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Donde se da cuenta de la aventura que le sucedió al valeroso Don Quijote en el Camino de las Brujas

por Leopoldo Torre García (2005)

 

Dibujo de José Ramón Pacho Gato

 

Daba la tarde sus últimos suspiros y bien que lo notaban las cansinas monturas del hidalgo don Quijote y de su escudero Sancho. Jamelgo y rucio rozaban con el morro el polvoriento camino por el que transitaban, tras dejar atrás el Val de los Huertos, en los lindes de San Esteban de Gormaz. La jornada había sido muy ajetreada y apenas habían tomado bocado ni los unos ni los otros por sacarle partida al día, pues la premura por llegar cuanto antes a algún lugar donde arreglar los arreos de Rocinante se le hacía larga.

Apenas se adentraron en tierras de Quintanilla de Tres Barrios avistaron en medio de una explanada un cerro sobre el que se elevaba una pequeña torre vigía y en su falda se dispersaba lo que parecían ser casas. A medida que se acercaban al lugar observaron que lo que semejaba un poblado no era otra cosa que unas cuantas tainas donde se recogía el ganado. Estaban en lo cierto, pues enseguida se dejó oír el ruido de unos cencerros.

-¿Acaso no escuchas, Sancho, la música orquestal que se oye tras esos cerros? Estamos de enhorabuena porque seremos recibidos como invitados de postín en la fiesta que se celebra.

-Escuche bien, mi señor don Quijote, que paréceme a mí que lo que a usted le suena a música orquestal a mí se me hace que son las zumbas(1) y las esquilas(2) de algún rebaño de ovejas que pasta por las cercanías.

-No hay cosa más ciega que la ignorancia para saber diferenciar la dulzura de unos sones de los ruidos de unos cencerros. Se nota que no tienes lustre para el aprecio de la buena melodía. Escucha con atención y presto me darás la razón porque no tardarás en convencerte de mi certeza.

-Tengo a bien decirle que por muy cerril que se le antoje llamarme yo sigo en mis trece, no sin quitarle la razón de lo bien adiestradas que están las ovejas y de lo acompasados que dan los toques cuando rumian.

-Está visto que tienes atrofiados y desafinados los sentidos porque cualquiera de tu condición notaría la diferencia.

-Sepa vuesa merced, mi señor don Quijote, que yo soy romo en estos aprecios y no alcanzo a tales significaciones. Sea o no así, puede ser que como yo no he llegado a estudiar el Quisquisvisquis como usted lo estudió, lo que a mí se me antoja que son churras a usted le pueden parecer merinas. Pero tenga por cierto que cuando llegue el momento sabré hacer un buen gobierno de la ínsula Barataria que me tiene prometida.

En estas pláticas andaban amo y escudero cuando oyeron los ladridos de unos perros que al observar su presencia corrieron desaforados a su encuentro. De no haber sido por los silbidos de sus dueños hubiéranles plantado cara a las tristes figuras que avanzaban cansinas por el camino. Y a fe que ante las circunstancias en que se hallaban les hubieran presentado batalla a tenor de la fiereza con que se ensañaban con ellos, impidiendo casi dar el paso a Rocinante. De nada sirvió la amenaza de la lanza de don Quijote, que esgrimió con celeridad para hacer mella en el empeño de aquel par de envalentonadas fieras. Muy al contrario, estimuló el azuzamiento.

Cuando los pastores estuvieron ante su presencia, don Quijote quiso saber si aquellos perros estaban adiestrados para cuidar del ganado o más bien eran lobos amaestrados que renegaban de los desconocidos.

-Bien mirado, buen caballero, lo mismo sirven para lo uno que para lo otro, cuidan de las ovejas y de nosotros, pues mucho es el peligro que por aquí acecha.

Quien así hablaba era un hombre de aspecto un tanto desaliñado, de físico achaparrado y ciertamente enjuto, ojos profundos, mirada huidiza y nariz aguileña. Su semblante tampoco le dejaba mejor servido que su físico, pues denotaba una sensación de melancolía que le fluyera del alma. Le acompañaba un zagal que era la viva estampa de su progenitor.

-Habláis como si éste fuera un lugar maldito, señor pastor.

-En lo cierto estoy, señor caballero. Sepa vuestra merced que por aquí acecha el peligro a cada paso. Cuando cae la noche, transitar por estos parajes todos los ojos son pocos.

-¿Y a qué se debe tan gran temor, si puede saberse? –se interesó don Quijote bajando la lanza hasta el suelo y haciendo descansar su cuerpo sobre ella.

-Por estos parajes abundan alimañas de malas pulgas que no se andan con contemplaciones cuando se les presenta la ocasión. Y por si ello no fuera suficiente suelen darse ciertos peligros que… Entiéndame, que no es cosa de ir aireando el que se dan casos de apariciones de brujas.

Causóle cierta sensación a don Quijote el comentario del pastor, pero no pudo dejar de esbozar una sonrisa que éste captó como de sorna o de incredulidad.

-Mucho mundo llevamos recorrido mi escudero Sancho y yo, y muchos han sido los peligros con los que nos hemos topado. Y de todos ellos hemos dado buena cuenta. ¿No es así, amigo Sancho?

Sancho Panza asintió con un movimiento de cabeza.

-El camino por el que transitan no es otro que el de las Brujas. Casos se han dado desde que yo tengo uso de razón y otros más que se han venido contando. Más les valdrá que se anden con cuidado si no quieren verse comprometidos. Advertidos quedan para que luego no se anden con lamentaciones.

-Parecéis conocer bien sus fechorías, como si vos mismo hubierais sido víctima de sus desafíos.

-Y bien que puedo afirmarlo, señor caballero –carraspeó-. Cierta noche me vi en un compromiso ante su presencia. Volvía a casa a altas horas después de haber estado segando y se presentaron ante mí con la intención de sacarme las asaduras. Enseguida eché mano de las hoces, me coloqué una en cada mano y se las aposté (3) a que si venían a por mí les cortaba el pescuezo. Al principio no se lo tomaron en serio pero cuando vieron que me fui hacia ellas con la sangre envenenada, retrocedieron y se fueron ronzullando (4) por aquel portillo que allá se ve.

-Creedme si os digo, buen hombre, que yo tengo batallas ganadas a brujas y hechiceros. Mi escudero Sancho Panza puede dar constancia de lo que digo. Pero ya que vos aseguráis que esta noche puede ser propicia para su aparición me mantendré en guardia y estaré muy contento de rebajarles los humos si se tercia. Decidme, señor pastor, ¿aquel torreón que allá se ve y aquella aldea que cuelga a sus pies, pueden ser un lugar idóneo para pasar la noche?

Pastor y zagal disimularon en lo posible para evitar una sonora carcajada visto el espejismo de don Quijote. Enseguida se dieron cuenta de que el personaje que tenían ante ellos era un excéntrico caballero de pega y pacotilla que no se encontraba en su sano juicio. Tan solo con verle las hechuras les bastaba para comprender que se trataba de uno de aquellos jinetes de aventuras que tenía poco de oficio y menos aún de beneficio.

-Así es, señor caballero andante. Es una pequeña pero encantadora aldea en la que podrán acomodarse a la perfección para pasar la noche.

-Lo ves, amigo Sancho, como te he dicho que se me hacía que aquel lugar tiene mucho de encantamiento.

-Mire usted, mi señor don Quijote, que paréceme a mí que aquello que se divisa no es una posada digna para descansar como se merece un caballero de su alcurnia y condición, sino algunas tainas de recogimiento del ganado. Y sepa vuesa merced que el que no está acostumbrado a bragas las costuras le hacen llagas.

-¡Calla, Sancho! No digas necedades ni sandeces, ni me vengas de nuevo con tus monsergas refraneras. Mucho mundo llevamos recorrido y muchas han sido las ocasiones en que hemos tenido que acomodarnos a lo que las circunstancias nos han permitido. Sepas que la aventura se cuece  donde menos se espera. Y algo me dice que esta noche puedo agrandar mis hazañas si, como espero, tengo a bien cruzar mi espada con esas maléficas brujas. Pero antes de buscar acomodo habrá que darles de beber y algo de comer a estas desfallecidas bestias.

El pastor les indicó adonde podían hacerlo y aunque la noche empezaba a extender su manto, si apresuraban el paso enseguida llegarían a un pequeño vergel no lejos de donde se encontraban.

-Junto a la aldea –enfatizó la palabra- verán una laguna, llamada de Valdelpollo, donde saciar la sed y el hambre de sus monturas, que por su aspecto no tardarán en desmayarse. Vigilen bien porque esa laguna está llena de misterio y de apariciones.

-Por lo que estáis diciendo, todo este lugar está realmente encantado. ¿Y qué nombre recibe la aldea, si no es molestia el preguntarle?

-La Torrecilla, un lugar de mucha historia que a buen seguro oirán contar con pelos y señales si deciden pasar la noche entre nosotros.

-Estoy deseando que llegue ese momento. Entre tanto adelantemos el paso, Sancho, y satisfagamos la hambruna de estos animales.

Cuando la luna iluminaba la noche con todo su esplendor, media docena de pastores hacían compañía a don Quijote y a Sancho. A pleno raso, sentados en corro alrededor de una luminaria, daban rienda suelta al apetito, que en el caso de don Quijote y de su escudero se acentuaba más por haberse pasado el día prácticamente en ayunas. A Sancho se le veía disfrutar dándole tientos a la colodra y sacándole buena partida al tocino y a la cecina de oveja que los pastores les ofrecieron. Viéndole comer a bocado lleno diéronse cuenta de las muchas penurias y necesidades que padecían aquel par de aventureros de pacotilla. Don Quijote les había puesto al corriente de la aventura que perseguían y los pastores le felicitaron por tan importante misión. Para sus adentros pensaron que no era más que un loco empecinado en conseguir algo imposible. Simplemente  un par de trotamundos en busca de cierta fama vagabundeando sin pena ni gloria.

-¿Y decís que estas tierras tienen conseguidas grandes batallas?  -se interesó don Quijote haciendo un aspaviento con el brazo.

-Cierto es –contestó el pastor que llevaba la voz cantante-. Sepa vuestra merced que por aquí se libraron grandes luchas entre moros y cristianos y que el mismísimo Cid Campeador pasó por ahí mismo cuando el rey Alfonso le echó de Castilla. Por ahí –señaló con el dedo- pasa una calzada que viene de muy lejos y que de siempre ha sido utilizada por gentes procedentes de otros lugares que siguen esta ruta para llegar a su destino. Donde ahora nos encontramos fue en tiempos no muy lejanos un poblado habitado por gentes que hacían la guerra y vivían de ella y de las heredades que les eran concedidas.

-Veo que conocéis bien la historia y cuanto por aquí aconteció –dijo don Quijote.

-Es parte de la mucha sabiduría que tiene mi señor amo, Juan Ruy Pérez, sobrino del ilustre obispo Pedro Martínez de Osma, que el Señor le tenga en su santa gloria, ciudad que queda a unas pocas millas de aquí. Sepa vuestra merced que todo el ganado que hay en ese aprisco, cerca de doscientas cabezas, son de su propiedad. Mi amo, como los de todos los demás, vive en Quintanilla de Santisteban, a escasas tres millas de aquí y que pese a ser de noche se puede divisar desde el alto donde se encuentra la torre.

-Compláceme mucho oír el nombre del célebre Pedro de Osma. Grande fue su sabiduría que dio a conocer como teólogo en la Universidad de Salamanca. Alguna obra suya creo haber leído, y si la memoria no me falla diría que versa sobre comentarios, sermones, tratados y confesiones (5). Si mal no recuerdo, también creo que algunas de sus obras fueron enviadas a la hoguera, como hicieran con mis libros de caballería.

-Pláceme saber que vuestra merced es un caballero docto, pues cierto es todo lo que dice sobre Pedro de Osma.

-A la zaga me andáis vos, por lo que os oigo decir. Mas si sois tan ilustrado es posible que conozcáis esas historias de encantamientos que según contáis ocurren con cierta frecuencia por estos lugares.

-Doy fe que cualquiera de nosotros puede recitarla de memoria, pues  todos en el contorno, grandes y chicos, conocen la historia de la mora Zoraida.

-Deseando estoy de oírla, pues sabido es de todos que cualquier caballero andante que se precie de serlo no puede ignorar tan grandes aventuras.

-Según se cuenta, donde ahora nos encontramos vivió hace siglos un infanzón de los que hacían la guerra y con ella conseguía grandes fortunas.  Llamábase Bermudo de Valdecastilla, y de regreso de una batalla se trajo como botín a una esclava, de nombre Zoraida. Al parecer se trataba de una mora cuya hermosura era incomparable al de cualquier otra mujer pues sus ojos relumbraban más que el sol y su cuerpo suscitaba tanta admiración que despertaba la mayor de las pasiones.

-Tengo a bien responderos a semejante afirmación que no hay mujer más fermosa en el orbe que la sin par Dulcinea del Toboso. Nadie puede superarla en belleza.

-El caso es que, como decía, la tal Zoraida enseguida encendió los celos en la mujer de Bermudo de Valdecastilla, pues sospechaba que aquella mora le había robado el corazón a su marido hasta el punto de convertirse en su concubina. Todos en La Torrecilla conocían el romance entre ambos y todos sabían que tarde o temprano ocurriría la desgracia. La ocasión llegó cuando Bermudo de Valdecastilla tuvo que partir con su mesnada a sofocar una insurrección y a la vuelta se encontró con que Zoraida había desaparecido. Culpó a su mujer de ello pero ésta juró y perjuró que un atardecer salió de casa a buscar agua como solía y no regresó. El marido no la creyó y amenazó a su mujer con matarla si no le contaba la verdad. Dispuesto a llevar a cabo sus amenazas, la mujer confesó su crimen. Una noche mientras dormía le asestó un fuerte golpe en la cabeza que la dejó sin sentido. La metió en una talega, la ató con una soga y la arrastró hasta la laguna que ahí se ve. Una vez en ella metió una piedra en la saca y la echó al agua. Bermudo de Valdecastilla no pudo contener el dolor ni la rabia. No tuvo valor para asesinar a su mujer, así que preparó un brebaje que la dio a beber y al instante cayó muerta.

-Una historia conmovedora la que acabáis de contar. Es de suponer que ese tal Bermudo entregaría la vida por su amada como yo lo haría por mi Dulcinea del Toboso si me viese en semejante trance.

-Nunca pudo superar el dolor por tan gran pérdida. Tanto la echó de menos que cada noche se acercaba hasta la laguna a velar su ausencia. Como si de un poseso se tratara, se pasaba el tiempo hablándola, esperando a que saliera del agua y se fundiera en un abrazo. Y al parecer algo de ello hubo porque según se cuenta la reencarnación de la mora Zoraida, o su espíritu, surgía de entre las aguas y corría al encuentro de su amado que caía en sus brazos y se fundían en el deseo. Cegado de pasión, estuvo  visitando la laguna durante muchas noches hasta que un día nadie supo qué fue de Bermudo de Valdecastilla.

-Estoy por asegurar que ese conde, o lo que fuera, se cansó de folgar con el espíritu de la morita y se fue a la guerra a buscar otra de más sustancia y ya no volvió por estos parajes -dijo Sancho una vez acabó de llenar el estómago.

-No seas mentecato, Sancho, las pasiones del amor no pueden caer en el olvido aunque uno de los dos amados se encuentre en lo celestial y el otro en lo terrenal. Cuando la pasión es ciega el amor no conoce límites.

-Algo de razón pudiera tener su escudero, pues sepa vuestra merced que según se cuenta testigos han habido de la aparición de la mora Zoraida gimiendo entre los cañaverales de las aguas llamando a su amado.

-Si estáis en lo cierto de lo que decís, sabed que si la dicha me acompaña, mañana podréis reafirmar que lo dicho es cierto porque esta noche pienso velar ante esa laguna por si la aventura me acompaña.

-Ándese con cuidado señor caballero –dijo la pastora que formaba parte del grupo- que es peligroso que un hombre ande solo por estos parajes porque pudiere ocurrirle una gran desdicha. Las brujas que por aquí se aparecen andan al acecho sin miramientos ni contemplaciones.

-¡Oh, dama del rebaño! Presiento que conocéis muy poco las aventuras de los caballeros andantes. Pues sabed que os encontráis ante el mayor defensor de la tiranía, de las causas injustas y de los peligros que acechan a los hombres y damas de buena voluntad.

El grupo de pastores no perdió detalle de los movimientos ni de las gesticulaciones que don Quijote iba haciendo en cada ademán e insinuación a los que acompañaba con la espada. Metido en su papel de defensor de las damas y de los más débiles, su voz fue subiendo de tono a medida que la jocosidad y la mofa de los presentes se ensañaron con sus desafíos. Viendo que el juicio de aquel orate no tenía fin, arguyeron prepararle una trampa que le sirviera de escarmiento a su dilatada carrera de andanzas y aventuras. Y nada mejor para ello que un encuentro en toda la regla en la laguna de Valdelpollo, donde aquella noche pensaba hacer guardia para conocer cuanto de cierto había en las apariciones y de paso poder comparar la  belleza de la mora Zoraida con la hermosura de su señora Dulcinea.

Se despidieron los pastores de don Quijote y de Sancho deseándoles que pasaran una buena noche y haciéndoles saber que si necesitaban de su auxilio podrían encontrarles contiguo adonde ellos descansaban. Quedó solo don Quijote elucubrando con hacer de aquella noche uno de sus mayores episodios al tiempo que Sancho se había abandonado al placer del sueño que con tanta presteza acudía a él cuando el cuajo lo tenía a rebosar.

A duras penas pudo conciliar el sueño don Quijote, en tanto que su escudero rompía el silencio con sus tremendos ronquidos que desazonaban el pensamiento a su amo y señor. La fragilidad que acompañaba los sueños del ilustre caballero hacía que se pasara noches enteras en vela. Y aquella estaba llamada a ser otra de las tantas que su lucidez mental no le dejara conciliar el sueño. No hacía más que darle vueltas a la narración que los pastores habían contado aquella noche. Por su mente pasaban mil imágenes buscándole algún sentido al encantamiento de aquel lugar. Meditaba en voz alta, dirigiéndose al yelmo que mantenía entre sus manos, cuanto de verdad había en aquella historia de pasión. Y cuanto más removía el asunto más convencido estaba que aquel lugar daba rienda suelta a sus anhelos.

A medida que su mente calenturienta subía enteros, don Quijote se iba armando de valentía, preparándose para la batalla que no sin tardar iba a librar, pues era tal el estado de excitación en que se encontraba que le parecía imposible no tener que enfrentarse con los maléficos espíritus que le rondaban por la cabeza. En tales pláticas se hallaba cuando pareció escuchar unos ruidos sospechosos que le indujeron a ponerse en pie y acercarse a la puerta por ver si conseguía descubrir su procedencia. Permanecía quedo durante unos instantes pero nada pareció desvelar su curiosidad puesto que las sospechas se apagaban y regresaba adentro con sus alucinaciones. Volvía a sentarse sobre el poyete de la pared y entre los sornidos (6) de su escudero y los validos de las ovejas no acertaba a discernir con nitidez si sus sospechas eran o no fundadas.

La impaciencia se arremolinó en su pensamiento de tal manera que decidió salir al exterior, esta vez con la firme decisión de averiguar el motivo de su ensimismamiento. La noche se mostraba cándida y pletórica y la nitidez de la luna dejaba vislumbrar un espacio abierto por el que pasear la vista sin temor a la oscuridad. Así lo entendió don Quijote cuando parecióle percibir en el ambiente unas voces suaves y entrecortadas que por momentos parecíanle susurros y por momentos llamadas quejumbrosas. Había acertado plenamente. Algo le inducía a pensar que todo lo imaginado estaba a punto de hacerse realidad.

-¡Oh musa de las aguas! Presiento que vas a ser testigo de una gran aventura como corresponde a un caballero de alta alcurnia. Algo me dice que su desenlace va a tener lugar de un momento a otro pues oigo la llamada de la necesidad que requiere mi ayuda para acudir en su auxilio.

No le dio más tiempo a la decisión tomada por cuanto se incrementaron los sonidos que envolvían su mente. Cruzó raudo la puerta y preparó los arreos a Rocinante que permanecía descansando al lado del rucio. Le costó incorporarse a pesar de los impulsos que su amo daba a las bridas. Una vez la montura estuvo preparada, don Quijote subió a lomos de su rocín y sin apurarlo se dirigió hacia el lugar de donde provenían los gemidos. Le costó localizar su procedencia porque tan pronto le parecía que salían de las tainas como de los alrededores de la laguna. Algo le hizo presagiar unas horas antes, cuando se dirigió hacia ella para dar de beber a su caballo, que algo raro había, pues percibió en sus mansas aguas la presencia de gorgoritos en círculos concéntricos. Conocía don Quijote, por haberlo leído en el Libro de los indicios, que esta forma de mostrarse las aguas era una señal inequívoca de que en el fondo se escondía algún indicio sospechoso que la hacía bullir de aquella manera. A medida que se acercaba a la laguna fue escuchando con mayor nitidez los quejidos que como salidos de las entrañas del silencio se ahogan en las aguas. Espoleó a Rocinante y al momento quedó expectante. Los arbustos, matorrales y cañaverales de su entorno tapaban la visibilidad y ello le obligaba a interpretar los susurros sin verificar su procedencia.

Sucedió que cuando parecía tener localizado el punto de donde salían los convulsos susurros iba hacia allí y de inmediato tornánbase a escuchar sobre sus espaldas. Giraba el cabestro de su rocín y lo hacía trotar hasta presentarse en el lugar, pero nada encontraba. ¿Acaso era una alucinación la suya? ¿Acaso era el encantamiento que venía presintiendo? Enfurecido por la mofa a la que estaba siendo sometido, elevó la voz para dejarse oír.

-¡Salid de vuestro escondrijo, quienquiera que seáis! ¡Dejaos ver antes de que las entrañas de este sufridor queden destrozadas!

Al principio nada se oyó, pero enseguida parecióle oír que de nuevo se escuchaban los susurros. Como el halcón que vigila a su presa, quedóse captando el punto de donde salían. Esta vez lejos de arrear a Rocinante giró el cuerpo y puso especial atención en averiguarlo.

En el extremo opuesto a donde se encontraba dejáronse oír unos gemidos que despertaron la curiosidad de don Quijote. Hizo avanzar despacio a su caballo y se acercó sigilosamente hasta allí. Cesaron por unos instantes pero enseguida volvieron a escucharse. Esta vez con más claridad.

-¡Oh, amado mío! Siempre os tengo en el pensamiento. Vos seguiréis siendo para mí el amor profundo que jamás soñé tener. A vos me entrego en cuerpo y alma, porque vuestra soy y enteramente os pertenezco. ¡Tomadme, amado mío! ¡Tomadme y placed conmigo en duelo de pasión!

Era la señal que estaba esperando para lanzarse a complacer los deseos de su amada. Al oír la llamada desesperada no pudo permanecer por más tiempo impasible. Tomó aliento y dando un suspiro se dejó oír en el eco de la noche el sentir profundo de su corazón que latía intensamente. Quedaron sus ojos vitrificados y de sus labios brotaron palabras que ahogaron sus sentimientos.

-¡Oh, señora de la fermosura, vigor de mi debilitado corazón! Tu imagen nunca quedará borrada de mis pensamientos, mi amada Dulcinea del Toboso. Donde tú mores allí estaré yo para placerte y darte todo aquello que precises. Porque no hay dama más fermosa que tú que no precise de un caballero al que protegerse. En mí encontraréis al paladín que os defienda de cuantos peligros os acechen. Sepas, mi sin par Dulcinea, que este cautivo caballero queda postrado a tus pies para ofreceros cuanto una dama como vos debe merecer. ¡Oh, señora de mis anhelos! ¡Cuánto tiempo he deseado ver llegar este momento! Corre a los brazos de tu venturoso amado y no dejes de corresponder a este siervo de tus deseos.

 

Grabado de Gustave Doré

 

Viendo que no aparecieran indicios de quien tanto suspiraba su presencia, don Quijote hizo caminar a su caballo y apresuróse a llegar a donde emanaban las palabras. Nada encontró. Buscó entre los arbustos, espinos y majuelos los más, pero todo vestigio quedó esfumado. Desesperado hizo girar a su rocín y al levantar la vista del suelo observó unos pasos más allá que se alzaba la figura de una mujer que corría graciosamente con los brazos abiertos al encuentro de alguien. Vestía un ligero ropaje blanco que acentuaba la silueta en el claroscuro de la noche.

No perdió tiempo don Quijote y esta vez espoleó a Rocinante que salió raudo hacia el lugar. Al llegar observó atónito que la dama de blanco se hallaba en los brazos de un caballero que la envolvía con su capa y arrancaba alaridos de pasión. Violo don Quijote y todo fue llegar, alzar su lanza y arremeter contra aquella figura que le robaba la pasión, quien al ver las intenciones de aquel hombre se apartó de la mujer y cogiendo el chuzo que había dejado en el suelo se preparó para detener la envestida que le esperaba. Don Quijote se fue hacia él sin ningún miramiento y sin atender a las explicaciones que su contrincante le lanzaba para que detuviera su intención.

-¡Deténgase, señor caballero! ¡Cuide con lo que hace que puede acaecer una gran desgracia si entablamos una batalla! ¡Mire bien que puede quedar malparado para el resto de su vida como me comprometa en esta lid que vos habéis comenzado!

-No me produce desazón alguna batirme en duelo con un villano como vos que habéis intentado arrebatarme a mi señora Dulcinea. Y eso cualquier caballero que se precie defensor de una dama no puede dejar sin vengar su honor.

-¡Qué honor, ni qué revienta tripas! Esa que decís ser vuestra querida Dulcinieva no es otra que mi amada del alma que se ha reencarnado esta noche para satisfacer mis deseos.

-Noto en vos la incultura al mencionar el nombre de mi singular Dulcinea, y no Dulcinieva, como vos habéis pronunciado. Ello os hace merecedor de una mente aborregada, al cargo de cuyo ganado tendréis oficio.

-Un oficio tan digno o mejor que el vos profesáis, pues de pasa hambres andamos sobrados por estos páramos. Así que por el camino que habéis venido podéis regresar, caballero de pacotilla.

-Por la fe de caballero andante que profeso que así como habéis menospreciado mi nombre y profesión pagaréis cara vuestra osadía.

Y en acabando de decir estas palabras no se contuvo. Lleno de rabia por el menosprecio recibido, aguijó a su caballo y se abalanzó sobre aquel desafiante desalmado que había puesto en evidencia su bien ganada fama. Plantóle cara el hombre de la capa y antes de que don Quijote le lanzara un puyazo éste hizo un esquivo que acabó en fallido golpe. Pero fue tal el ímpetu que imprimió al caballo que a punto estuvo de ir a parar a las aguas de la laguna. Ello le hizo hervir la sangre y emplearse más a fondo, pero cuando quiso darse cuenta su oponente ya se había escabullido (7) de su presencia. Maldijo su suerte y pregonó a grito vivo la cobardía demostrada por aquella sabandija. Mas su semblante cambió cuando la imagen de la dama de sus anhelos reapareció unos pasos más allá. Enseguida corrió hacia ella a ofrecerle sus respetos.

-Perdonad, mi alteza, el entrometimiento de ese mentecato que intentando brindaros su amor pretendía entristecer mi alma. Ahora puedo deciros que a la luz de la luna la vuestra fermosura nada tiene que envidiar a los astros que nos iluminan, pues es tal la intensidad que brilla en vuestro rostro que apaga la fuente más luminosa de cuantas estrellas nos alumbran. ¡Cuan henchida de emoción está mi alma, mi señora Dulcinea! Sólo con ver radiante vuestro semblante alimenta el entusiasmo de teneos entre mis brazos, pues no hay deseo que más anhele.

-¡Prendada estoy de servos correspondida! Lo he deseado tanto que nunca antes había sentido tanta ansiedad por postrarme en el pecho de un valeroso caballero como vos.

-No demoremos más el momento, mi fermosa Dulcinea, pues tal es el reblandecimiento que siento por catar vuestro amor que se me derrite la lívido sólo de pensar que vuestras carnes curen mis deseos.

-Espero que se curen vuestros sentimientos pues si tanto es el impulso que os oprime habéis de tener por cierto que ésta será una noche encantadora. Descended de vuestra montura y tomadme en vuestros brazos, deseosa estoy de sentir el destello de pasión que lleváis dentro y que tanto ansiáis concederme.

Prestábase a hacerlo don Quijote cuando algo le detuvo. Un pequeño barullo de voces se dejó oír a sus espaldas y rasgó la quietud de la noche que con tanto celo guardaba  el resplandor de la luna. Lo que los atónitos ojos de don Quijote contemplaron paralizó su respiración. Si el oído no le fallaba lo que acababa de percibir eran gritos de su escudero confundidos entre cánticos de alabanza. A medida que la imagen fue haciéndose más perceptible pudo observar que un grupo de personas se acercaba hasta la laguna y Sancho era uno de ellos. Pero su vista todavía no alcanzaba a discernir quienes componían el grupo ni cuáles eran sus intenciones. Pero por las hechuras barruntó (8) don Quijote que aquello tenía mucho de displicencia y pronto se vería envuelto en otra aventura.

-Esperadme aquí, mi señora Dulcinea, que presto regreso de desfacer un embrollo en el que al parecer se halla comprometido mi amigo y escudero Sancho.

-Acudid presto a defender el honor de vuestro fiel escudero, mi señor justiciero, que yo quedo esperándoos.

-No será por mucho tiempo, mi celestial doncella. En cuanto les dé su merecido estaré con vos para batirnos en un duelo de pasión.

Y sin decir más palabra salió al encuentro de la comitiva. Un grupo de gentes vestidas de negro danzaban alrededor de Sancho que cabalgaba a lomos de su jumento. Pero no adoptaba una postura normal sino que había sido acoplado de manera que su cuerpo ocupaba por entero el lomo de su rucio. Atado con la cincha, estaba dispuesto tripa arriba, la cabeza en las ancas del rucio y las piernas atadas una a cada lado del cuello del animal. Tan sólo llevaba los calzones como única prenda. Eran cinco hombres los que componían el séquito; uno llevaba agarrada las riendas y los otros cuatro, dos a cada lado del rucio, bailaban en círculo y cantaban canciones apócrifas portando cada uno de ellos una tea encendida en un palo largo a modo de antorcha. Los haraposos capotes con que se cubrían les conferían un aspecto tétrico capaz de impactar temor al más osado caballero.

Cuando don Quijote vio el espectáculo se le paralizaron los músculos de la cara, no por espetarle miedo aquellos individuos, sino por ver el estado en que era transportado su escudero. No podía soportar la mofa en la que se habían cebado y ello le produjo un primer arrebato de atacar sin más miramiento. Mas antes de emprender batalla alguna hizo de tripas corazón para preguntarles el motivo de semejante escarnio.

-¡Alto, ahí, séquito de mal agüero! Decidme, ¿adónde lleváis de tal guisa a mi escudero Sancho?

Uno de ellos respondió al atrevimiento de don Quijote con cierta altivez.

-Quienquiera que seáis, caballero andante o sufridor de corazones, sabed que éste que decís ser vuestro sirviente se ha prestado de manera voluntaria para ofrecer su cuerpo en sacrificio a nuestra Gran Bruja.

-¿Queréis decir que lo que pretendéis hacer con este alma cándida es  un rito satánico? ¡Vive Dios que como tengáis la osadía de tocarle un pelo os ensarto a todos con mi lanza! Dios os libre de llevar a cabo semejante fechoría.

-No somos nosotros quienes disponemos de nuestras vidas, es la Gran Bruja la que nos obliga a satisfacer sus deseos y sus apetencias.

-Me temo que sois sus fieles servidores y que participáis con ellas en esos juegos diabólicos que merecen ser cortados de raíz o… de cuellos.

-¿Cómo os atrevéis a insultar con ese desparpajo las costumbres y los ritos de nuestra congregación?

-Y también los placeres de la carne a los que con tanto frenesí os entregáis. ¿No es así? ¡Decidme, cuadrilla de majaderos! Que bien que lo he leído en los libros que me fueron requisados por temor a que yo también pudiera caer en esas bajezas a las que vos os sometéis. ¡Llevadme ante la presencia de esa Gran Bruja que ya sabré cómo complacer sus deseos! ¿Dónde está? ¡Contestadme!

-¡No os permito que habléis en ese tono del gran poder de nuestra Gran Bruja! –se atrevió a decir el que llevaba la voz cantante-. Pero no lejos de aquí se halla, esperando a que comience el rito. Vos mismo podéis verla si dobláis el pescuezo.

-¿No pretenderéis decirme que aquella dama que allí asoma es vuestra Gran Bruja? Insultar de tal manera a la sin par Dulcinea del Toboso me parece una falta de respeto que sólo puede salir de la boca de bellacos como vos. ¡Así que andaos con cuidado de lo que decís y de quién se trata!

-Si algún majadero anda suelto por aquí, no es otro que vos, caballero de pacotilla. Nosotros no conocemos a esa belleza de mujer que os trastorna la mente y os hace perder el juicio. ¡Dejadnos proseguir nuestro camino porque de lo contrario se las tendrá que ver con todos los espíritus malignos que por aquí se reúnen!

 -¡Deténgales sus intenciones, mi señor don Quijote, que no quiero que esas maléficas me saquen los higadillos! –suplicó Sancho-. Antes prefiero ser pasto de lobos hambrunos que plato exquisito de puteríos satánicos y brujeriles. Yo no he aceptado ser carne de picadillo para sus apetencias y sus juegos, han sido ellos quienes me han embarazado con este sacrificio prometiéndome un trono en su reino y no sé cuantas salvaguardas y gozos.

-Miente este bellaco, pues complaciente se ha ofrecido cuando oyó que los placeres de la carne eran plato único cada día. Enseguida apuntóse a participar en el festín.

-Malhaya mi mal entender, pues confusión tuve al creer que se trataba de carne magra y no de las apetencias de la carne.

-Desfecho el entuerto, ruego a vos que soltéis a mi escudero y sigáis disfrutando de vuestros festines y de vuestros aquelarres, pues cada cual hace de su capa un sayo si su intención se lo permite. Pero como mi amigo y fiel servidor Sancho ha rectificado en su intención, cada cual a lo suyo y deje el camino despejado para no entrometernos los unos con los otros, que ancha es la explanada.

Viendo don Quijote que aquellas gentes no tenían intención alguna de soltar a Sancho, se puso en guardia y ajustándose la celada se colocó la lanza en posición y le faltó tiempo para arremeter contra ellos. Al ver las intenciones del de la Triste Figura, se separaron. El del cabestro siguió tirando del jumento mientras otro le iba pinchando para que cogiese el trote. Los otros tres se fueron hacia don Quijote con intención de parar sus acometidas, pero no conseguían doblegar el coraje con que se empleaba. El ímpetu acabó derribando a uno de aquellos desalmados, lo que acabó por desarbolar su furia. Los otros dos corrieron despavoridos al encuentro de sus compañeros que llevaban al rucio al trotecillo hacia las aguas de la laguna.

La persecución de don Quijote, a los gritos de su escudero, hizo que los cuatro desalmados volvieran a juntarse para hacer frente común.

-¡Vais a pagarlo caro, malandrines! Os haré picadillo y se lo entregaré a vuestra pendenciera bruja. ¡Deteneos si no queréis acabar vuestros días en esta noche tan plácida! ¡Deteneos o no respondo de mis actos!

Y en diciendo esto fue tanta la celeridad que imprimió a su caballo que ante el temor de tajarles la cabeza con su espada soltaron al rucio con Sancho a sus lomos y corrieron a resguardarse entre los matojos de la orilla de la laguna. Aún tuvo tiempo don Quijote de llevarse por delante al que había quedado más rezagado pero queriendo hacer lo propio con los demás no calculó el empuje de su rocín y acabó precipitándose en las aguas. El ciemo le jugó una mala pasada y la estabilidad del jinete y de la montura dieron con sus cuerpos en el agua. Creyó morir ahogado pues al intentar incorporarse volvía a resbalar una y otra vez. Lo propio le sucedía a Rocinante que relinchaba sin cesar viendo que todos sus intentos por salir a la superficie resultaban infructuosos.

Desde la orilla, reían sin parar los malhechores al ver la situación  comprometida en la que se encontraban amo y escudero, pues si difícil lo tenía el uno no lo tenía mejor el otro. A Sancho se le había corrido la cincha que le sujetaba por el pecho y tan solo se aguantaba en su rucio por los pies atados al cuello. Al desprenderse, su cuerpo dio con el suelo y fue arrastrado por su jumento que no paraba de tirar chospos (9) campo a través magullándose las espaldas y coscorroneándose la cabeza. De nada sirvieron esta vez ni los gritos de dolor ni el llamar a su señor don Quijote para que le librara de semejante suplicio. Ni tampoco los juramentos que le lanzaba al que instantes antes le pareciera un asno dócil.

Su amo tampoco lo estaba pasando mejor. A las dificultades de salir a flote de las aguas le llovió una gran pedregada que repicó por todo su cuerpo. Ni siquiera le sirvió parapetarse tras su rocín, llegaban cantazos de todos los puntos envueltos en sonoras carcajadas. No consintieron sólo eso, pues para mofarse de su desdicha, le alargaban un junco para que se agarrara a él y pudiera salvarse. Cierto era que el desprecio que sentía don Quijote era mucho mayor y sólo gritaba con ensartarles a todos con su lanza y cortarles después la cabeza para pasto de los lobos o de su dueña, la Gran Bruja.

No cesaron aquí sus fechorías, pues cansados de lapidarle tanto a él como a su caballo no tuvieron remordimiento alguno y fuéronse en busca de la Gran Bruja que apareció ante los atónitos ojos de don Quijote. Al verla no pudo dejar escapar un suspiro de alivio y de impotencia.

-¡No hay Dios que pueda parar el rencor que guardo en mis entrañas! Tened por seguro, cuadrilla de malandrines, que pagaréis con la muerte todo cuanto mal nos estáis causando a mi escudero y a mí. Y todavía se acrecentará mucho más si tenéis la osadía de tocarle un pelo a mi señora Dulcinea del Toboso, la más fermosa de cuantas mujeres viven bajo el orbe celestial –les advirtió con voz achacosa.

-Advertidos quedamos y advertido queda vuestra merced de lo que vaya a suceder y sus ojos puedan presenciar. Todo sea según la decisión de nuestra Gran Bruja…, si su amado se lo permite –dijo con cierta sorna el cabecilla del grupo.

Hacía intentos desesperados don Quijote por salir de tan embarazosa situación pero el fondo resbaladizo de la laguna cada vez le dejaba menos opciones para mantenerse firma. No le quedó más remedio que ser testigo de lo que aquellas gentes se propusieran llevar a cabo.

La escena exasperó todavía más a don Quijote. Los hombres se fueron acercando a la Gran Bruja mediante un rito de adulación y alabanza.  Se arrodillaban, levantaban los brazos y volvían a bajarlos tocando con sus manos el suelo en señal de reverencia. Volvíanlos a elevar y los extendían hasta tocar el cuerpo de la Gran Bruja que se dejaba acariciar y manosear hasta entrar en éxtasis. En tal estado de excitación, el grupo se fundía sobre ella y daba rienda suelta a sus desenfrenos. De repente, la espantada de unos cuervos que salieron de un árbol paralizó la escena. Al verles salieron despavoridos campo a través hasta que los ojos de don Quijote perdiéronles de vista. Quedó ensimismado en su pensamiento y liberado de la tortura volvió a intentar salir de aquel atolladero. Pero tropezó en las mismas dificultades. Dióse por vencido el caballero de la Triste Figura y en vista de las adversidades sólo le quedó como última alternativa requerir la ayuda de su escudero. Mas viendo que éste no resoplaba por ninguna parte elevó la voz y llamóle por ver si obtenía respuesta.

-Mi buen amigo Sancho, ¿acaso puedes oírme? Si así es, acude presto en auxilio de tu señor don Quijote que se encuentra baldado en medio de estas aguas pantanosas.

Para entonces Sancho había conseguido desembarazarse de las ataduras que le mantenían unido a su rucio. Distinto era que pudiera levantarse del suelo tan molido como tenía el cuerpo. A duras penas consiguió enderezar el espinazo pero sentía que tenía todo el cuerpo magullado de los golpes que se había dado contra el suelo. Le salía sangre de la cabeza y tenía rasguños por la cara y por los hombros. Mas nada era comparable con el estado calamitoso que presentaban sus manos, que habían sufrido el arrastre de su cuerpo contra el suelo en su afán de protegerse el resto del cuerpo.

Acudió renqueante al requerimiento de su amo con el cuerpo totalmente tullido. Cuando estuvo ante su presencia, don Quijote dio gracias a Dios por encontrarse a salvo, pues dudaba de que aquellos hijos de la Gran Bruja no hubieran sido capaces de cumplir sus amenazas.

-¡Sancho, gran amigo, no sabes cuánto celebro verte en este estado!

-Míreme bien porque no creo que lo tullido de mi cuerpo sea motivo de celebración. Dudo que tenga algún hueso sano, más bien supongo que tendré que bizmármelo con tablillas. He allanado todos los terrones que he encontrado en el camino.

-Escucha Sancho, no puedo moverme de donde me encuentro ni tampoco Rocinante. Habrías de ingeniártelas para sacarnos de aquí.

Pensó Sancho en cómo sacarles de las aguas. Sabiendo que tendría que hacer más uso de la maña que de la fuerza pidió a su señor que le echara la lanza. Con ella consiguió hacerse con los cabestros del rocín los cuales ató a una de las patas traseras de su jumento. Mandó a su señor que se agarrase lo más fuerte posible a la cola del caballo y una vez todo dispuesto sacudió un vardascazo al rucio para que tirase de la carga. No hubo suerte a la primera, pero la segunda envestida fue de mayor envergadura y aunque pareciera al principio que resultase imposible, un esfuerzo de mucho mérito acabó con el caballo y el jinete en tierra firme. Acto seguido se quitó la armadura y palpóse todo su cuerpo en busca de algún punto que no tuviese dolorido. Estaba totalmente empapado. Despojóse  por entero de sus ropas y extrajo de la alforja otra muda, pues a pesar de caer al agua su rocín, por fortuna apenas se habían mojado.

Don Quijote era un esperpento. El fango y el aspecto de su rostro producían una sensación de espanto. A pesar del dolor intentó mantenerse firme pero sobre todo amenazante con aquellos malhechores.

-Esos hechiceros, brujos conversos de mala reputación, se las verán conmigo. Vive Dios que tarde o temprano volveremos a encontrarnos y mi espada hará de fiel justiciera. Que el destino nos depare que llegue pronto ese momento.

-Sigue encabritado vuesa merced con la creencia de que estas gentes son brujos. Yerra mi señor don Quijote en tales apreciaciones. No hay brujos ni hechiceros que valgan. Lo ocurrido ha sido idea de los pastores con los que hemos topado esta noche que después de cebarnos y de tenernos como huéspedes nos las han hecho pagar bien caras.

-¡No digas sandeces, Sancho!  Estás empecinado en culpar a unos bondadosos pastores de toda esta aventura. Yo pongo la mano en el fuego de que todo lo aquí ocurrido ha sido providencia de espíritus malignos.

-Sepa vuesa merced que los capotes que portaban eran los mismos que llevaban puestos cuando llegaron a la taina y que las teas eran primas  hermanas de las que tenían para alimentar la fogata. Bien es verdad que me vendaron los ojos y me amenazaron con degollarme vivo, pero por el olor y el cuchicheo se me hace que eran los mismos.

-Me temo que no sabes discernir entre la realidad y los malos espíritus. Su brujería ha hecho mella en mi señora Dulcinea que ha visto cómo esas gentes la convertían a sus creencias y se ha ido con ellos.

-A mí se me hace que la que vuesa merced dice ser su señora Dulcinea no era otra que la pastora que en la cena presagiaba que la noche se mostraba propicia para las apariciones.

-Sea como fuere, mi buen Sancho, lo sucedido aquí es una aventura más a las que estamos sometidos constantemente los caballeros andantes.

-Y los escuderos, que también sufrimos las consecuencias –dijo  Sancho esbozando la primera sonrisa desde el desencuentro.

Despuntaba el alba cuando amo y escudero enfilaron de nuevo el camino. Don Quijote permanecía taciturno y pensativo. Sancho despejaba la duda sobre el tiempo que le quedaría aún para gobernar la promesa que su señor le tenía hecha.

 


(1)    Cencerro grande.

(2)    Cencerro pequeño en forma de campana.

(3)    Amenazar con llevar a cabo los propósitos.

(4)    Despotricar, hablar sin consideración ni reparo.

(5)    Pedro Martínez de Osma (muerto el 16 de abril de 1480). Gran teólogo y profesor de Teología en la Universidad de Salamanca. Amigo y maestro de Antonio de Lebrija. Fue el precursor por llevar a imprenta sus obras escritas. De él dijo Menéndez Pelayo que fue el primero por su erudición en todo género de doctrinas. Entre sus obras destacan Comentaria, sus Tractatus y De Confessione, ejemplares que posteriormente serían enviados a la hoguera. Fue desterrado durante un año a Alba de Tormes (Salamanca).

(6)    Entresueños, ronquidos suaves.

(7)    Escaparse, desaparecer repentinamente.

(8)   Supuso.

(9)   Patadas, coces.