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LOS PALEPES

- Los palepes de Simón, por Pedro Aparicio de Andrés (2001)

- Los palepes, por Claudio y Arturo de Blas Madrid (1994)

 

 


 

  Los palepes de Simón

por Pedro Aparicio de Andrés

 

 

Uno de los recuerdos de niñez que más nítido conservo es la admiración que sentía hacia Simón. Simón era un vecino que, además de ser mayor que yo, tenía un bote repleto de palepes; palepes que heredé yo —con el bote incluido— cuando emigró con su familia a Cataluña a principios de los años sesenta. Pero antes de recibir tan preciada herencia, Simón me prestaba sus palepes y su abuela; los palepes sólo cuando intentaba enseñarme a jugar, pues los volvía a guardar celosamente en el bote tan pronto como acababa mi entrenamiento; su abuela, porque mi madre me dejaba con frecuencia a su cuidado y yo crecí creyendo que, además de una abuela materna y otra paterna, tenía una tercera que se llamaba Toribia.

Simón era extremadamente cuidadoso con sus palepes, que guardaba en la alacena de la cocina. Y, como era un buen jugador, iba incrementando su tesoro al tiempo que aumentaba su pericia en los diferentes juegos en los que se empleaban los pequeños cartoncillos. Además tenía un hermano mayor, Teótimo, que le había traspasado su “colección” cuando decidió sumarse a la primera corriente migratoria. La palabra colección no sé si viene a cuento, porque era raro encontrar un palepe que no tuviera o bien una cerilla o bien el escudo de España.

Se hacían los palepes recortando los dos lados más anchos de las cajas de cerillas, es decir, las que no tenían asperón y sí un dibujo (vela o escudo, como ya se ha dicho) con tres únicos colores: negro, amarillo y rojo. Pero en aquel tiempo en que no sobraba de nada y faltaba de casi todo, hasta se procuraba ahorrar cerillas: así, por ejemplo, las madres encendían la vela en la lumbre cuando tenían que subir a la cámara o entrar en la despensa; y las abuelas pedían “luz” a las vecinas más madrugadoras cuando se trataba de hacer arder el rollo de cera, la tabla o las velas del hachero que colocaban en la iglesia en recuerdo de sus muertos, de donde se puede colegir que no resultaba empresa fácil conseguir una caja da cerillas vacía, y de ahí que se “heredasen” igual que los pantalones largos, la enciclopedia escolar o el tiracantos.

Los palepes tenían sexo y edad, pues sólo los empleaban en sus juegos los niños y los adolescentes del género masculino. Sustituían a las monedas en el juego de la tanguilla, que, para distinguirlo del que practicaban los más mayores, los chicos llamábamos tuta. Con los golpes propinados por los tangos y su roce con el suelo, los palepes iban desgastándose por los bordes y las esquinas y tomando una forma redondeada que cuando llegaba a afectar al dibujo obligaba a retirarlos de la circulación no sin cierta discusión por parte del propietario. También se tazaban o iban perdiendo el color con el paso del tiempo, pero todos los chicos nos sentíamos remisos a reconocer que eran inservibles.

El primer juego que me enseñó Simón  requería buen tino, pero sus reglas no adquirían grandes complicaciones. Nos colocábamos varios chicos cerca de una pared lo más lisa posible (la del “juegopelota” o frontón era la mejor de todo el pueblo) y se hacía una señal a cierta altura. Cada jugador debía coger uno de sus palepes, colocarlo en la marca y dejarlo caer hasta el suelo. El palepe que caía encima de otro pasaba al bote de quien había conseguido “montarlo”. No eran raras las discusiones acerca de si montaba o no montaba el dichoso palepe cuando según se mirase rozaba sólo una esquina y ésta estaba desgastada por el uso.

Otro juego consistía en colocar los palepes de culo, dar un papirotazo sobre ellos con la mano derecha (entonces se nos prohibía hasta ser zurdos) haciendo forma de cuenco y tratar de que quedaran de cara. El jugador ganaba todos los que había conseguido dar la vuelta en un único golpe que se había de dar a reo o turno riguroso, o bien (según se hubiera establecido antes de comenzar el juego) seguía teniendo posibilidad de nuevos intentos mientras fueran saliendo palepes de cara.

Las complicaciones y reglas aumentaban con el pasar del tiempo y, llegados a la edad escolar, comenzábamos a jugar a los palepes en cuadro, utilizando además las cuartilleras, que eran unas monedas de cobre hacía muchos años fuera de curso legal. Para ello se marcaba un cuadro en el suelo y, desde una determinada altura, cada jugador dejaba caer su palepe procurando que quedase en dicho cuadro. No recuerdo muy bien, pero creo que cuando caía fuera o “pisaba” la raya, el desafortunado jugador debía tirar un segundo palepe. Después se establecía el turno de tiro, que estaba relacionado con la posición que había tomado cada palepe dentro del cuadro, y se lanzaba una cuartillera intentando sacar del cuadro algún palepe y que la cuartillera tampoco quedase dentro.

Había muchos más juegos en los que se utilizaban los palepes, pero ¡hace tanto tiempo...!

 


  Los palepes

por Claudio y Arturo de Blas Madrid

 

 

palepes y cuartilleras

 

Los palepes eran como una especie de estampitas pequeñas que se hacían recortando los dos lados más anchos de las cajas de cerillas, es decir, los que no llevaban asperón. Se usaban como moneda de pago en varios juegos como, por ejemplo, en el que se conoce con el nombre de pon.

También se jugaba a los palepes haciendo una raya en la pared desde la cual debía dejar caer un palepe cada uno de los participantes. El jugador recogía todos los palepes que hubieran tirado sus compañeros con anterioridad a los cuales tocase o rozase el que el último chico dejaba caer.

Los palepes pasaban de mano en mano según se ganara o perdiera en los diferentes juegos en los que se empleaban y el repetido uso hacía que se desgastasen sus esquinas y que, después de un tiempo, no se pudiera ver la cerilla encendida que grababa la Fosforera Española como anuncio de su contenido.


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