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IX. EN EL PAÍS DE LOS MANDOBLES

 

Alcozar visto desde el campanario de la iglesia (2004)


 

Hace rato que han vuelto los rebaños. Una caterva de escolares juega al escondite en la calle Real. La luna llena alumbra los rincones de Carralval faltos de farolas. Las madres fríen los chicharros para la cena. Los hombres suben a la bodega a buscar vino con sus espaldas doloridas de adorar el surco durante largas horas.

—¿Qué hay, Prudencio, a la bodega?

—A bajar vino para la cena.

—¿Qué tal vino tenéis este año?

—¡Sólo así, así! A los que lo hicimos en el lagar Grande se nos está agriando.

—Pues dicen que a los que lo hicieron en el de la tia Micaeleja también.

—¡Mientras no se nos vuelva vinagre...!

Es la hora del rosario. Los chicos, con la nariz roja y soplándose las uñas, emprenden desenfrenada carrera hacia la iglesia. Si llegan tarde, don Teógenes les curtirá la badana. Dos monaguillo suben al campanario a tocar la tercera señal. La campana llama a la oración, pero no acudirán más que los escolares y tres o cuatro beatas. Los hombres están exhaustos de doblegarse ante el arado. Las mujeres ponen por excusa sus quehaceres domésticos. Sólo los niños y los ado­lescentes acatan, por miedo al castigo, los deberes religiosos impuestos por sacerdotes siempre forasteros. Los curas se empeñan en erradicar el tipo de religiosidad heredado en Carralval de genera­ción en generación. Una religiosidad rica en procesiones, supersticiones, fiestas y rituales paganos; hecha a la medida del labriego y del pastor. Los párrocos luchan con denuedo por modelar las mentes infantiles. Mas... cuanto mayor ardor ponen en su propósito, tanto mayor es la hostilidad con que se reciben sus desvelos. Y en esa batalla a brazo partido los niños siempre llevan las de perder. El cura descarga sobre sus espaldas todos los golpes que desearía propi­nar a aquellos rudos campesinos ya crecidos; a esos hombres que no aparecen por la iglesia y a esos mozos a quienes ha visto más de una vez atraer a alguna chica hacia el pajar.

Don Teógenes, con cara de pocos amigos y arrodillado en su reclinatorio frente al altar, vuelve la cabeza cuando se oyen pasos y piensa para sí:

—Parecen una bandada de abantos; entran en la iglesia igual que si fueran caballerías. ¡Mañana arreglaré yo el pelo a toda esta jarcia de sinvergüenzas!

Las tres beatas del pueblo y la tía del señor cura, con un recogimiento más aparente que real y fuera de lugar en una aldea donde la devoción brilla por su ausencia y todo el mundo reza sin saber siquiera lo que dice, bisbisean oraciones al tiempo que pasan las cuentas del rosario. El párroco hace el recuento. Aún faltan diez o doce escolares. Los puestos a ocupar dentro de la iglesia son fijos. Es fácil controlar la asistencia. Don Teógenes no necesita anotar los nombres en libreta alguna. Va a comenzar el rosario. Hoy no han aparecido ni el Felipe ni el Benito, los Tempranillos. Tampoco hace acto de presencia la Rosario, la Hojalata.

—¡No hay quien pueda con ellos! !El día que no faltan cuatro, faltan seis! !Ya les cantaré yo las cuarenta en bastos! ¡Ya nos veremos las caras mañana en el catecismo!

Moisés, el Candonguillo, se desliza entre los bancos como una exhalación. Pero su vuelo no ha sido tan rápido como para poder evitar el mandoble con viaje de ida y vuelta que le propina don Teógenes. El cura ha adquirido singular maestría en el arte de repartir cachetes, soplamocos, reveses, mojicones y tabanazos. El chico se rasca la oreja izquierda en un intento de aplacar el dolor. Don Teógenes nunca mide sus fuerzas cuando levanta la mano.

—Santo rosario. Por la señal de la santa cruz, de nuestros enemigos líbranos, Señor...

—Misterios gozosos del santísimo rosario. Primer misterio...

—Padre nuestro, que estás en los cielos...

Hoy es la Pepa, la del Atanasio, la Camuñejas, la encargada de dirigir los rezos. Si se equivoca, recibirá un guantazo y cuatro coscorrones y se vera obligada a soportar por segunda vez las duras penas del examen. El turno es riguroso, alternándose chicos y chicas. La Pepa, la hija del Atanasio y de la Mercedes, las está pasando más moradas que en vendimias. Ha repetido los misterios gozosos sin parar durante toda la tarde, pero teme invertir el orden. Se había preparado para decir el rosario hace seis días, que era cuando se suponía que le tocaría el turno a ella; y se sabía los misterios dolorosos de carrerilla. Pero el brozas del Moisés, el Candonguillo, no es capaz de aprenderse la letanía de memoria y ha estado dirigiendo el rosario hasta que don Teógenes, cansado de darle pescozones y mandobles, decidió dejar al chico por imposible.

—Dios te salve, María, llena eres de gracia...

—Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros...

Los chiquillos no paran quietos. El Moisés pellizca a su compañero de la derecha. Una de las beatas se ha quedado dormida y cabecea con su rostro oculto por un negro velo. La Pepa está sudando la gota gorda. Aún queda lo peor; ahora viene la temida letanía.

—Estrella matutina.

—Ruega por nosotros.

—Estrella vespertina.

—Ruega por nosotros.

—Puerta del cielo.

—Ruega por nosotros.

El rosario en Carralval se alarga de forma interminable. La Pepa se ha quedado callada. La Camuñejas ha sufrido un lapsus y no recuerda qué santa o qué virgen ha de preceder al ruega por nosotros. Don Teógenes, con voz de disgusto mal disimulado, se presta a hacer las veces de apuntador. La Pepa teme tener que dirigir los rezos de nuevo el día siguiente. Los nervios y la bofetada en perspectiva le están torturando desde hace rato. Pero... ¡que sea lo que Dios quiera!; el caso es que esto acabe cuanto antes.

—Al patriarca San José, para que nos alcance una buena muerte.

—Padre nuestro, que estás en los cielos...

—A San Esteban Protomártir, patrono de Carralval.

—Padre nuestro, que estás en los cielos...

—Por las ánimas benditas del purgatorio en general.

—Padre nuestro, que estás en los cielos

 

detalle del vasar de una cocina (2004)

 

Los escolares han abandonado la iglesia a la estampida. La cena es­pera sobre la mesa. Los cuadernos de los deberes, con el extremo de las hojas rizado a fuerza de escribir y borrar, reposan sobre algún vasar. Los chicos llegarán mañana a la escuela con la Enciclopedia llena de manchas de aceite y permanecerán de rodillas toda la mañana castigados por su descuido. Tal vez se queden encerrados y sin comer, y tendrán que mear por el agujero que han hecho los ratones en la tarima.

—Moisés, ¿has hecho ya las cuentas?

—¡Ay, padre!, es que no me entra en la mollera la tabla de multiplicar.

—¡Con lo grandullón que eres...! No sé lo que va a ser de ti cuando seas mayor. Lo mismo tengo que comprarte un rebaño de ovejas a ver si aprendes a emplear bien el tiempo.

—¡Pero, padre, si es que no me entra!

—A ver, ¿a que no sabes cuántos kilos tiene una arroba?

—Una arroba, pues una arroba... Una arroba tiene...

—¡Pues once kilos y medio, hombre! Si yo hubiera podido ir a la escuela por más tiempo... Pero no te vayas a creer que antes era como ahora. Antes, en cuanto que levantábamos dos palmos del suelo, nos mandaban de borregueros con las ovejas; sólo íbamos a la escuela los días que podíamos. Y mira, con todo y con eso no hay nadie en todo el pueblo que no sepa leer, escribir y las cuatro reglas.

Si yo sí que estudio, padre, pero esto de las cuentas...

Bueno, bueno, vamos a cenar, que ya se encargará el señor maestro de arreglarte a ti las costillas mañana.

 


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