| SOCIEDAD Y CICLO VITAL EN UNA ALDEA SORIANA: ALCOZAR por Divina Aparicio de Andrés (1987-1979) (publicado en Cuadernos de Etnología Soriana, nº 9, Soria, 2002)
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La costumbre que existió durante muchos siglos en la aldea de ser los padres quienes de alguna manera concertasen los matrimonios de sus hijos, cambió en la década de los 50 como consecuencia del éxodo rural. Las mujeres ya no pretendían unir herencias, sino que preferían casarse con algún asalariado que las liberase de las tareas del campo. A partir de aquellos años los jóvenes han gozado de cierta libertad para elegir su pareja. En consecuencia, la importancia que había tenido una buena hacienda dio paso a la de un buen empleo y sueldo en la ciudad. La fecha para la celebración de la boda era fijada por los padres de los futuros esposos, evitando en lo posible que coincidiera con la época de la recolección a fin de no entorpecer el arduo trabajo del verano. La mayoría de las bodas se celebraban durante la primavera o en septiembre ("al acabar de eras"). La víspera de la boda se reunían los familiares de ambas partes (padres) a cenar. Unos días antes los novios debían acudir a la "doctrina". El sacerdote, durante varias noches consecutivas anteriores a la celebración del matrimonio, daba consejos a los futuros esposos, sobre todo de índole moral.
Por la mañana, los familiares del novio, tras haber tomado unas copas de aguardiente y unos trozos de torta de las elaboradas para esta ocasión, se dirigían hacia la casa de la novia donde se reunían ambas familias. Se extendía un lienzo blanco en el portal de la casa de la novia para evitar que los novios se ensuciasen sus trajes nuevos y se prohibía al resto del cortejo ("convidaus") pisar en dicho lienzo. Los novios se arrodillaban y el padre de alguno de ellos, o bien algún miembro de la familia de cierta edad y habilidad, se disponía a "echar un discurso" en el que deseaba toda clase de felicidades y éxitos a los futuros esposos, acabando con la bendición de los novios. Según aseguran los alcozareños, esta ceremonia no estaba exenta de emotividad, pues, como ya se ha mencionado anteriormente los encargados de pronunciar este discurso tenían una habilidad especial para conmover a la concurrencia y, en especial a los novios, con palabras cargadas de sentimiento y cariño. Acabada esta ceremonia familiar, los novios "del bracete" (cogidos por el brazo) y los padrinos a ambos lados, junto con el resto de la comitiva, se dirigían a la puerta de la iglesia. Allí esperaba toda la chiquillería del pueblo y las mujeres que no se encontraban entre el grupo de los "invitaus", que llegaban dispuestas a examinar los trajes de los novios. El juez de paz recibía a los novios, y el sacerdote y los monaguillos salían a su encuentro en los "portajones" (atrio de la iglesia). Todavía en el atrio, el padrino entregaba las arras que, en el caso de los matrimonios celebrados en la aldea, siempre incluían una moneda diferente. Es decir, las arras podían ser once monedas de oro o de plata a las que se añadía una moneda diferente (de plata si las once eran de oro y viceversa) para completar su totalidad, doce. Estas monedas eran prestadas con frecuencia por alguna familia rica y se devolvían a la misma tan pronto hubiera acabado la ceremonia. El padrino entregaba las arras diciendo: "aquí te entrego éstas arras en señal de matrimonio". El sacerdote hacía a continuación las preguntas de rigor y, tras haber consentido ambos contrayentes, éste decía: "ante Dios y ante el mundo, os declaro marido y mujer" y, dirigiéndose hacia el novio añadía: "sierva te doy y no esclava". Acabados estos preludios, el sacerdote y los monaguillos, seguidos por los novios y padrinos, detrás el juez de paz, y por último el resto del cortejo, se dirigían hacia el interior de la iglesia. El sacerdote colocaba "el yugo" sobre los hombros de los novios en señal de unión. El yugo consistía en un lienzo blanco con los Sagrados Corazones bordados en rojo. En la iglesia se colocan los invitados de ambos contrayentes manteniendo las reglas normales en la aldea de separación entre ambos sexos. No existe la costumbre de situarse cada familia en un lado diferente de la iglesia como ocurre en algunos otros lugares, hecho lógico si se tiene en cuenta que la mayoría de los invitados son personas que se conocen bien entre sí y, por otra parte, buen número de los asistentes ha sido invitado por ambas partes. Acabada la misa, es el sacerdote el primero en dar la enhorabuena a los recién casados, seguido por los padrinos y padres, y por último el resto de la concurrencia. Se utiliza siempre la misma frase: "que sea enhorabuena". Esta es la primera ocasión que tienen los padres del novio de besar a la novia y viceversa, y antaño podía ser la única. El beso es símbolo de que él y ella quedan admitidos definitivamente en la familia contraria. El acta matrimonial es firmada por los padrinos, quienes hacen también la función de testigos. Desde la iglesia, junto con el juez de paz, la comitiva se dirige al Ayuntamiento ("Casa de Villa") donde se procede a firmar el acta del matrimonio civil. Como puede observarse, en Alcozar se celebraba primero el matrimonio canónico, al revés de lo que sucede en las grandes ciudades.
Cuando los novios salen del Ayuntamiento, comienzan los !Viva los novios! ¡Viva los padrinos! !Viva el acompañamiento! que no cesarán en los dos o tres días completos, dependiendo la duración de la boda de las posibilidades económicas de ambas familias. Antes de la comida, todos los invitados, junto con los novios, recorren el pueblo cantando. Las mujeres que no han asistido a la misa aprovechan el paso de la comitiva para dar la enhorabuena a los recién casados. En estas rondas callejeras se llevaban porrones de limonada que se ofrecía a toda persona que se encontrase casual o intencionadamente en la calle. En las bodas de los ricos los padrinos lanzaban al aire caramelos para los chicos en edad escolar, aunque siempre había alguna persona mayor que tenía fama de golosa y se unía a la chiquillería para recoger algunos dulces.
Se preparaban largar mesas en los dormitorios ("salas") de la casa que tuviera mayores dimensiones. A veces se componían estas mesas a base de tablones o de los tableros que utilizaba el panadero para colocar las hogazas antes de introducirlas al horno, otras veces se usaban mesas del Ayuntamiento e, incluso, aquellas utilizadas para las autopsias. La mesa principal era presidida siempre por al sacerdote, colocándose a un lado los novios y al otro los padrinos. Se contaban historias y chistes hasta que las cocineras anunciaban que la comida estaba preparada. La comida era servida por las mozas invitadas a la boda, que llevaban delantales blancos. De servir el vino se encargaban los hermanos de ambos contrayentes. A todas las bodas asistían como invitados: el cura párroco, el sacristán, los pastores de ambas familias, y algún miembro de la familia del panadero por haber preparado éste las tortas y dulces de la boda. Había también cocineras especializadas que asistían a todas las bodas por su fama de preparar las mejores comidas de toda la aldea. La comida generalmente consistía en:
El número de asistentes era de cincuenta a ochenta personas y se invitaba a todos los familiares hasta los primos segundos. Para preparar la comida suficiente se calculaba una media de medio kilo de carne por persona y comida. Habitualmente se sacrificaban de 4 a 6 ovejas o corderos y 15 o 20 pollos y otros tantos conejos. Se reunía toda la vajilla de ambas familias y se recurría también a la de las vecinas. Cada 4 o 6 personas debían comer en un mismo plato tanto por la insuficiencia de vajilla como por la costumbre generalizada de comer toda la familia cogiendo los alimentos de una única fuente. A la hora de la sobremesa llegaban las amigas solteras de la novia a cantar alguna albada. Concluidas las canciones, las mozas eran invitadas a tomar torta y limonada. Durante la tarde se hablaba del campo, de las ovejas y de las últimas ferias a las que hubiera asistido alguno de los invitados; se jugaba a las cartas ( "brisca" y "guiñote") se contaban chistes y se hacía toda clase de gamberradas. Cuentan que en cierta ocasión vistieron a un asno con ropas femeninas y lo pasearon entre las mesas donde jugaban a las cartas los invitados. En otra boda se apagaron todas las luces y algunos invitados, disfrazados de fantasmas, quemaron alcohol en sartenes. A media tarde la madrina entregaba "el madrinazgo", consistente en un trozo de torta que se repartía en las eras y se entregaba a los invitados y a aquellas personas que se hallasen en las cercanías. El padrino pagaba la limonada que se bebía al mismo tiempo. Acabados los festejos de la boda, la madrina llevaba un trozo de torta del "madrinazgo" a aquellas familias con las que mantenía cierta amistad y no hubieran estado entre el grupo de invitados. Desde las eras, la comitiva se dirigía al pueblo cantando hasta la hora de la cena. La cena se componía de:
Acabada la cena todos los jóvenes quedaban al acecho e intentaban informarse de dónde iban a ir a dormir los novios. En caso de que lo averiguasen, ponían "sal gorda" entre las sábanas y cencerros debajo de la cama. Por la noche trepaban por la ventana o balcón de la habitaci6n de los novios intentando impedirles dormir.
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A la mañana siguiente continuaba el festejo, que podía durar dos días y en algunos casos hasta tres. Los mozos intentaban sacar a los novios de la cama pero, como era una costumbre muy generalizada, éstos madrugaban con el fin de impedirlo. Los novios eran subidos a un carro tirado por "machos" enjaezados con colchas de colores y cascabeles. A veces eran los mismos mozos quienes tiraban del carro, sin necesidad de utilizar caballería alguna, y otras se sustituía el carro por un trillo y no faltó ocasiones en que se metió a los novios en alforjas y fueron paseados a lomo de asno por todo el pueblo. Acabados los festejos, se repartía la comida sobrante o se continuaba comiendo juntos los familiares más allegados de ambas familias.
Tanto la familia del marido como la de la mujer seguían manteniendo a éstos durante un año. No era costumbre que estableciesen su propio hogar hasta que hubiera concluido este período de tiempo; permaneciendo cada uno de les recién casados en su casa de solteros, donde comían y trabajaban, y durmiendo ambos en una de estas dos casas, generalmente en aquella en la que se dispusiera de mayor espacio. Ambas familias entregaban al nuevo matrimonio todo lo que se recolectaba en la "parte de vega" ("quiñón") y su importe se destinaba a comprar una "caballería" o una "yunta de machos" (según fueran los "posibles") con la que poder labrar las escasas tierras que pudieran poseer y algunas más que conseguían "llevar en renta". El "quiñón" o "parte de vega", por ser terreno de propiedad comunal, debe entregarse a todo varón al cumplir su mayoría de edad. Sin embargo, el reparto de la tierra se hace cada diez años. Por tanto, y como quiera que sólo quedan disponibles los "quiñones" por fallecimiento del usufructuario, a veces no había tierra suficiente para todos aquellos que llegaban a la considerada edad adulta. En los diez años que mediaban entre un reparto y otro, algunos recién casados debían compartir un mismo "quiñón" con otros cuatro o cinco matrimonios, e incluso hubo alguna ocasión en la que el reparto fuera entre ocho. Este hecho hacía que los primeros años de matrimonio, de no tratarse de una familias "pudientes", resultaran sumamente difíciles para la pareja. |