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SOCIEDAD Y CICLO VITAL EN UNA ALDEA SORIANA: ALCOZAR

por Divina Aparicio de Andrés (1987-1979)

(publicado en Cuadernos de Etnología Soriana, nº 9, Soria, 2002)

 

cigüeñas al amanecer (2005)

CAPÍTULOS:

  Sociedad

  Nacimiento

  Embarazo

  Parto

  Supersticiones - "mal de ojo"

  Cuarentena

  Innominados

  "Taleguillos"

  Hijos ilegítimos y naturales

  Bautizo

  "Tumbar a los niños"

  Primera Comunión

  Asociaciones de solteros

  El "zarragón"

  Noviazgo

  Amonestaciones

  La boda

  Ceremonia de la boda

  Los festejos de la boda

  Primer año de matrimonio

  Muerte

  Después de la muerte


 

cigüeñas al amanecer (2004)

 

NACIMIENTO

El fin primordial del matrimonio, y sobre todo el de la mujer, ha sido, a través de la historia, la procreación de los hijos. En una comunidad netamente agrícola, donde se han necesitado brazos fuertes para realizar los trabajos del campo, el no poder tener hijos era considerado como una de las mayores desgracias que podía ocurrir a un matrimonio.

 

EMBARAZO

Cuando una mujer queda embarazada, no suele comunicarlo inmediatamente a sus familiares y vecinas, ni siquiera informa a su marido. Espera un par de meses o tres a que sus sospechas sean confirmadas para hacer público su estado. Según las aldeanas, el hecho de comunicarlo demasiado pronto a alguna persona implica el que el niño o niña nacerá más feo.

Está, o por lo menos lo estuvo, muy generalizada la creencia en los antojos.

Como quiera que las lugareñas no aspiran a poseer objetos raros o artículos caros, estos antojos se reducen en su mayor parte a alimentos. Cuando una mujer embarazada entra en la casa de alguna vecina, inmediatamente se le ofrece cualquier alimento que pueda estar al alcance de su vista… "no vaya a ser que salga el chico con antojo". Cuando nace un niño con manchas en la piel, siempre se achacan éstas a algún antojo que tuvo la madre durante el período de gestación. Se dice que si la madre tiene muchos antojos, seguramente nacerá una niña y, de lo contrario, se tratará de un varón. Se asegura que una chica tiene una fresa en el pecho como consecuencia de uno de estos antojos; otra posee un pollo en el cuello y otra una mora. También recuerdo haber oído decir que alguien tenía un racimo de uvas en la pierna. Se cree que todos estos antojos se tornan de color más intenso cada año cuando se acerca el tiempo en que maduran estas frutas o en invierno, cuando incuban las gallinas cluecas ("culecas") en el caso del antojo en forma de pollo.

 

 

Existen algunos vaticinios populares en lo que respecta al sexo. Según aseguran las aldeanas, si el vientre toma forma redondeada, se trata de un niño, mientras que si la forma es puntiaguda será una niña. Otra de las prácticas adivinatorias consistía en arrojar una espina ("raspa") de sardina al fuego y si se quemaba haciendo ruido ("chisporreteando") se aseguraba que la criatura sería un niño; cuando se quemaba en silencio se trataba de una niña. Un tercer método para vaticinar el sexo residía en introducir una "perra" (moneda de 10 céntimos de cobre) por el escote del vestido de la embarazada: si la moneda caía al suelo "de cara", nacería un niño; si salía cruz, sería una niña.

Si la embarazada tenía vómitos al final del período de gestación, no acudía al médico ni recurría a remedio casero alguno, ya que era considerado como algo normal, achacando este hecho a que la criatura estaba "empelando" (comenzaba a crecerle el pelo).

Aquellas mujeres que hubieran sufrido algún aborto previamente, se desplazaban hasta Rejas tan pronto notaban síntomas de nuevo embarazo. En esta aldea residía un curandero que, por unas cuantas monedas, alquilaba unas pequeñas bolsas que recibían el nombre de "reliquias". A pesar de que el nombre es un tanto sugestivo, ninguna aldeana asocia "reliquias" con huesos o restos de la vestimenta de los santos; todas ellas aseguran que su contenido es secreto y que el curandero siempre prohibía que fuesen abiertas, ya que, de ocurrir así, podrían sobrevenir nuevos abortos a la embarazada. La fe en estas "reliquias", las prescripciones del curandero, y el miedo a "lo desconocido", impidieron que las aldeanas supieran el contenido de las bolsas, aunque aseguran ahora que a través del tacto parecía que se tratase de pequeñas piedras o huesecillos. Las embarazadas se colgaban la bolsa al cuello como si se tratara de una medalla y, era tanta la fe que depositaban en sus poderes mágicos, que la cuidaban con esmero, confeccionando ellas mismas otra bolsita que servía de funda a la primera y que impedía que ésta se ensuciase por el contacto con el cuerpo. Cuando comenzaban los dolores de parto, la embarazada se desprendía de la bolsa y alguno de sus familiares se desplazaba hasta Rejas lo antes posible con el fin de devolverla al curandero. Éste recomendaba que la devolución se llevara a cabo tan pronto empezasen las contracciones y sin esperar a que hubiera nacido la criatura; lo que hace suponer que se trataba de una forma como otra cualquiera de ganar algún dinero y que el curandero, temeroso de que la madre sintiera curiosidad por el contenido de la bolsa una vez viera a su hijo nacer sano y salvo, pedía su devolución inmediata para evitar que fuera descubierto cualquier posible engaño o truco.

 

PARTO

Hasta hace cinco o seis años no se acudía a ningún centro hospitalario para alumbrar. Tampoco se visitaba al médico periódicamente durante el embarazo a no ser que se presentaran dificultades, que la embarazada se encontrase mal, o sintiera frecuentes molestias.

La mujer campesina, mentalizada desde su más tierna infancia de que su función primordial en este mundo consistía en "criar hijos para el cielo", pensaba que tanto las molestias del embarazo como los dolores del parto eran algo que debía aceptar y sufrir con resignación e incluso con alegría. El médico sólo hacía acto de presencia en caso de extrema necesidad y era también él quien prescribía, en lances sumamente difíciles, el traslado de la parturienta hasta el hospital de Soria.

Lo habitual era avisar a algunas vecinas y familiares, siempre del género femenino (los hombres nunca estuvieron presentes en los partos), quienes hacían las veces de comadronas. Había en la aldea algunas mujeres con fama de asistir bien en los partos y prestar sus servicios con cierto esmero. Siempre y cuando la parturienta "estuviera a bien" con alguna de estas mujeres, requería su presencia a la hora del parto. Dichas mujeres "comadronas" ayudaban a la mayoría de las parturientas de la vecindad.

Cuando se atrasaba el parto se recurría a algún método popular para provocarlo. Uno de los más extendidos consistía en poner un brasero o una lata con brasas ("ascuas") sobre las que se depositaba un puñado de "pajones" a fin de que se prendiese un fuego vivo. La parturienta se "escarrampaba" sobre el brasero y el humo y el calor provocaban un parto rápido en la mayoría de los casos.

Tras haber nacido la criatura, y dependiendo siempre de la decisión de estas mujeres acreditadas como comadronas y de la de las familiares más allegadas a la parturienta, se bañaba al recién nacido en un balde de agua templada o, simplemente se le limpiaba con trapos blancos cuando se recelaba que el pequeño pudiera contraer alguna enfermedad o coger un resfriado en caso de ser introducido en agua, cosa que se temía especialmente en los nacimientos que tenían lugar en el invierno.

No asistía al parto hombre alguno, ni siquiera el marido. Se mantenían las ventanas cerradas y la habitación en penumbra, creyendo que la luz podía perjudicar tanto al recién nacido como a la madre. Después del parto, la madre solía permanecer en cama durante ocho o diez días.

 

 

La comida de la parturienta era la siguiente:

desayuno:  chocolate y tostadas (pan frito)

media mañana:  caldo de gallina o un huevo batido

mediodía:  "sopicaldo" (sopas de pan y caldo de gallina) y gallina refrita

merienda y cena:  pescado, si se podía conseguir, o caldo de gallina.

Cuando no se conocía todavía el chupete, las aldeanas confeccionaban unas bolsitas de tela fina a las que daban forma de cabeza de muñeca y que impregnaban en agua de anises para introducirlo en la boca del recién nacido.

Hasta los años 40, y debido a la escasez de camas con que contaban las familias, el marido debía dormir sobre un saco de paja durante los días posteriores al nacimiento del niño. El saco se depositaba sobre el suelo de la habitación de la parturienta y el marido pasaba allí la noche envuelto en una manta. En algunos casos, no sólo el padre debía dormir en estas condiciones tan precarias, sino que toda la familia ocupaba la habitación de la madre y el recién nacido, ya que se contaba con una única dependencia destinada a dormitorio.

En tiempos pasados estuvo muy generalizada la creencia de que la leche materna era perjudicial para el niño durante los primeros días. Para evitar que el niño ingiriese esta leche, se recurría a alguna vecina que estuviera amamantando a algún hijos, de forma que la leche de la segunda era compartida por los dos niños. Estas mujeres recibían el nombre de "teteras" (derivado de teta) y aquellas criaturas, que habían sido amamantadas durante algunos días por la misma mujer, se consideraban hermanos de leche durante toda la vida.

 

SUPERSTICIONES ("MAL DE OJO")

Cuando un recién nacido no se encontraba bien de salud o lloraba demasiado, siempre se pensaba que éste había sido embrujado por alguna aldeana (los hombres del pueblo no fueron nunca tachados de realizar prácticas de brujería). Se intentaba descubrir a la culpable entre aquellas mujeres con las que la madre "no estaba a bien".

Unas monjas de Aranda de Duero vendían unas hojita de papel que se denominaban "dóminas" y que se colocaban debajo de la almohada para prevenir el mal de ojo. Dichas "dóminas" también se introducían entre los adobes de las paredes de los corrales del ganado para evitar que éstos fueran objeto de brujería.

 

CUARENTENA

En los libros parroquiales de bautismos correspondientes al año 1952, se hace constar: "de sacar a misa tiene el párroco una vela de dos onzas". Era el pago que recibía el sacerdote el día que "salía a misa" la madre con su hijo, una vez había transcurrido la cuarentena.

Durante la cuarentena la mujer no debía salir de su casa. Las vecinas o algún familiar se encargaban de llevar el agua y los alimentos necesarios para la manutención de la familia. Tampoco se realizaban trabajos que requiriesen cierto esfuerzo físico y la mujer se dedicaba casi exclusivamente al cuidado del recién nacido, arreglar la casa, zurcir "piales" y medias y remendar la ropa.

No podía lavar, ya que, como se ha dicho, existía la casi prohibición de salir de casa y esta tarea se llevaba a cabo en lavaderos públicos fuera de la vivienda. Además, según la creencia popular, no era bueno mojarse, por lo que se eludía antaño y se sigue evitando todavía hoy el contacto con el agua, ya sea para lavar o regar o bien para el aseo personal.

Si durante estos cuarenta días surgía una necesidad de suma urgencia por la cual la madre debiera abandonar la casa, aunque fuera por unos minutos, ésta debía colocarse un trozo de teja sobre la cabeza, queriendo significar este hecho que, aunque físicamente se encontraba en la calle, seguía de alguna forma permaneciendo "bajo techado".

 

 

Transcurridos cuarenta días del parto —costumbre que desapareció cuando el sacerdote desplazó su vivienda a otra localidad— las mujeres se disponían a "salir a misa". El cura retrasaba la hora habitual de celebración de la misma con el fin de que no se resfriasen ni el recién nacido ni la madre. La madre ofrecía una vela a la Virgen en acción de gracias. Tras la misa, la mujer reanudaba su vida normal.

Si la salud de la madre o del niño no eran demasiado buenas se posponía unos días el "salir a misa". La madre esperaba en la puerta de la iglesia con una vela encendida hasta que salía el sacerdote con la estola sobre el cuello. Debía sujetar el niño con el brazo derecho al mismo tiempo que, también en la mano derecha, mantenía la vela encendida; con la izquierda cogía la estola y de esta forma se desplazaban hasta el altar. Una vez acabada la misa, se dejaba la vela en beneficio de la iglesia.


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