| ENGORDE Y MATANZA DEL CERDO (I) por Libia Alonso Vicente (1995)
Cuando llegaba el mes de febrero o marzo, ya se podía pensar en ir preparando el cerdo para el año siguiente. El engorde del cerdo empezaba casi siempre nueve o diez meses antes de la matanza. Se iba a San Esteban de Gormaz en día de mercado (el martes) y se compraba uno o dos cochinillos con el fin de engordarlos y que criaran buenas mantecas. Durante los nueve meses siguientes, toda la familia colaboraba en el engorde del animal: recogiendo cardos tiernos, cociendo patatas o cortando remolachas que, junto con unos puñados de harinilla de cereal, era el alimento básico de los cerdos. Cuando llegaban los primeros fríos del invierno siguiente, ya se podía pensar en ese gran día que era la matanza. Unos días antes de la matanza ya comenzaban los preparativos. Los hombres afilaban los cuchillos y el hacha, sacaban el banco o "tajón" y el gancho... Las mujeres fregaban la caldera de cobre con vinagre y sal "granzuda"; limpiaban gamellas, baldes, calderetas y tarrizas; compraban el pimentón, la canela... y elegían las mejores cebollas matanceras. La víspera de la matanza era un día muy ajetreado, sobre todo para las mujeres que, además de los trabajos que ya he indicado, cortaban la cebolla y el pan y preparaban las agujas y el hilo para coser las morcillas, los chorizos y los obispos. Y nunca olvidaban de poner a buen recaudo la sal gorda o "granzuda", que era un elemento importantísimo para el buen éxito de salar las piezas de tocino y magro que servirían de alimento básico durante la siega y recolección de la cosecha siguiente. El día de la matanza se consideraba como una fiesta, así que los chicos no acudían a la escuela. Por la mañana iban entrando en el cuarto o comedor de la casa aquellas personas que ayudarían en las múltiples labores de esas jornadas. Se tomaban una copa de aguardiente y unas pastas que el ama de casa había preparado para tal ocasión, y así cogían la fuerza y el calor suficiente para enfrentarse al sacrificio del cochino, pues pocas veces se usó en Alcozar la palabra cerdo. Cuanta más gente se reunía, mejores momentos pasábamos. Se comía, se bebía el excelente vino que los vecinos de Alcozar son expertos en elaborar, y se reía, se gastaban bromas y se gozaba de la mejor predisposición para pasar uno o dos días rebosantes de alegría. Después del refrigerio matinal, llegaba el peor momento de la jornada. Se iba a buscar al animal, que llevaba algunas horas sin comer. El cerdo, entre gruñidos, acababa por salir del cortijo a fuerza de empujones y tirones de orejas y rabo, sin que faltase la ocasión en la que el animal echaba a correr y tiraba por tierra a todo el que intentara sujetarlo. Cuando por fin se conseguía aplacar las iras del cerdo, se le subía en el banco y algún experto familiar o vecino le clavaba el cuchillo. Las mujeres se apresuraban a recoger la sangre en una caldereta para después elaborar las ricas morcillas. Pasados estos malos momentos, todo eran risas y alegres comentarios de grandes y pequeños. Así pues, la muerte del cerdo servía para hacer más felices a quienes continuaban vivos. Seguía la alegría mientras se llevaba el cerdo a chamuscar, haciéndole la última cama con paja molida y tapándolo después con pajas largas de vencejo que se prendían en una gran hoguera. Como generalmente hacía frío, se formaba un corro alrededor de la hoguera y se extendían las manos para que éstas no se amoratasen. Chamuscado ya el cerdo, se lavaba con agua y se raspaba con trozos de teja para que su piel quedase bien limpia, y a continuación se le sacaban las pezuñas con un gancho. Luego se colgaba en el portal de la casa, se le abría en canal, y se colocaban las pellas de manteca por encima de unas estacas que iban de un brazuelo del cerdo al otro. De este modo se oreaba el interior del cerdo antes de estazarlo. Acabado de colgar, se cortaba un trozo del cerdo y se llevaba como muestra para que lo analizase el veterinario de Langa de Duero. El viaje se hacía en bicicleta, el medio de transporte más rápido de la época. Las madres, abuelas y tías preparaban el almuerzo, que consistía en sopas morenas, fritada de hígado, la pajarilla, las criadillas y retales de tocino fresco, resultando de todo ello un manjar exquisito, al menos en el recuerdo de quienes vivimos aquellas inolvidables matanzas. Terminado el ágape, las mujeres hacían dos grupos: el uno iba a la Puentecilla o al Arroyo de la Fuente a lavar las tripas, mientras que el otro se quedaba en casa preparando el mondongo.
Los hombres hacían las rajas y mantenían el fuego, al tiempo que se prestaban a ayudar a las mujeres en cuanto éstas mandaban. Una vez rellenas las tripas con el mondongo, las morcillas se iban poniendo al fuego dentro de una caldera con agua. Era curioso observar el proceso de cocción entre frases tales como: "¡pincha, pincha, que se rompen!"; "más fuego, que van muy lentas"; o "saca una a ver como están", y todos los chiquillos alrededor mirando el trajinar de las madres, tías y abuelas. Después, los hombres ponían a asar la careta del cerdo y el morcón y con esta buena merienda se dirigían a la bodega, dejando a las mujeres con su labor de sacar las morcillas y extenderlas para que se oreasen antes de ser colgadas en varas entre los machones del techo de la cocina. Los chicos, con las "corbeteras" de las cazuelas, el almirez y botellas de anís vacías, organizaban su fiesta particular, acabando por dormirse antes de que concluyese la larga cena y debiendo ser trasladados a sus propias casas a hombros de sus padres o hermanos mayores. Pues, ya a altas horas de la madrugada... "cada mochuelo a su olivo" hasta el día siguiente. Pero la fiesta de la matanza todavía no había acabado. El segundo día, todos los hombres que participaban en la matanza llegaban temprano para estazar (descuartizar) el cerdo después de haberse tomado la imprescindible copa de anís para combatir los rigores invernales. Según iban descuartizando el cerdo, iban colocando cada pieza (espinazo, costillares, lomos, jamones, paletillas, cabeza, etc.) en la gamella correspondiente, al tiempo que cortaban los trozos de magro alrededor de los huesos que servirían más tarde para hacer los chorizos y las güeñas. Poseer una máquina de picar carne era todo un lujo en aquella época, las había contadas en el pueblo, así que la mayoría de las vecinas del pueblo se dirigían a casa de la señora Teresa —la del señor Frutos— para pedir prestada la picadora y hacer las salchichas. Con el magro se llenaban días después los intestinos para hacer los chorizos. Y con la carne de menor calidad, el bofe y el cuajo se elaboraban las güeñas. Esa misma tarde se amasaban las salchichas con las especias correspondientes y se probaban hasta conseguir la aprobación de la mayoría. A continuación se preparaba el adobo en tarrizas o gamellas y se colocaban dentro los huesos, los lomos, los costillares, las orejas, la lengua, etc. La conservación de estas carnes constituía otro ritual. Sacadas del adobo unos días después, se colgaban en el techo de la cocina para que se fueran secando al humo. Las morcillas, por ejemplo, se consumían pronto, pero los chorizos, güeñas, lomos y costillares se "enterraban". Este "entierro" era otra gran fiesta. Las mujeres cortaban los tallos de chorizo e iban dando a los críos los nudos para que se los comieran. Asimismo se cortaban lomos y costillares y, tras darlos una vuelta en la sartén, eran colocados en ollas que contenían aceite. La conservación de estos alimentos era larga y constituían la base de la alimentación durante la época de la recolección de la cosecha. El cerdo era probado por la mayoría de los familiares y vecinos, pues aquellos que no participaban directamente en la matanza, recibían un puchero de caldo de morcilla, alguna morcilla o algún retal de carne.
llevando a la cochina a "cubrir"
De los tiempos de mi niñez, recuerdo de forma entrañable a un vecino del pueblo, el pastor, que acudía a la cena del segundo día de la matanza año tras año. Para entonces los trabajos más agotadores ya habían concluido y todos nos mostrábamos relajados y de buen humor, a lo que contribuía también la llegada de dicho pastor, que siempre contaba historias graciosas, ocurrencias y anécdotas que nos hacían morir de risa una vez acabada la cena. Después, sin dejar de gastar bromas, jugábamos a las cartas todos contentos y felices hasta que llegaba la hora de dormir y empezábamos a soñar con la matanza del año siguiente.
|