¡Ya ves, y hará para tres años que las lleva puestas! ¡A buenas horas iban a ser las dos del mismo pie! —¿Y qué decía tu madre? —Ya sabéis cómo es ella; pues nada, seguirle la corriente. Va y dice: mira, Candiles, yo creo que llevas razón, que son las dos del pie derecho. Pero no te preocupes, chico, que mañana bien temprano cogemos la burra y nos vamos a Valldealheña a comprar unas albarcas nuevas. —¿Y él? —Dale que te pego, venga a afanar con las abarcas. Se las ponía, se las cambiaba de pie... Se las volvía a quitar y vuelta a cambiárselas de pie. Hasta que dice el Pepe: ¿no habrá estado usted por las bodegas, padre? —¿Y qué ha contestado? —Que se había bebido un jarrillo en la bodega del Mameluco. No, si borracho, lo que se dice borracho, no estaba; sólo una miaja alegre. Y luego va el Pepe y le dice: padre, a. ver si sabe usted decir farmacia. Y él: ¡cómo no voy a saber decir eso a mis años!. Mira: fla-man-cia. Y mi hermano, el Pepe: ¡que no, hombre, que no; que se dice: far-ma-cia!. Y luego mi padre: ahora ya verás cómo sí que me sale; se dice: fla-man-cia. Chicos, yo hasta me meaba de risa. Y como a mi madre le da por seguirle la corriente... Hasta el pobre ese que ha venido soltaba buenas carcajadas. Luego lo irá contando por ahí, por otros pueblos. —Anda, Encarnita, coge. —No te molestes, Eugenia; comed vosotros. Ya sabes que a mí no me hacen mucha gracia los cacagüeses. —Pues yo, con ésta... ya va la tercera galfada que me meto para adentro. —Es que tú, Micaela, te pareces a esos monos que traen los titiriteros. Tú eres capaz de comer cacagüeses hasta de la cabeza de un tiñoso. —No lo niego, chica; a mí me gustan muchismo. Me comería unas aguaderas llenas. —Bueno, Leonardo, ¿nos cuentas algún cuento hoy o qué? —Mira a la Enriqueta cómo la gustan los cuentos. ¡No está ella hecha mala prenda! Pues luego te tendrás que ir a confesar, porque los cuentos del Leonardo son muy picantes. En marzo, los días son todavía cortos. Las noches se prestan a largas veladas en las que unas veces se juega a las cartas, otras se escarmenan vellones de lana o se limpian vedijas; y las más se hila. No faltan los ratos en los que conviven en mutua comunión diversión y trabajo. Alberto atiza el fuego. Eugenia dirige sus pasos hacia el piso superior para comprobar si duermen Beatriz y Zahara. No sea que se hayan desarropado y cojan frío. —¿Están dormidas? —Como dos benditas. Allí no llegan los ruidos. La pequeña nos va a salir gaitera; se mama el dedo gordo como una descosida. —Mira, así tendremos música, porque desde que el tio Dulzainas se ha hecho viejo... —¿Os acordáis de los bailes que nos echábamos por las Navidades? —¡Qué hacer no acordarnos! Anda que una vez menuda tunda que me arreó el Prudencio, el Girulo, porque no quería bailar con el Leonardo. ¿Te acuerdas tú, Leonardo? El Prudencio, el Girulo, fue elegido zarragón hace años. Al llegar las Navidades, los mozos celebraban su acostumbrada reunión y designaban como zarragón a uno de los jóvenes más fuertes y atrevidos. El zarragón era una especie de rey de los mozos. Todos le debían obediencia absoluta mientras duraba su mandato. Entre otros cometidos, tenía el de reclutar a toda la juventud para que acudiera al baile. Cuando una moza se negaba a bailar con determinado chico, éste podía recurrir al zarragón en demanda de ayuda. Si el zarragón estimaba que las calabazas no eran justas, se dirigía a la joven pidiéndole explicaciones. Los motivos de la negativa solían ser con frecuencia el que el aspirante a bailador daba muchos pisotones. De cualquier modo, si las razones expuestas no eran suficientemente convincentes, a la joven sólo le quedaban dos alternativas: o bailar con el muchacho desdeñado, o recibir cuatro zurriagazos y coger las de Villadiego. El zarragón vestía un uniforme similar al de los infantes de caballería. En su mano derecha nunca faltaba el zurriago con el que azotar a las mozas ariscas e intentar poner orden entre los muchachos que se desmandaban. —Algún que otro zurriagazo nos pegó el boceras del Girulo. —Sí, pero bien que nos lo pasábamos. Y tú no digas, porque no te perdías ni un solo baile. —¿Y os acordáis cuando el Emeterio, el Hojalata, fue a meter la mona en casa de la Brígida, la Guarina? Yo creo que fue en esas mismas Navidades en las que fue zarragón el Prudencio. —Anda, que buena le estuvo al Hojalata. Le devolvieron la mona cagando demonios. —Claro, como no tenía hacienda el pobre... —Pues yo creo que sí que llegó a festejar con la Guarina. —Sí, pero se ve que no había entrado por casa ni nada. Vamos, que no debía de ir la cosa muy en serio. —Además el tio Guarino estaba empeñado en buscar un yerno rico. Como la Brígida era hija única... —Pues ellos tampoco tenían muchas tierras que se diga. —Sí, mujer, sí. No son de los más pudientes del pueblo, pero tierras no les faltaban. La Brígida era un buen partido; tenía buena herencia.
Gatera (2004)
La petición de mano en Carralval tuvo sus notas pintorescas. Un estrecho orificio, horadado en el extremo inferior derecho de las puertas, permite la entrada y salida de los gatos de las viviendas. Estos agujeros reciben el nombre de gateras. Cuando un joven deseaba pedir la mano de alguna aldeana, se dirigía a la casa de ésta por la noche y con sigilo introducía un garrote —denominado mona— por la gatera. Debía procurar que ningún lugareño se percatara de sus intenciones, pues, de resultar desdeñado por la familia de su amada, valía más que el fracaso se mantuviera en secreto. El mozo se escondía tras algún parapeto y esperaba la respuesta con ansiedad. Si trascurridos breves minutos no sucedía nada, el novio podía dormir tranquilo y presentarse con sus padres algunos días después a solicitar la mano de la joven y señalar la fecha de la boda. Si, por el contrario, la mona volvía a salir hacia la calle por el mismo orificio que había entrado, el infortunado sabía que debía desistir en su empeño y comenzar a cortejar a otra chica. —Es que el Emeterio es pastor. —Pues luego, mira que pronto que se echó otra novia y se casó. —Sí, pero con la Daría, que es una muerta de hambre como él. —Además que el Emeterio pegó el braguetazo y la Daría salió con barriga al poco tiempo. Y se casaron, claro, a ver qué otro remedio les quedaba. —Pues ahora no viven tan mal. De comer, por lo menos, no les falta. —Es que ahora los pastores viven mejor que los amos. —Tampoco es para tanto, hombre. —¡Mia no! Pues bien gordos y lustrosos que están todos. Mira todos los chicos del Hojalata que bien que se crían. Se supone que el meter la mona, preludio de cualquier petición de mano en tiempos pasados, nació como consecuencia directa de las relaciones de parentesco que unen a casi todos los habitantes de Carralval. De este modo se procuraba evitar el enfrentamiento directo entre dos familias que, por lo general, se hallaban emparentadas en mayor o menor grado. El secreto siempre fue desvelado. Al día siguiente todos los carralvalenses comentaban el evento ya hubiera resultado un éxito o un fracaso. En las pequeñas aldeas no existe la intimidad. Pero con ello se evitaba la discusión cara a cara y los padres de ambos novios sabían a qué atenerse antes de dar un paso desafortunado. Ante una negativa, se procuraba actuar como si nada hubiera ocurrido; los padres hacían oídos sordos a los comentarios que corrían de boca en boca desde el lavadero hasta la Plaza. Todo lo más que podía suceder era que la familia del joven desdeñado se enemistase con la de su pretendida a la chita callando, es decir, negando el saludo desde aquel momento en adelante y en tanto que el paso del tiempo no acabase por borrar aquella muda rencilla. El día señalado para la petición formal —siempre y cuando la mona hubiera sido aceptada— los padres del mozo conocían a ciencia cierta que su hijo había sido reconocido como un buen pretendiente y que, por lo tanto, no se exponían a ser el hazmerreír de toda la aldea.
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