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LAS MORCILLAS (I)

por Filo García Romero (1995)

 

 

Las morcillas, típico manjar de nuestra tierra y que por suerte todos hemos tenido oportunidad de probar. Pero si bien ahora nos resulta muy fácil adquirirlas en cualquier carnicería y cualquier época del año, quiero recordar cuando no era tan fácil, sino que había que esperar a que en cada casa se llevara a cabo la tan ansiada matanza del cerdo, y que para mi, siendo muy niña, me parecía casi un rito.

Sobre Navidad, cuando ya estaba bien entrado el frío del invierno, se planteaba matar el cochino que con tanto mimo se había estado cuidando durante casi un año. Ya la víspera parecía una fiesta, las familias se juntaban y, principalmente las mujeres, se ponían manos a la obra: mataban pollos y conejos, y por la noche ya se comenzaba a preparar parte de los ingredientes de las morcillas. Se picaba cebolla en una gamella y luego con una “corbetera” de hierro se hacían trozos más pequeñitos. Se preparaban las madejas de hilo, haciendo un ovillo, y se “cortaban sopas”, es decir, se partía pan en trocitos finos, se rociaba con un poco de agua caliente, para que fuese recalando y así al día siguiente echarlo a la sangre.

Por fin llegaba el día de la matanza. Por la mañana, muy temprano, todos los hombres de la casa “se echaban unas copitas de aguardiente”, que se tenía guardado especialmente para ese día y que, como casi todo en aquella época,  se había elaborado artesanalmente. Con eso y unas pastas, todos muy contentos se dirigen al cortijo a por el cerdo, los hombres con cuchillo y gancho y las mujeres con un cubo y el pan preparado la noche anterior.

Entre todos consiguen tumbar al cerdo en un banco aparente para tal tarea, ¡hay que ver cómo chilla el cochino!. El matador busca el sitio oportuno y le hunde el cuchillo hasta el mango. El animal comienza a sangrar.

Hay que tener mucho cuidado y recoger la sangre en el cubo donde teníamos preparado el pan. Al mismo tiempo, y con el fin de que la sangre no se cuaje, se tiene que dar muchas vueltas a la misma.

Una vez conseguido esto, hay que procurar que la sangre se mantenga fresca, cosa que resultaba muy difícil, pues entonces no había frigoríficos, así que se guardaba en las despensas.

Los hombres se quedaban con el cerdo con el fin de chamuscarle y, una vez hecho esto, lo traían a casa; se le sacaban las tripas, que se recogían en una gamella, y con mucho cuidado se volcaban en una mesa. Nuevamente las mujeres se ponían manos a la obra separando las tripas gordas de las finas. Las tripas gordas servían para hacer morcillas y las finas para hacer chorizos.

 

 

Una vez separadas, se iba a lavar las tripas al Arroyo de la Fuente, pues allí el agua estaba más caliente, y, a pesar de ello, !cuántas veces nos ha tocado romper el hielo!. Claro que en aquella época los inviernos eran muy fríos. Menos mal que siempre se procuraba ir tres o cuatro mujeres; así,  entre unas y otras, se ayudaban y también lo pasaban mejor.

Nuevamente se llevaban las tripas a casa. Allí se cortaban a la medida del tamaño que se quisieran las morcillas y se cosían por una lado, dando dos vueltas, de modo que el cosido quedara en forma de cruceta. De nuevo se procedía a lavar las tripas, esta vez con vinagre, mucha cebolla, harina y sal, para desinfectarlas y que quedaran más blanquitas. Además, se lavaban mucho con agua tibia, para terminar aclarándolas con agua fría.

Las tripas ya estaban limpias, así que con darles la vuelta, pues había que dejarlas del revés, quedaban listas para llenarlas con el mondongo. A continuación describo cómo se hacía.

En un caldero se preparaba el agua para hacer el arroz, dependiendo la cantidad de ésta de los kilos de arroz que se fueran a echar. La proporción era de dos litros de agua por cada kilo de arroz. Cuando el agua estaba cociendo, se añadía un puñado de sal por cada kilo de arroz, y se echaba éste también, se removía con una cuchara de madera para que no quedaran grumos y, cuando se advertía que estaba hecho, se retiraba del fuego tapándolo con un trapo para que reposara.

Mientras se freía la cebolla que se había preparado la noche anterior, y se picaba la manteca ya fría en trocitos  muy pequeños. Cuando el arroz había embebido todo el agua, se echaba en una artesa o un recipiente grande y así se mezclaba la cebolla, ya frita, la manteca y especias que dependían del gusto de cada uno, pero que normalmente eran: cominos, canela, pimienta, pimentón, orégano y una machada de ajo, y lo más importante: “la sangre”, que estaba guardada en la despensa  desde la mañana. Todos estos ingredientes se mezclaban dándolos muchas vueltas hasta que quedara rojito, y ya se tenía el mondongo. Algunas freían en una sartén un poquito de la mezcla para así probarlo, se echaban un traguito y !hala, a llenar morcillas!

Se cogían las tripas que se habían preparado y se llenaban con el mondongo, no se había de echar demasiado para que la tripa no reventara. Una vez llenas, se cosían por el lado que quedaba abierto, de forma que el mondongo no se saliera de la tripa.

Mientras se llenaban las tripas, se ponía a calentar en la lumbre una caldera con agua. Una vez que ésta estaba caliente, aunque no demasiado, se echaban las morcillas a cocer, pinchándolas antes una a una con una aguja gorda para que no reventaran.

 

Cuando empezaba a hervir el agua, había que espumarlas, es decir, quitar la espuma que se iba produciendo en la superficie con una penca de berza limpia. Pasada una hora, las morcillas ya estaban hechas, así  que se sacaban de la caldera y, en cuanto se podía, se probaban: las mujeres al sacarlas y los hombres en la bodega.

Para terminar y con el fin de evitar que se estropearan o al menos conseguir que duraran más, al día siguiente se colgaban en unas varas que se tenían sujetas en los techos de las cocinas.


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