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"Otros relatos de mi vida en Alcozar"
Antonio García Molina (2013)
LA “RECOLECCIÓN” DE LOS ESTORNINOS Los estorninos, esos pájaros grandes y negros que invaden nuestros tejados y que en muchos lugares los llaman tordos, aunque no se trata de la misma ave, anidaban, y seguramente seguirán haciéndolo, con profusión en los tejados de las casas de Alcozar. Aquí con más facilidad que en otros pueblos pues las cubiertas de casi todas las casas no eran de teja doble (con lomeras y canales). Cuando llegaba el mes de junio los hombres del pueblo, un día previamente concertado, registraban tejado por tejado y hacían acopio de todos los pollos de estornino (aunque aún apenas estuviesen recubiertos de plumas), repartiéndoselos al final. Bueno, al menos los comían tiernecitos porque, cuando son adultos, hay que ver lo que hay que guisarlos para que se les pueda hincar el diente… A mí me dejó alguien una carabina de aire comprimido y con ella cazaba algunos estorninos adultos. La señora Juana casi se echaba a temblar cuando los llevaba a casa por este problema.
“LAS UVAS DE LA IRA” El primer septiembre de mi presencia en Alcozar fui semiprotagonista de un hecho para mí harto incomprensible y extraño. Había venido desde Madrid una hija de Fernando Alonso cuyo nombre lamento no recordar, acompañada de una amiga. Nos conocimos a la salida de misa y al domingo siguiente salimos a pasear (tampoco recuerdo si a los tres nos acompañaba alguna o algunas otras personas). Nos dirigimos carretera abajo y después hacia los huertos. Allí las chicas comieron algún grano de uva de unas parras que trepaban por unos árboles o arbustos. No sé si yo las llegué a probar, entre otras cosas porque, acostumbrado a las exquisitas uvas de mesa de mi tierra, algunas de cuyas variedades son de piel finísima, aromáticas y hasta sin piñones, no me atrajeron nunca las uvas de vino, asperotas por el hollejo y llenas de simientes. Bien, el caso es que en ningún momento nos acercamos a los majuelos en donde se cultivaban las vides para el vino. Me dijeron que estaba prohibido incluso para los mismos propietarios hasta tanto comenzase la vendimia y que dos o tres semanas antes se autorizaba un día a entrar “a ver cómo iba la maduración”. A pesar de nuestro comportamiento respetuoso hacia esta, para mí inconcebible norma, algunas personas debieron atisbarnos desde el pueblo porque después me enteré que habíamos sido fuertemente criticados
EL “PIRRACAS” Este era el nombre que Juana Alonso le tenía puesto a su gato. Era un animal hermoso y lustroso, bien alimentado y cuidado por su dueña. Seguro que Ati y sobre todo Agustina, lo recuerdan. Es posible que por su exceso de vitalidad “Pirracas” anduviera con frecuencia de aventuras amorosas (siempre que “oliese” una gata en celo, como es natural). Esto conllevaba peleas con otros gatos que se disputaban los favores de la hembra en cuestión y como consecuencia de tantos devaneos, riñas, saltos por las barderas, algún que otro escobazo, pedrada, etc. Nuestro gato tenía una herida ulcerada que le ocupaba la mitad de la oreja derecha y que no había manera de curar. Una noche que estábamos ante la chimenea combatiendo el frío de finales de noviembre, viendo las tenazas de la lumbre, propuse a la señora Juana cauterizar la oreja del animal con ellas. Le pareció bien la idea y sin demorarlo más puse la herramienta al fuego y provisto de un saco de arpillera introduje en él a “Pirracas”, que estaba el pobre gozando del calorcito del hogar, dejándole fuera tan sólo la cabeza. El animal era manso y estaba acostumbrado a mis caricias, por lo que hasta ese momento no opuso mayor resistencia. Con la tenaza al rojo se la apliqué sobre la maltrecha oreja. No quieran saber el bufido que dio. Ya no hubo manera de aguantarlo más con el saco y salió como alma que lleva el diablo. A los pocos días la oreja estaba curada (bueno, la mitad de la oreja, que es lo que quedó). Pero al parecer nuestro amigo no entendió mis buenas intenciones, ya que jamás volvió a acercárseme y emprendía una discreta retirada tan pronto notaba mi presencia.
“NICOLÁS” En junio de 1967 “Nora”, la extraordinaria perra de Emilio el herrero, parió una hermosa camada, fruto de su relación con “Twist”, el lebrel de Mariano. Le pedí a Emilio un cachorro y me lo regaló gustosamente. Como me dio a elegir, me fijé en un macho que tenía el mismo pelaje que la madre: negro con una franja blanca a lo largo de la cabeza hasta el hocico, y los extremos de las patas, orejas y rabo igualmente blancos. Apenas con un mes llegaron las vacaciones y me lo traje a Los Gallardos en una caja de zapatos. Aquí se crió y se convirtió en un hermoso ejemplar. Con apenas un año un amigo mío, compañero de cacerías con los regalgos, comenzó a sacarlo al campo. Ya regresé yo a mi tierra definitivamente y me hice cargo de “Nicolás”. Lo entrenaba con la moto por una carretera de tierra que conducía al cercano pueblo de Bédar distante cinco kilómetros. Iba a una marcha muy prudente y el perro me seguía perfectamente. Incluso me adelantaba en las numerosas curvas y contra curvas al tratarse de una carretera de media montaña, porque aprendió pronto a tomar por atajos. De regreso lo subía sobre el posa pies de la scooter; el animal se sentaba y parecía gozar con aquellos paseos. Cuando llegó la época de caza me dio numerosas satisfacciones. Era un animal tremendamente poderoso y de buena talla. Como iba acompañado de los dos regalgos de mi amigo, animales de “boca blanda”, cogían la mayor parte de las liebres que levantábamos, a pesar de que este terreno ofrece unas dificultades añadidas para la caza con lebreles: la existencia de numerosos cauces secos de agua (ramblas) a cuyas orillas crecen los cañaverales, los juncos y las adelfas, lugares propicios para que las liebres puedan despistar a sus perseguidores. Vivió varios años más y al final hube de llevarlo al veterinario y sacrificarlo. Había contraído una enfermedad que no pudimos atajar y como yo vivía en las casas para maestros del Grupo Escolar podía suponer un peligro para los niños. Lamenté lo indecible su muerte y aún hoy sueño con mi “Nicolás”.
LA “LOBA” DE ESTEBAN Esteban era un vecino de Alcozar que trabajaba en el ferrocarril. Grandote y de piel curtida, cualquiera hubiese dicho que se comía al mundo, cuando en realidad tenía una gran sensibilidad y era sencillamente un bonachón. Un día me pidió que lo acercara a Berlanga al tener él su moto averiada y precisar realizar un trámite en el ferrocarril. Por supuesto accedí a su petición. Por el camino me contó que tenía una perra de raza pastor alemán (“Loba” la llamaban), que la pobre estaba bastante vieja y tenía problemas de comportamiento y finalmente, dado que la única escopeta que había en Alcozar era la mía, que la matase de un tiro. Yo le ofrecí la escopeta para que fuese él mismo el ejecutor, pero me confesó ser incapaz de hacerlo. Bueno, el caso es que, al día siguiente, en unas eras detrás de la casa de la señora Juana, Esteban llevó a su perra y tuve que cumplir el desagradable encargo de matarla de un tiro. No aconsejo a nadie que haga esto si tiene sensibilidad para con los animales, por muy grande que sea el compromiso o la necesidad, aparte de que hoy está absolutamente prohibido.
RECOLECTANDO SETAS En mi tierra no nacen setas comestibles. Es demasiado árida para ello, aunque en épocas de lluvias se ven algunos ejemplares que nadie coge por si acaso. Hay quien se desplaza hasta el puerto de La Ragua (parte almeriense de Sierra Nevada) para buscar níscalos en los pinares, pero hablamos de cruzar casi toda la provincia de Almería. En Alcozar sí brotaban profusamente las setas de cardo durante el otoño. Entonces había varios rebaños de ovejas y los lugares muy transitados por estos animales eran los mejores para buscarlas. Destacaba un espacio a lo largo de la margen izquierda de la carretera en el sentido de salir de Alcozar. Allí recogí setas bastantes veces. Las cortaba por la base del pie o pedúnculo y observaba el corte por si tenía algún agujerito ya que me habían advertido que las que lo tuvieran no eran comestibles. Nunca me preocupé de investigar si era cierto o no, pero un día que encontré una seta enorme (como de 30 cm. de diámetro) en la carretera vieja, la tiré por estar presuntamente mala (el “mal del agujerito”, ya saben). Algunas las ensarté y las puse en la cocina para que fueran secándose lentamente. Según me informó la patrona, después de secas se podían rehabilitar dejándolas en agua cierto tiempo. En Navidad las traje a mi tierra y me las comí yo solo porque en casa mis padres no se fiaban. Y es que aquí hay una ausencia total de cultura micológica. Hay que ver lo que nos perdemos…
EN EL BAILE DE LANGA Voy a terminar estos relatos contando lo que me sucedió en Langa: En un salón de este pueblo solía haber baile los domingos por la noche. Como iba algunas veces, el repertorio me lo sabía de memoria: mi paisano Manolo Escobar en discos con pasodobles y más pasodobles aunque para variar, de vez en cuando un vals… también de Manolo Escobar. Bueno, pues aunque reconozco humildemente que nunca he tenido mucho éxito con las mujeres, aquella noche estaba con una joven soriana de exuberante hermosura (yo la veía así, pero es que lo era), culta y amena para mayor satisfacción mía. Hete aquí que llega un muchacho y le pide bailar. Ya conocía esa rara costumbre de las mozas de no negar el primer baile, algo con lo que no estaba de acuerdo, por lo que aquello no me gustó ni pizca aunque intenté disimularlo. A pesar de ello el chico pareció notarlo y me dijo con una sonrisa que intentaba ser agradable aunque exudaba mala leche algo así como “si no te la voy a quitar, hombre”. Me quedé mirándolo y devolviéndole la sonrisa, que también intentaba ser “agradabilísima”, le contesté con mi mejor acento andaluz: “Joer, pues to te lo dices tú” (aclaro que el “joer” sureño equivale a vuestro “jolines” en su sentido figurado, pero con ahorro de sonidos y el “to” al “todo”, con la misma ventaja). Terminado el, por supuesto, pasodoble de Manolo Escobar y, en previsión de que aquello no hubiera hecho nada más que empezar porque a los mozos se les iban los ojos detrás de “mi chica”, nos marchamos a otro bar. |