VII.
A REGADERAS
niebla
(diciembre 2004)
“Para
las Candelas, una hora buena”, suelen decir los carralvalenses cuando el
sol despierta de su letargo invernal y los días comienzan a alargares con
lentitud pasmosa. Los borregueros conducen las ovejas hasta el monte para
que ramoneen alguna tierna hierba que empieza a brotar. De tanto en tanto
cae aún alguna nevada. Los hielos obligan a las mujeres a permanecer
sentadas al amor de la lumbre remendando viejos capotes y raídas
anguarinas. Los labriegos, durante estos largos meses de invierno, ocupan
su tiempo en reponer las bardas de los corrales de Cerrolacabaña
o en arreglar talanqueras y aperos de labranza. La noche va
extendiendo su manto sobre Carralval. El humo de las chimeneas cuenta sus
secretos a las estrellas. El perro del tio Malasangre aúlla a la luna.
Eustaquio, el Botarate, el alguacil de la aldea, hace sonar por tres veces
consecutivas su viejo y mugriento cornetín y lanza su pregón con voz
aguardentosa.
—
Por ooorden,
del
señor alcaaalde,
se
hace sabeeer
a
regaderas mañana,
a
las ocho de la mañaaana,
bajo
la multa
de
cincuenta peseeetas,
cuento
en la calle Real...,
—
¿Qué pregonas, Eustaquio?
—
Que hay que ir a regaderas mañana.
—
¿Y dónde echaremos el día?
—
No lo sé; el señor alcalde dirá. Aunque me parece que hay que
arreglar el Camino de los Carros.
—
¿Qué hay que llevar?
—
Azadón, pico y pala. Y... buenas ganas de trabajar
—
¡Pues, como no nos las dé la bota de vino...!.
Las ganas de trabajar quiero decir.
—
Tú llévate buen almuerzo, que todo se andará
—
¿A qué hora es el cuento?
—
A las ocho, en la calle Real,
—
Bueno, pues hasta mañana si Dios quiere y la burra no se muere.
—
¡Hala, a pasar buena noche!
La
familia Campos está sentada alrededor de una pequeña mesa de madera, de las
que por esas tierras denominan tocinera. Alberto unta pedazos de pan en la yema
de un huevo frito y engulle de vez en cuando algún trozo de escabeche de
verdel. Eugenia se encuentra hoy un poco desganada; cenará una tortilla
francesa y se acabará cuatro anchoas en aceite y vinagre que han quedado del
almuerzo. Beatriz desmiga torta en un tazón de leche. La abuela Clotilde
aparece en el umbral de la cocina tiritando de frío.
—
Aquí está Dios. ¡Corre un relente por la calle...!
—
Pues digo yo que no hace tanto frío como ayer.
—
No sé, no sé; por ahí andará. Pero yo creo que esta noche viene al
aire más húmedo y parece como si quisiera levantarse niebla. ¿Dónde está
la Zahara?
—
Acaba de tomarse la papilla y está ya en la cama. Ha tostado un poco
de harina el Alberto esta mañana y, de momento, no parece que le haya sentado
mal.
—
¿Se lo has dicho a don Mateo?
—
Sí, se lo dije ayer.
—
¿Y qué le pareció?
—
Pues dijo que, mientras que a la niña le siente bien...
La
abuela Clotilde comienza a despojarse del mantón. Se lo piensa dos veces y
decide permanecer de pie. Total, para qué se va a sentar si sólo estará allí
dos minutos.
—
Alberto, que venía a ver si puedes ir mañana a regaderas en lugar del
padre.
—
¿Es que no se encuentra bien?. Pues si ha estado aquí hace un rato y
no ha dicho nada.
—
¡Dónde tendrá la cabeza este hombre!. Que no se ha acordado de decírtelo.
Pero no está malo, no; es que le toca ir de borreguero mañana.
—
¡Vaya, pues yo tenía que ir a Monteilagas a llevar el pan!
—
Bueno, si no puedes...
—
Ya me las arreglaré. Iré con el pan un poco más tarde. Dicen que hay
que arreglar el Camino de los Carros. Si sólo es eso, aviaremos pronto.
—
Me voy, que se ha quedado padre cenando. ¡Ah, se me olvidaba!. Tenía
idea de preguntártelo esta mañana y luego no me he acordado. ¿Cuándo
piensas salir a misa, Eugenia?
—
Si no hay novedad, el lunes que viene. Ya lo he hablado con don Teógenes
y dice que por él no hay inconveniente.
—
Bueno, pues hasta mañana y que descanséis.
"carambujos"
frente a una niebla "zarragona" (diciembre 2004)
Comienza
a despuntar el día. Una espesa niebla se cierne sobre la aldea. En la plazoleta
de la calle Real los hombres intercambian saludos y blasfemias apoyados en sus
azadones, picos y palas.
—
¡Hombre, Alberto!. ¿Tú también a regaderas?. ¡Pero si no tienes ni
tierras ni carro!
—
¡Bueno, hombre, bueno, pero podré venir a agachar un poco las
bisagras!
—
¡No estará malo tu padre!
—
¡No, qué va! Es que le ha tocado ir de borreguero.
—
¡Ah, bueno, siendo así...!
—
Silencio, venga, que empiezo el recuento. ¡He dicho que os calléis,
coño, que con esta niebla ni siquiera veo dónde estáis!.
—
Venga, un poco de formalidad, que el señor alcalde va a empezar
el cuento.
—
Eulogio Riaguas, Eulogio Riaguas. ¿No está por ahí el Pocapena?
—
Pocapena, deja de hablar, que te están nombrando.
—
¡Presente!
—
Leonardo Pastor, Leonardo Pastor. ¡Que os calléis de una vez,
que así no hay quién se entienda! ¿Ha venido el Marrarás?
—
¡Preseeente!
—
Pablo Campos.
—
¡Presente!. He venido yo en su lugar. A mi padre le ha tocado hoy ir
de borreguero.
—
Bueno, coged los picos y las palas y... ¡arreando para el tajo!.
Los
hombres han llegado al Camino de los Carros. La intensidad de la niebla apenas
permite ver las caras de los compañeros. Todos hablan a voces y nadie se
entiende. El alguacil se desgañita intentando poner orden. Aquí se escucha el
chocar de un pico contra las piedras; allá una pala invisible se introduce en
la tierra arrancando un lamento.
—
A ver, esos que andan por ahí corriéndose buena juerga, que vengan
para acá; que aunque no os veo, sí que sé quiénes sois.
—
¿Qué pasa, Eustaquio?. No
querrás que, además de trabajar, nos estemos más callados que un muerto.
—
Por mí, os podéis reír todo lo que os dé la real gana, pero... venga,
coged los picos y allanad todas esas piedras que se han levantado por ese
lado.
Los
tres amigos: Eulogio, Leonardo y Alberto, se dirigen hacia un tramo del camino
en el que las heladas y las llantas de los carros han dejado las piedras al
descubierto.
—
¿Qué os apostáis a que hoy se la pegamos al Eulogio?. Como no se ve
ni jurar, podemos gastar alguna broma a ese botarate.
—
¡Ay, Alberto!, tú no sabes la risa que nos pasamos el otro día en la
bodega del tio Farruco. Le dio por contar historias de los de Albardil... ¡No
veas, nos meábamos de tanto reír!. ¿Verdad, Leonardo?.
—
¡Mia, pues que estuvimos allí ríe que te ríe hasta las tantas de la
noche!. Y no te creas que se cansaba de contar cuentos el tio Farruco.
—
Dicen que en Albaldil son muy atravesados y que, además, se lo toman
todo por la tremenda. Claro, por eso les llaman los Camotones, por lo dura que
tienen la mollera.
—
Sí, yo también he oído contar alguna historia de ésas.
—
Pero las del otro día eran nuevas, ¿verdad, Eulogio?.
—
Sí. Me acuerdo de una que dice que en Albardil había muchos tábanos. Con
que... va el señor alcalde y llama a todos los de ayuntamiento y les dice:
“mirad, este año ya no se puede parar; está todo plagado de tábanos y
tenemos a las caballerías llenas de mataduras de los picotazos. Hay que salir
al campo y acabar con ellos. A quien mate más tábanos se le dará un
premio”. Y así lo hicieron. En el día señalado, salieron todos los
hombres y mozos de Albardil con garrotes. Y dice el alcalde: “bueno, no hay
que armar ruido. Cuando veáis un tábano, ¡chitón y garrotazo que te
crío!. Hasta que no dejemos ni uno vivo”. El caso es que, se preparan todos
con los garrotes en alto y va un tábano y se para en la gorra del señor
alcalde. Llega el alguacil por detrás y... ¡zaaas!, le arrea un zambombazo
en toda la cresta y lo deja muerto en el acto... ¡al alcalde, claro, que no
al tábano!.
—
Siempre han tenido fama de ser más burros que un arado.
—
¡Buenooo!, si dicen que una vez rompieron la puerta de la
iglesia porque no podían meter el pendón; y es que lo querían meter
atravesado.
—
Y ¿sabes lo
que ocurrió otra vez?. Pues se resulta que querían subir al
cielo e hicieron una torre muy alta con todos los cestos de vendimiar
que encontraron en el pueblo. Y ya casi llegaban, pero les faltaba uno y
no sabían de dónde sacarlo. Y... a qué no sabes lo que hicieron. Pues
no se les ocurrió mejor cosa que quitar el primer cesto de abajo para
poder ponerlo arriba.
—
Yo creo que los de Carralval siempre hemos tenido ojeriza a los de
Albardil.
—
Y con razón; cada vez que hemos ido a las fiestas de su pueblo nos han
quitado las mozas y encima nos han apedreado.
—
Bueno, también les apedreamos nosotros cuando vienen ellos a Carralval.
—
En las fiestas, ya se sabe: o te lías a repartir leña, o te toca
bailar siempre con la más fea.
—
A lo que íbamos. ¡Qué sé yo la de historias que nos pudo contar el
tio Farruco el otro día en la bodega!. Mira, ahora me acuerdo de otro cuento.
Dice que un año había muchísimos topos en Albardil y se comían todas las
remolachas y la hortaliza. Y entonces, va el alcalde y llama a órdenes a todo
el pueblo. Sube la gente a la casa de ayuntamiento y dice el alcalde: “señores,
esto no puede seguir así. Los topos nos están malhadando todo; hay que
pensar en la mejor manera de liquidarlos. A quien se le ocurra una buena idea,
se le dará un premio”. Bueno, pues el uno decía: “habría que quemarlos
para que sufran y purguen el daño que nos están haciendo”. El otro añadía:
“yo creo que tendríamos que arrancarles la piel a tiras y después dejar
que se fueran por ahí en carnes vivas”. Hasta que va el más listo de todo
el pueblo, se quita la boina y dice: “pido la palabra, señor alcalde”. Y
el alcalde se dirige al resto de los vecinos de Albardil diciendo: “escuchad
bien lo que va a decir éste, que es el más listo y leído de todo el pueblo
y de seguro que se le ha ocurrido alguna solución”. Se hace el silencio
total, se quedan todos escuchando con la boca abierta y salta el fulano: “a
mí, señor alcalde, me parece que la mejor manera de matar a los topos es
hacer que sufran un buen rato, y, para ello, nada mejor que enterrarlos vivos.
—
¡Cagondiez! pues se pasó de listo aquel tío.
—
Ahora me acuerdo yo de otro. Que dice que son tan cacho animales que una vez
querían romper una piedra a huevazos.
—
¡Pues menuda me estuvo a mí son ese cuento de la piedra hace unos
diez o doce años!.
—
Anda, cuéntalo, Alberto, que me parece que el Eulogio no venía aquel
día con nosotros. No, no, claro, ¡cómo iba a venir si por aquellos entonces
estaba en la mili!
—
Una tarde, cogemos todos los mozos y mozas de Carralval y nos vamos a
la fiesta de Albardil. Estuvimos allí bailando en la plaza y, cuando nos volvíamos
para acá al anochecido, ya a la salida del pueblo, veo yo una piedra muy
grande y digo a los otros: “mirad, mirad, ésta debe de ser la piedra que
querían romper los Camotones a huevazos. Pero tuve tan mala suerte que me oyó
una vieja que asomaba por una calleja. Y va la tía zopenca y me suelta: ¡desgraciado,
sinvergüenza, tus huevos nos faltaron; si los llegamos a tener, seguro que la
rompemos!”.
—
¡Me cago en la bilia, vaya chasco!
—
¡Menudo...!
niebla
"zarragona" en las "arrevueltas" de la Dehesa
(diciembre
2004)
No
se puede acabar el trabajo. La niebla es cada vez más cerrada. el señor
alcalde ha decidido aplazar la reparación del Camino de los Carros. Volverá a
avisar a regaderas la próxima semana.
— ¡Eh, vosotros, venga, a almorzar a casa!. Que dice el señor alcalde que hoy
no se puede trabajar y estamos aquí pediendo el tiempo.
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