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LA COCINA por Pedro Aparicio de Andrés y Montse Martínez Barba (1995)
Museo Casa Rural de Alcozar (foto 1995)
La cocina fue en el pasado la dependencia de la vivienda alcozareña que más se usó. Las bajas temperaturas invernales obligaban a los alcozareños a mantenerse cerca del fuego el máximo tiempo posible. La cocina típica alcozareña solía ser de dimensiones reducidas para que el ambiente se mantuviera más caldeado. En la chimenea, donde se quemaban sarmientos o leña del monte, colgado del allarín se podía ver el caldero o la caldereta de cinc donde se cocían patatas y remolachas para los cerdos. Más abajo, en lo que se llamaba hogar, hervían las alubias o los garbanzos en pucheros de barro sujetos por brillantes seseros. Las trébedes se colocaban encima de la llama para freír los huevos o el "charro". Un recogedor, también metálico, impedía que las ascuas se esparcieran. Y, a ambos lados del fuego, dos cilindros de hierro —denominados cañoneras— fueron los antecedentes rurales de la bolsa de agua caliente o de la manta eléctrica, ya que en ocasiones se empleaban para calentar las camas. En la poyata, una pequeña repisa por detrás del hogar, esperaban la hora de la cena los huevos fritos que, en más de una ocasión y debido a la lluvia, recibían alguna mota de hollín o alguna pavesa que caía chimenea abajo. Colgado de algún clavo siempre se encontraba el fuelle que servía para avivar el fuego. Y las tenazas iban de mano en mano para atizar la lumbre o para "firmar" o "hacer rúbricas" sobre las mortecinas ascuas.
cocina económica (2013)
En la cocina se almorzaba, se comía, se cenaba y... se trasnochaba. Durante las largas noches de invierno, las abuelas escarmenaban o hilaban la lana, los abuelos esmotaban alubias, las madres remendaban pantalones o hacían "piales", los padres componían alguna collera del ganado o cincha de la burra y los chicos hacían sus deberes escolares o jugaban al parchís. A estas veladas o trasnochadas de invierno siempre se unían algunos vecinos, de esta forma, al tiempo que se ahorraba leña en una casa, la conversación se hacía más amena. Toda la familia se sentaba alrededor del fuego en "tauretes", banquetas o banquillas, impidiendo que se desperdiciara el calor que desprendía el fuego. Y, durante el invierno, nadie se movía de su sitio para cenar; se colocaba una mesa baja entre los comensales con los platos —que en la mayoría de los casos sólo era uno— y todos cogían su ración y la colocaban sobre un trozo de pan que sostenían en la mano. Esta mesa, del tipo de las denominadas tocineras, tenía un pequeño cajón donde se guardaban los escasos cubiertos que, como ya hemos dicho, eran poco utilizados a no ser la cuchara. En la pared opuesta al fuego solía haber un basar, rudimentario armario con anaqueles en el que se colocaban los tanques y tazones para el desayuno, los platos y fuentes y algún jarro con la imagen de San Antonio de los que se empleaban para bajar el vino de la bodega. En las casas de las familias pudientes, colgada de la pared, se mostraba la reluciente espetera de cobre, compuesta de cazos y cacillos, pero no en todos los hogares se disponía de este ajuar. Sobre la fregadera, pileta hecha generalmente con cemento donde se colocaba la caldereta con el agua caliente para fregar los platos, solía haber también un escurreplatos. Y encima, colgando de puntas clavadas en la pared, la cucharrena o espumadera, y el cacillo o repartidor. Pocas cosas más había en aquellas cocinas de nuestra infancia y juventud, donde nuestros padres aprendieron a sumar escarbando con un tizón sobre la ceniza; donde escucharon anécdotas de tiempos pasados; y donde tal vez "pelaron la pava" con el novio o novia tras el obligado consentimiento paterno para que él o ella "entrasen en casa".
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