| Del favorable fin que dio Don Quijote a la fiera por Francisco Redondo Ceresuela (1999) Publicado en el Programa Oficial de Fiestas de San Esteban de Gormaz, 1999
Con la tarde próxima a su fin, Don Quijote y Sancho dejan Atauta a sus espaldas en su camino hacia el Norte.
Y llegando a San Esteban cruzan el largo puente que suma dieciséis ojos por la puerta más cercana al río que sustenta las armas del Marqués de Villena, al tiempo que el alguacil se apresuraba a cerralla pues la noche comenzaba a ennegrecer la jornada.
Sin más palabra buscaron acomodo en la posada. Cuando a la cena servida bajaron Sancho y Don Quijote, sentáronse en una mesa cercana a la única que estaba ocupada por dos huéspedes, a la sazón Maestres de las Órdenes de Santiago y de Calatrava de camino a Valladolid a una reunión del Honrado Concejo de la Mesta. El posadero hacía de anfitrión de tan ilustres comensales:
Como quiera que estas palabras llegaban a oídos del caballero andante, no pudo evitar acercarse y hablar en voz alta:
Bien sea porque los dos Maestres ya estaban cansados de oír tales disparates, o bien porque su condición les envalentonaba, el caso es que acordaron con Don Quijote en buscar al cura y dar justicia al Silbo, Silbarión o lo que fuera. Fue así como salió la comitiva la tarde siguiente en ayunas, -pues el ejercicio de las armas requería los cuerpos ligeros-, menos Sancho, que por no tener oficio de armas se había despachado una olla de legumbres y media azumbre de mermelada de ciruelas. Y saliendo, digo, la comitiva por la puerta de San Gregorio, torcieron a la izquierda llegando enseguida a un paraje conocido como el Val de Izán, donde, a los pies del castillo, se abría una enorme madriguera-túnel, que era la guarida del Silbo. Y encendiendo las antorchas, entraron dentro. Quiso la aventura que en ese preciso momento se levantara un vendaval y arreciara fuertemente amenazando con marchitar las antorchas y produciendo un sonido que atronaba los oídos.
Tal era el miedo que se apoderó de Sancho que entre sudores y tiemblos, no hacía sino aferrarse más a Don Quijote, y bien fuese por el precipitado almuerzo o por los ingredientes del mismo o de puro miedo, las tripas del pobre Sancho comenzaron a barruntar una gran tormenta repleta de amenazadores ruidos.
La tormenta de Sancho redobló en pesares, esfuerzos y resudores, de tal forma que cuando llegó la presión final, le reventó el cordel con que sostenía los calzones y comenzó a desaguarse por entrambas piernas. Y fue a tiempo que Don Quijote quiso desasirse definitivamente de Sancho, y poniéndole la mano por detrás notó que el cuerpo del mismo había aflojado. Quedose quieto por un momento...
Quiso la aventura que una zorra utilizara el agujero de la montaña del castillo como madriguera. Y quiso que la borrasca de Sancho y las palabras de Don Quijote la despertaran de su solaz sueño por lo que, saltando adormilada, cayó en medio de los presentes. Sea por la poca luz que allí había, o bien por las sombras que la zorra proyectó por las paredes al saltar, el caso es que todos pensaron que el Silbo les había atacado, cayéndoseles las antorchas y quedando paralizados por un momento. El primero en afrontar el peligro fue el cura que, tomando el crucifijo y alargando los brazos comenzó a decir: "¡Vade retro, Satán...!", pero alguno de la comitiva lo recibió con un garrotazo en las manos que le machucó el crucifijo. A partir de aquí cada uno intentó defenderse dando palos de ciego y alguna certera cuchillada, pues quien no atizaba con el tronco de la tea, lo hacía con la espada; comenzaron entonces a menudear entre ellos, dando todos y recibiendo no menos, que hasta el pobre Sancho lanzaba puñadas al aire, pero una vez que fue derribado, el Maestre de Calatrava le brumó las costillas muy a su sabor. Y como quiera que la aterrorizada zorra seguía saltando de un cuerpo a otro, todos creían sentir al aliento y las garras del Silbo y apuraban los golpes muy a su pesar. En un salto del animal, Don Quijote lo vio venir por los aires y lo recibió con el yelmo que le cubría la cabeza, de tal suerte que quedaron ambos bien descalabrados.
Oyeron todos el lamento de Don Quijote, y como fuese que la zorra había dejado de moverse, atinó uno de los Maestres a encender una antorcha dando luz a lo que en verdad era el Silbo. Guardándose los golpes recibidos -y Sancho aún más lo que le escurría por los calzones-, y avergonzados, prometieron callar en todo y marcharon en busca de la salida, llevando los Maestres a Don Quijote arrastrándole cada uno de una pierna. A la salida de la guarida-túnel Don Quijote recobró un poco el sentido:
Cuenta el escritor Cide Hamete Benengeli que los Maestres necesitaron tres días de cuidados hasta partir a Valladolid, el cura un mes en poder decir una misa, y Don Quijote y Sancho, a los dos meses sanaron de sus feridas y abandonaron la villa tomando el camino de Alcozar. |