. Museos . Talleres . Pintura . Peñas
|
VIII. EUGENIA SALE A MISA
campanario (2004)
Es lunes, un lunes del mes de febrero. En el hogar de los Campos se respira aire de solemnidad. Eugenia sale a misa. La cuarentena hace días que concluyó. Pero la enclenque constitución de Zahara ha obligado a retrasar la ceremonia. La misa de hoy cumplirá una doble función: Eugenia quedará purificada tras su reciente maternidad y Zahara se acogerá a la protección de la Virgen del Vallejo. Eugenia no deberá entregar una gallina a don Teógenes. Esa costumbre ya se perdió. Antaño, la mejor gallina de cada corral sustituía en Carralval a aquella tórtola que ofreciera María en el templo tras el nacimiento de su hijo Jesús. Había pocas tórtolas en aquella aldea y ¡nacían tantos niños...! Con la carne de la gallina el ama del cura preparaba suculentos caldos con que regalar el estómago del sacerdote. Esa gallina, en más de un caso, hubiera hecho el avío de la casa. Algunas parturientas necesitaban sobrealimentación, pero la costumbre era la costumbre. Además, ¿quién era el majo que osaba negar al párroco el mejor ejemplar de su gallinero?. ¡Ah, la fuerza de la tradición!. En Carralval se cumplía a rajatabla con todo lo consuetudinariamente establecido. Cualquier razonamiento hubiera quedado postergado ante la costumbre y el “siempre se ha hecho así”. La tradición imperaba sobre la razón y la necesidad, a veces incluso sobre el hambre. — Abuela, acabe usted de arreglar a la niña, que ya tocan a misa y no encuentro las medias. — No te apures, Eugenia, que nos da tiempo de sobras. Hasta que toquen la tercera señal... — Si, pero ya sabe usted que don Teógenes no espera. Es muy capaz de darnos con la puerta en las narices. — ¡Qué malas pulgas que gasta este hombre!. ¡Vaya un morugo de armas tomar!. ¡Con lo pedazo de pan que llegaba a ser el otro cura, don Nemesio!. ¡Claro, así se volvió medio loco el pobre!. Como el ángel de Dios los soportaba todo sin rechistar... Otro gallo nos cantara si don Nemesio no se hubiera muerto. — ¿No se ha enterado usted?. Dicen por ahí que don Teógenes anoche casi arranca las orejas al Moisés, el Candonguillo, porque se equivocó cuatro veces diciendo el rosario. — No, si ya te digo yo que el día menos pensado deja a algún chico hecho un estropicio. — Abuela, que tocan la segunda. Como no nos demos prisa... — No te aceleres, Eugenia, que llegaremos a tiempo. — ¿Sabe si están ya listos el Alberto y el abuelo? — El abuelo estaba mudado antes de amanecer. — ¿A qué se ha levantado tan temprano?. ¿Temía quedarse sin banco en la iglesia? — ¡Ya ves tú, pues a dar la murga!. Nada, que no puede estar sujeto en la cama este hombre de Dios. — Habrá avisado usted a los de la tía Benita de que salgo hoy a misa. — Yo creo que se lo he dicho a todos los de la familia. Bueno, no sé si me habré olvidado de alguien, ¡como somos tantos!. Pero no te preocupes, que ya se habrán enterado ellos por su cuenta. Las amigas de Eugenia y varias vecinas llegan a la casa de los Campos dispuestas a ofrecer su ayuda. Otras mujeres, con quines los lazos de parentesco o amistad son menos estrechos, se dirigen directamente a la iglesia. — Buenos días. ¿Estáis ya preparadas? — Estamos acabando. Atusar un poco el pelo a la Beatriz, que mira cómo se ha puesto. ¿Qué tal mañana hace? — Así así; regulín, regulán, hasta que no se levante esta dichosa neblina... Abrigue bien a la niña, tia Clotilde, no vaya a ser que se resfríe. Ya sabe usted lo que dice el refrán: al perro flaco, todo son pulgas. — Pierde cuidado, que va bien tapada. Juana, la del tio Pimentonero, y Micaela, la Mandria, entran en la cocina riendo la broma que les acaba de gastar Leonardo. Se han puesto el traje de los domingos. Sus manos juguetean dando vueltas a la calamorra del alfiler que atraviesa sus negros velos. Están a punto de tocar la tercera señal. Don Teógenes se pondrá como un energúmeno si no llegan a la iglesia a tiempo.
iglesia parroquial (2004)
— Juana, mira a ver si están mis ligas por ahí, que no sé dónde las he podido poner. Con semejante alboroto... Nada, que ahora tampoco encuentro el velo. — Mira, están aquí. — ¿Qué es lo que está aquí? — Pues las ligas, mujer, ¿no las estabas buscando hace un momento? — ¡Ah, sí, qué cabeza la mía!. Oye, Micaela, coge mi velo, no sea que para postres ahora me lo deje en casa. — Digo yo, Eugenia, que menos mal que te decides a salir a misa de una vez. — Es verdad, chica. Me daba hasta vergüenza salir a la calle. Y don Teógenes dale que te dale, venga a mandarme recados a ver si me decidía a subir de una santa vez. ¡Fíjate, como que va para los dos meses que di a luz! — ¡Anda, que si hubieras tenido que salir a la calle con la teja en la mollera...! Se ha perdido la antigua costumbre de cubrirse la cabeza con una teja. Las jóvenes la comentan con ironía y cierto asomo de incredulidad. Antaño, cuando una mujer era madre, tenía rigurosamente prohibido el pisar la calle en tanto no hubiera salido a misa. Su primer deber, una vez transcurrida la cuarentena, era el dirigirse a la iglesia a entregar una gallina al párroco y someterse al rito de purificación. Los familiares y las vecinas portaban el agua hasta aquella casa durante el período de encierro obligatorio, y se ocupaban de cualquier otro menester que se hubiera de realizar fuera de la vivienda. Pero nunca faltaron los imprevistos y los casos de fuerza mayor por los que había que abandonar el hogar. Las carralvalenses —no se sabe si por iniciativa propia o adoptando alguna costumbre propia de algún pueblo cercano— traspasaban el umbral portando una teja sobre sus cabezas en estas ocasiones tan especiales. La teja simbolizaba la casa; por lo tanto, no se infringían las leyes. Las aldeanas, aunque sólo fuera simbólicamente, permanecían a cubierto. Pero los tiempos pasan y arrastran consigo costumbres que, tras ir desvaneciéndose lentamente, acaban por olvidarse. — ¡Mire que también, tia Clotilde, vaya una ocurrencia aquello de la teja! — Eran otros tiempos, Juana. Nosotras hacíamos lo que habíamos visto hacer a nuestras madres y a nuestras abuelas. — Sí, si, pero no me negará usted que la cosa era chusca. — ¡Pues... qué quieres que te diga!, a mí me hubiera dado reparo salir a la calle sin cubrirme la cabeza con la teja. Y eso que, de los cuatro partos, sólo me vi en esa necesidad una vez. Fue cuando nació el Alberto. Vino el pastor a avisar que se había caído una oveja al río Almízares. ¡A ver, tuvimos que bajar todos corriendo!. Y para lo que sirvió la teja... Porque al final no la pudimos sacar y se ahogó. La gente espera en los portajones de la iglesia. Los escasos hombres que presenciarán la ceremonia —¡éstas son cosas de mujeres!— se concentran bajo el olmo para maldecir las inclemencias del tiempo. Miran hacia el cielo implorando que aparezca el primer rayo de sol. La niebla comienza a desvanecerse. El sacerdote sale de la sacristía y se dirige hacia el atrio para recibir a madre e hija. Zahara llora desesperadamente envuelta en su recién estrenado faldón. La misa se hace eterna. Escuecen los pies de la concurrencia. Hace mucho frío. Alguno acabará con sabañones. Los monaguillos recorren los bancos pidiendo limosna para el culto. Más de cuatro labriegos piensan —aunque no se atreven a comentarlo más que en las charlas entre amigos— que las escasas monedas recolectadas se las gastará el señor cura en comprar un buen cuarto de lechazo. Aquí se extiende una mano depositando en la bandeja una moneda de cinco céntimos. Allá resuena un realillo al chocar contra el metal. Acullá cae una perra gorda. — Por el eterno descanso de Dámaso Morales. — Padre nuestro, que estás en los cielos... — Por el eterno descanso de María Pastor. — Padre nuestro, que estás en los cielos... — Por todos los difuntos de esta parroquia. — Padre nuestro que estás en los cielos... Las oraciones no concluyen. Está mal visto que tanto las mujeres como los escolares abandonen la iglesia antes de acabar el rezo de la plegaria por los difuntos. Los chiquillos se rebullen inquietos. Las mujeres piensan en el puchero que dejaron a la lumbre. Los carralvalenses inscriben a sus muertos en la larga lista de los rezos y pagan por ello una cuota anual al señor cura. Los difuntos que en vida fueron pobres desaparecen de la nómina tan pronto se ha celebrado la misa de cabo de año; los pudientes permanecen en ella por “sécula seculórum”.
Virgen del Vallejo (2004)
— Por las ánimas benditas del purgatorio. — Padre nuestro... Los hombres esperan a la salida. Ellos no están obligados a rezar la plegaria. Para ellos, también éstas con cosas de mujeres. Es más, si alguno hubiera permanecido en la iglesia, habría sido tachado de calzonazos y afeminado. Eugenia enciende una vela y la coloca a los pies de la Virgen del Vallejo. La abuela Clotilde hace lo propio frente a Nuestra Señora de las Alcubillas. — Que sea enhorabuena, Eugenia. — Gracias, Elvira. — Que se te críe con salud. — Gracias, Estefanía, y que tú lo veas. — Que Dios te dé muchos años de vida para sacarla adelante. — Gracias, tia Daría; eso es lo que esperamos. — ¡Hala! que se te haga una buena moza y la podamos ver casada. — Gracias, tia Bernarda, eso es lo que hace falta.
|