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De lo que aconteció a Don Quijote buscando la salida de la Cueva de Montesinos en tierras sorianas

por Eutiquio Cabrerizo Cabrerizo (2005)

 

Don Quijote en La Torca de Fuencaliente

 

Los gallos más madrugadores de Zayas llegaron con su canto a los oídos de don Quijote, que había velado la noche montado sobre Rocinante pensando en su amada Dulcinea a usanza de los caballeros andantes cuando pernoctaban al raso, y se dispuso a proseguir la marcha espoleado por la aventura de encontrar el cabo de la sima de Montesinos del que le habían hablado unos pastores.

-Amigo Sancho, despierta y apréstate para la nueva jornada, que el camino es largo y el gallo anuncia levantando su cresta la llegada de la diosa de los cabellos áureos.

Habían pasado la noche aprovechando el abrigo de una hondonada en lo más agreste del monte de Zayas, y mientras que don Quijote ofrecía sus penas a su señora, Sancho había arrimado sus huesos a una encina y había pasado toda la noche dormido a pierna suelta como quien tiene el estómago lleno y la mollera sin quebraderos de cabeza.

-Cada cosa a su hora, señor mío, que no por mucho madrugar amanece más temprano, y lo primero es llenar la andorga de cosa de sustancia, y después que vengan dando.

Y mientras así hablaba iba embaulando mendrugos de pan que sacaba de las alforjas y gran cantidad de bellotas que por docenas recogía de entre la hierba.

-¡Sancho, Sancho!, que sólo en comer y dormir piensas, siendo ansí que en el ayunar y velar está la ciencia andantesca. Una cosa te diré mientras comes y almuerzas, que las dos cosas haces al mismo tiempo. En uno de estos pueblos tenía dos chamizos y una casa vieja el mozo de campo y plaza que entendía mis cepas y miraba por mi hacienda. Pues este mi criado contaba que no lejos de dondél naciera se abría una sima de muchos ramales y grutas secretas donde el moro Almanzor retiene a su amante la mora Zaida y yo tengo el barrunto de que con suerte encontraremos la entrada de esa gran caverna y hasta rescataremos a la reina mora y desafiaremos al pagano a una descomunal batalla que nos llenará de gloria y se hablará de nuestra aventura en todos los siglos venideros.

-Hombre honrado era ese del que vuestra merced habla, y nunca hubiera dejado La Mancha si la mala cabeza de su amo no hubiese vendido tantas hanegas de tierra de sembradura donde él se ocupaba.

Sabido era en el lugar de donde venían que aquel hidalgo de sobrenombre Quijada, Quesada o como quiera que le llamasen había vendido su hacienda para comprar libros de caballerías que vinieron en secarle los sesos casi hasta el punto de perder el juicio.

-¡Tente, Sancho!, y cuida que las palabras que salen de tu boca guarden los miramientos que la mano que te da de comer merece. Has de saber que si nuestra señora Dulcinea no nos ayuda nunca encontraremos lo que buscamos porque son muchos los pueblos que tienen un nombre semejante. Cerca de aquí está Alcubilla con su castillo de Avellaneda, que mal recuerdo me trae, y también la población de Alcoba de la que fueron señores los condes de Torreblanca, caballeros los más renombrados de este reinado. Más allá destaca el alfoz de Almexir, famoso por estar enclavado en un valle extenso en vegas y abundante en agua, del que fue dueño y señor aquel noble que ostentaba en su escudo un galgo rampante al que los leones no asustaban.

-Nunca pisen mis pies, señor mío,  el castillo que lleva el nombre del escritor fingido que con palabras malsonantes me apellida de comilón y borracho, y más porque se me da a las mientes que en ese otro pueblo encontraremos buenas gentes que proveerán mis enflaquecidas alforjas con lo que en sus casas tengan y no faltará quien nos allegue a alguna bodega y rellene las tripas de esta pobre bota.

Dejaron atrás el espeso monte de Zayas procurando evitar el solar que tan mal talante les daba, y entráronse por dominios de Zayuelas en busca de una puente que les allanara el paso de aquel río que, sin ser grande como el padre Duero ni accidentado como el que discurre por el cañón de Ucero o el que alimenta la Fuentona de Muriel que tantos secretos guarda, no es tan pequeño que convenga ignorarse, porque de necios es temer a los ríos grandes y no hacerlo de los chicos y mansos. Y así, cuando a punto estaban de embocar la sobredicha puente, topáronse con un hombre cubierto de pieles de ovejas y carneros y con muchos cencerros atados con un cordel todo alrededor del cuerpo, pero ello no fuese lo peor si no fuese que detrás dél seguíale una borrica galana que despertó en el rucio la ligereza de sus patas para irse a comunicar con ella.

-Poco entenderé yo de manejar asnos -dijo Sancho- si no consigo que este mi rucio aquiete el paso, que todavía me duelen los estacazos que nos dieron por culpa de Rocinante en la Cañada de Los Yangüeses.

-Sigamos al hombre, Sancho amigo, que hacia donde nosotros vamos dirige sus pasos como si a recibirnos en nombre del alcaide del castillo se hubiera adelantado. Y no traigas a cuento la desventura de los yangüeses, porque desde aquel día vengo con los huesos molidos y hasta alguno quebrantado.

Y era verdad que el hombre, tan pronto les vio, guió la borrica hacia el pueblo y detúvose en la plaza que delante del Ayuntamiento dél estaba, donde un grupo de músicos tocaban el tamboril y la dulzaina, y al son de la música bailaban la jota muchos mozos y mozas, que don Quijote pensó que en su homenaje tocaban y bailaban.

Y quiso la casualidad o el diablo, que no siempre duerme, que en lo más alto de la torre de la iglesia empezó a cotorar la cigüeña.

-¿Oyes, Sancho, la voz de Dulcinea, que desde las almenas de aquel su castillo a sus vasallos llama?

-No oigo, mi señor, otra cosa que el canto de la cigüeña, que andará machacando el ajo para su pitanza, que las aves del cielo también comen y nadie se lo estorba ni se lo afea.

-¡Ay, Sancho!, que poco alcanzas a entender las cosas que en los libros de caballerías están escritas para que quien sepa leerlas y entenderlas las entienda y las lea. Considera que estos hombres quieren mostrarnos con su danza que nuestra señora está prisionera en esa fortaleza y que yo habré de escalar las murallas para subir a rescatarla del gigante Zarragón que la tiene encantada. Considera que los músicos tocan la dulzaina, que es como si decir quisieran que su dueña es Dulcinea, y el que toca el tamboril quiere decir que Rocinante habrá de golpear con sus cascos la llanura de Castilla como hiciera el señor don Gaiferos con doña Melisendra para salvarla.

Y sin otras explicaciones se allegó con Rocinante hacia la iglesia, y vio que al pie de la torre había una gran cesta sujeta con una soga que subía hasta las campanas y después de rodear una roldana que en el tejado estaba volvía hasta casi tocar el suelo, porque en aquellos días se hacían obras y se valían de aquella industria los peones de albañil para levantar piedras y argamasas. Así, viendo que era su señora doña Dulcinea quien desde la torre que la aprisionaba le enviaba aquella industria para que la rescatara, el pobre caballero sujetó el extremo de la soga a la silla y, acomodándose en la cesta, hizo que Rocinante avanzara hasta llegar a algunas yerbas que cerca de allí crecían y, alcanzado el lugar,  quedóse parado comiéndolas.

-Non fuyades, cobardes y viles criaturas, y decidme dónde se esconde el gigante Zarragón para retarle a singular batalla y cortarle con mi espada la cabeza.

Y era ello que viendo los que allí estaban el peligro del caballero si se rompía la cuerda, corrieron a desatarla de la cabalgadura, con tan mala suerte que al hacerlo se les escapó de las manos y dieron con la cesta, don Quijote y todos sus huesos en el duro suelo.

 -¡Válame Díos!, mi señor, de tal manera encuentro a vuestra merced que más pareciera que un encantamiento ha mudado su figura en la de una cigüeña desplumada. Y es ansí verdad que quien busca el peligro perece en él, y quien busca holgar encuentra holganza.

­¡Ay, Sancho amigo! Las desgracias nunca vienen solas, y el sabio de Sant Hervás, que sabe que tengo de venir andando los tiempos a pelear en singular batalla con el gigante Zarragón y arrebatarle a mi señora Dulcinea que en esta fortaleza mantiene encantada, ha desbaratado la verdadera apariencia de las cosas y dado con mis huesos en tierra. Y vamos de aquí, Sancho, porque un moro que afilaba su alfanje en la piedra de una almena alta me dijo que a pocas leguas se abre en medio de un sabinar la puerta incógnita de la cueva de Montesinos, y diera yo medio reino y siete ínsulas por dar con ella antes que el sol caiga en el océano de las estrellas.

Y salieron, caballero y escudero, por el camino de Fuencaliente adelante, yendo el primero ocupado en sus fantasías caballerescas y el segundo, acomodado sobre el rucio, comiéndose un cuartal de pan con media vuelta de chorizos y otras provisiones con lo que en una casa le habían regalado, y dándole tientos a la bota que, mientras su amo peleaba con sus enemigos y con la cesta, en una bodega pusieron oronda de un vino clarete y fresco que le sabía a gloria.