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HÚNGAROS, TITIRITEROS, COMEDIANTES Y GITANOS

 

 

!Que vienen los húngaros! Gritaba a voz en cuello el Simón, el de la Venancia, o el Alfonso, el del Morrazos, tan pronto vislumbraban sus desvencijados e inconfundibles carromatos de madera al asomar por las Arrevueltas1 de la Dehesa. ¡Que vienen los húngaros! Se desgañitaban los chicatos2 repitiendo una y otra vez la consabida consigna por calles y callejas hasta llegar a Camarero.

Un tropel de chicos y chacos3 corría como abantos para llegar cuanto antes a la Calle Real y observar desde primera fila la entrada en Alcozar de estos para nosotros sorprendentes personajes.

En una comunidad regida por lo cotidiano y el ciclo agrícola, la llegada de los húngaros, comediantes o titiriteros, que así los llamábamos indistintamente, suponía un acontecimiento extraordinario. Eran nómadas que recorrían los pueblos exhibiendo sus espectáculos más o menos circenses. Los niños nos quedábamos con la boca abierta observando aquellos pintorescos carromatos o tartanas, que, aunque viejos, lucían vistosos dibujos en sus laterales, tenían una escalerilla para entrar y salir y algunos incluso estaban adornados con volantes.

Acampaban en alguna era y allí esparcían sus exiguas pertenencias y enseres durante unos cuantos días, volviendo a emprender su sempiterno deambular por polvorientos caminos acabadas sus representaciones.

Las mujeres húngaras vestían llamativa indumentaria similar a la de las cíngaras e iban cargadas de abalorios, “hablaban raro, en extranjero” entre ellas y tocaban sus panderos por la calle, a cuyo son bailaba o hacía piruetas un mono, un oso o una cabra adiestrada que, terminado el espectáculo, agradecía a los mirones su presencia pidiendo la voluntad: unas patatas, un zaragüello4 de pan o el meano5 y el culero6 del cerdo que los alcozareños reservaban a tal fin tras la matanza.

Iban acompañadas por una caterva de niños astrosos y espelujados7, y eso que en Alcozar no teníamos agua corriente en las casas, así que no fuimos precisamente chicos de baño diario. Nos lavábamos a retazos y como el gato en una palancana8 y de vez en cuando nuestras madres nos quitaban la roña metiéndonos en un balde y rascando nuestras tiernas carnes con estropajo de esparto y jabón de olor o, en el peor de los casos, con jabón de elaboración casera. A pesar de su sucio aspecto, más de una vez envidiamos su suerte por no tener que acudir diariamente a la escuela, por no recibir castigo alguno si jugaban con el fuego, si se caían y se hacían un buen chichón en la frente, magullaban sus rodillas o acababan con una piquera9 en el cocote10; si se rasgaban sus harapientos pantalones, u otros episodios por los que nosotros recibíamos un moquete11 o un soplamocos, nos zurraban la badana o nos mandaban a la cama sin cenar.

El patriarca y algún otro miembro masculinos del clan se dirigían al ayuntamiento para solicitar autorización y poder representar su espectáculo en el salón de actos. Al anochecido, cuando volvían los labradores del campo, todo el mundo compraba su entrada e íbamos a ver las comedias, que consistían en unos cuantos trucos de magia que no pasaban de hacer desaparecer la boina del bolsillo del tio12 Jorge o la pañueleta13 que se había echado sobre los hombros la Elvira, y ante nuestras miradas atónitas aparecía el conejo o la paloma de debajo de la chistera. Seguía la intervención estelar de monos, cabras y osos amaestrados y, como colofón, alguna parodia en la que la falta de buen argumento se suplía con las picardías o desvergüenza de alguna joven que bailaba remangándose14 la falda más de lo que en Alcozar era habitual en aquellos tiempos.

Tras arrancar calurosos y sinceros aplausos de toda la concurrencia y, por un módico precio, solían vender papeletas para una rifa, cuyo ganador podía llevarse a casa una botella de anís El Mono o una pepona15 de cartón.

En sus últimas apariciones por Alcozar, a finales de los años cincuenta del siglo pasado, algunos húngaros llegaron con un proyector cinematográfico. Un húngaro o una húngara, según correspondiera el diálogo a un personaje masculino o femenino, ponía voz a las cómicas escenas que no dejaban de arrancar nuestras carcajadas a mandíbula batiente. Allí vimos, henchidos de emoción, nuestra primera película. Luego llegarían las de la Sección Femenina y Facundo con sus filmes de El Gordo y El Flaco, pero eso fue algunos años más tarde.

 

 

También nos visitaban periódicamente los gitanos, pero no levantaban tanta expectación ni entre los mayores ni entre la chiquillería y, en consecuencia, no se les dispensaba un recibimiento tan caluroso como a los húngaros.

Llegaban en tartanas o carromatos tirados por famélicos jamelgos, pero menos vistosos que los de los húngaros, y acampaban en algún corral de ovejas que en ese momento estuviera desocupado. Los alcozareños, y sobre todo sus mujeres, recibían con recelo a estos nómadas itinerantes con tal vez injusta fama de ladrones, y se apresuraban a meter en el corral las gallinas que campaban libremente por las calles durante el día, o a recoger la ropa que tuvieran tendida al sol.

Las gitanas, siempre con un niño sentado en su cadera y algunos más con los mocos colgando, semidesnudos, con más mugre que el delantal de la tia Farola y tirando de su falda, pedían limosna de puerta en puerta. Con voz lastimera imploraban algo de comida o ropa para vestir a sus churumbeles16. “Déme usté argo pa estos probecitos que no tien na que llevarse a la boca”, repetían una y otra vez por las casas, y pretendían echar la buenaventura a aquellas atareadas aldeanas que no se atrevían a quitarles los ojos de encima por miedo a que desapareciera como por ensalmo lo primero que estuviera a mano. Si no conseguían sus propósitos, maldecían a la aturdida mujer, a sus descendientes y a sus muertos antes de que tuviera tiempo de trancar la puerta con llave.

Y sobre todo vendían cestas, excelentes cestas de mimbre de todo tipo y medida, con tapa o sin ella, con asa o canastillos para la labor, en cuya confección casi todos los gitanos eran expertos. Asimismo, llevaban consigo objetos de hojalata: candiles, aceiteras y calderos mayormente.

Los hombres solían ofrecerse como esquiladores de burros, machos y otras caballerías, cuyo arte también dominaban a la perfección.

Eran perseguidos constantemente por la Guardia Civil, y dada su condición itinerante y por lo tanto la ausencia de domicilio fijo conocido, no dudaban en aplicarles, con razón o sin ella, la Ley de Vagos y Maleantes. En ocasiones el único delito que habían cometido era el de ser una comunidad errante, que no se inscribía en el Registro Civil, carecía de documentación oficial y burlaba el obligatorio cumplimiento del servicio militar. Su conocimiento del terreno y su pericia para evitar caminos transitados, hacía que la persecución resultara infructuosa las más de las veces.

 


1 Arrevuetas: Vueltas de un camino, curvas.

2 Chicato: Chaval, adolescente que por su edad no se consideraba ni niño ni mozo.

3 Chicos y chacos: Expresión utilizada para referirse a un grupo de niños o chavales de todas las edades.

4 Zaragüello: Trozo grande de pan de hogaza.

5 Meano: Parte genital del cerdo.

6 Culero: Borde del ano del cerdo.

7 Espelujado: Despeinado, sin peinar.

8 Palancana: Palangana, jofaina.

9 Piquera: Brecha o herida profunda en la cabeza.

10 Cocote: Cogote, cabeza.

11 Moquete: Soplamocos, golpe que se da a alguien en la cara.

12 Tio/tia: Tratamiento que no tenía nada que ver con el parentesco y que precedía al nombre propio de las personas muy mayores.

13 Pañueleta: Pañoleta, pañuelo que usaban las mujeres para cubrir su cabeza y que podían llevar también sobre los hombros.

14 Remangarse: Arremangarse, subir.

15 Pepona: Muñeca denominada Pepona.

16 Churumbel: Niño, muchacho en caló.


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