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ROMANCES (III)

PÁGINA COLECTIVA. Puedes enviar el romance que recuerdes y que no se haya incluido todavía en el romancero

 de Alcozar y lo añadiremos.

 

Juglar del Cid - Diputación Provincial de Soria (2005)


 

ROMANCE DE SANTA CATALINA (Cristina Rejas del Amo)

En Cádiz hay una niña,
en Cádiz hay una niña
que Catalina se llama, ¡ay, sí!,
que Catalina se llama,
que Catalina se llama.
Su padre era un perro moro,
su padre era un perro moro,
su madre una renegada, ¡ay, sí!,
su madre una renegada,
su madre una renegada.
Todos los días de fiesta,
todos los días de fiesta
su madre la castigaba, ¡ay, sí!,
su madre la castigaba,
su madre la castigaba
porque no quería hacer,
porque no quería hacer
lo que su padre mandaba, ¡ay, sí!,
lo que su padre mandaba,
lo que su padre mandaba.
La manda hacer una rueda,
la manda hacer una rueda
de cuchillos y navajas, ¡ay sí!,
de cuchillos y navajas,
de cuchillos y navajas.
La rueda ya estaba hecha,
la rueda ya estaba hecha,
Catalina arrodillada, ¡ay, sí!,
Catalina arrodillada,
Catalina arrodillada.
Ya baja un ángel del cielo,
Ya baja un ángel del cielo
con la corona y la palma, ¡ay, sí!,
con la corona y la palma,
con la corona y la palma.
Sube, sube Catalina,
sube, sube Catalina,
que el Rey del cielo te llama, ¡ay, sí!,
que el Rey del cielo te llama.
que el Rey del cielo te llama.
Qué me querrá el rey del cielo,
qué me quiere el rey del cielo
que tan aprisa me llama, ¡ay, sí!,
que tan aprisa me llama.
que tan aprisa me llama.
Te llama pa' que le cuentes,
Te llama pa' que le cuentes
toda tu vida pasada, ¡ay, sí!,
toda tu vida pasada.
toda tu vida pasada.
 
 

ROMANCE DE LAS TRES CAUTIVAS (Felicitas Pastor Romero)

(Este romance también se cantaba para jugar a la comba.)

A la verde, verde,

a la verde oliva,

donde cautivaron

a las tres cautivas.

El pícaro moro

que las cautivó,

a la reina mora

se las entregó.

¿Qué nombre daremos

a estas tres cautivas?

La mayor Constanza,

la menor Lucía

y a la más pequeña

llaman Rosalía.

¿Qué oficio pondremos

a estas tres cautivas?

La mayor lavaba,

la menor cosía,

y la más pequeña

agua les traía.

Fue un día a la fuente,

a la fuente fría,

y encontró a un anciano

que en ella bebía.

¿Qué hacéis ahí, buen viejo,

en la fuente fría?

Estoy aguardando

a mis tres cautivas.

Padre, usted mi padre,

y yo soy su hija.

Voy a darles parte

a mis hermanitas.

Pues sabrás Constanza,

pues sabrás Lucía,

cómo he visto a padre

en la fuente fría.

Constanza lloraba,

Lucía gemía,

y la más pequeña

así les decía:

No llores Constanza,

no llores Lucía,

que en viniendo el moro

nos libertaría.

La pícara mora,

que las escuchó,

abrió una mazmorra

y allí las metió.

Cuando vino el moro

de allí las sacó

y a su pobre padre

se las entregó.

 

 

ROMANCE DEL REY RODRIGO (Divina Aparicio de Andrés)

Las huestes de don Rodrigo

desmayaban y huían

cuando en la octava batalla

sus enemigos vencían.

Rodrigo deja sus tiendas

y del real se salía,

solo va en desventura,

que no lleva compañía.

El caballo, de cansado,

ya mudar no se podía,

camina por donde quiere,

que no le estorba la vía.

El rey va tan desmayado,

que sentido no tenía;

muerto va de sed y de hambre,

que de verle era mancilla;

iba tan tinto de sangre,

que una brasa parecía;

las armas lleva abolladas,

que eran de gran pedrería;

la espada lleva hecha sierra,

de los golpes que tenía;

el almete ya abollado

en su cabeza de hundía;

la cara llevaba hinchada

del trabajo que sufría.

Subióse encima de un cerro,

el más alto que veía,

desde allí mira a su gente

cómo iba de vencida;

de allí mira sus banderas

y estandartes que tenía,

como están todos pisados,

la tierra los recubría;

mira por los capitanes,

y ninguno aparecía;

mira el campo tinto en sangre,

la cual a arroyos corría.

Él, triste, al ver todo esto,

gran mancilla en sí tenía,

y llorando por sus ojos,

de esta manera decía:

 —Ayer era rey de España,

hoy no lo soy de una villa;

ayer villas y castillos,

hoy ninguno poseía;

ayer tenía criados,

hoy ninguno me servía;

hoy no tengo ni una almena

que pueda decir que es mía.

¡Desdichada fue la hora,

desdichado fue aquel día

en que nací y heredé

la tan grande señoría,

pues lo había de perder

todo junto y en un día!

¡Oh muerte! ¿por que no vienes

a llevarte esta alma mía

de este cuerpo mezquino,

pues te lo agradecería.

 

 

ROMANCE DE ABENÁMAR (Elena Aparicio de Andrés)

—¡Abenámar, Abenámar,

moro de la morería,

el día que tú naciste,

grandes señales había!

Estaba el mar en calma,

la luna estaba crecida,

moro que en tal signo nace

no debe decir mentira.

Allí respondiera el moro,

ya oiréis lo que decía:

—Yo te la diré, señor,

aunque me cueste la vida,

porque soy hijo de un moro

y una cristiana cautiva.

Siendo yo niño y muchacho

mi madre me lo decía:

que mentira no dijese,

que era una gran villanía;

por tanto, pregunta, rey,

que la verdad te diría.

—Yo te agradezco, Abenámar,

esta tu fiel cortesía.

¿Qué castillos son aquéllos?

altos que al sol relucían.

—La Alhambra era, señor,

y el otro era la mezquita,

los otros los Alixares

labrados a maravilla.

El moro que los labraba

cien doblas ganaba al día,

y el día que no los labra

otras tantas se perdía.

El otro el Generalife,

huerta que par no tenía.

El otro Torres Bermejas,

castillo de gran valía.

Allí habló el rey don Juan,

bien oiréis lo que decía:

—Si tú quisieses, Granada,

contigo me casaría;

de daré en arras y dote

a Córdoba y a Sevilla.

—Casada soy, rey don Juan,

casada soy, que no viuda;

el moro que a mí me tiene,

mucho y muy bien me quería.

 

 


 

ROMANCE DEL CONDE ARNALDOS (M. Carmen Plaza de Blas)

¡Quién hubiera tal ventura

sobre las aguas del mar,

como la hubo el conde Arnaldos

la mañana de San Juan!

Con un falcón en la mano

la caza iba a cazar;

vio venir una galera

que a tierra quiere llegar.

Las velas traía de seda,

la jarcia un puro cendal;

marinero que la manda

diciendo viene un cantar

que la mar ponía en calma,

los vientos hace amainar,

los peces que andan tan hondo

arriba los hace andar;

las aves que andan volando

al mástil van a posar.

Así habló el conde Arnaldos,

bien oiréis lo que dirá:

—Por Dios, ruego, marinero,

que me digas el cantar.

Respondióle el marinero,

tal respuesta le fue a dar:

—Yo no digo esta canción

sino a quien conmigo va.

 

 


 

ROMANCE DE DOÑA ALDA (Ignacia Morales Pastor)

En París está doña Alda,

la esposa de don Roldán,

trescientas damas con ella

la fueron a acompañar.

Todas visten un vestido,

todas calzan un calzar,

todas comen a una mesa,

todas comían de un pan,

si no era doña Alda,

que era dama principal.

Las ciento hilaban oro,

las ciento tejen cendal,

las ciento tañen guitarras

para doña Alda holgar.

Al son de los instrumentos

doña Alda dormida está;

estaba soñando un sueño,

un sueño de gran pesar.

Despertó despavorida

y con un pavor tan grande,

que, los gritos por delante,

se oían por la ciudad.

—¿Qué es esto, buena señora?

—¿Quién os hizo tanto mal?

—Un sueño soñé, doncella,

que me ha dado gran pesar;

que me veía en un monte,

en un desierto lugar;

y de los montes muy altos

un azor yo vi volar;

tras él viene una aguililla

que lo ahínca muy mal.

El azor, con gran cuidado,

se metió en mi brial;

al águila, con gran ira,

de allí lo quiere sacar.

Con las uñas lo despluma,

con el pico lo deshace.

Allí habló su camarera,

bien oiréis lo que dirá:

—Este es el sueño, señora;

bien os lo pienso soltar:

el azor es vuestro esposo,

que viene de allende el mar;

y el águila... pues sois vos,

con la que se ha de casar,

y aquel monte es la iglesia

donde os han de velar.

—Si así es, mi camarera,

bien te lo pienso pagar.

Otro día de mañana

cartas de fuera le traen;

tintas venían de dentro,

de fuera escritas con sangre,

que su Roldán era muerto

en guerra de Roncesvalles.

 


 

ROMANCE DEL CONDE OLINOS (Divina Aparicio de Andrés)

Paseaba el conde Olinos

por la orillita del mar,

va a dar agua a su caballo

la mañana de San Juan.

Mientras su caballo bebe

él canta un dulce cantar;

todas las aves de cielo

se paraban a escuchar.

Caminante que camina,

olvida su caminar;

navegante que navega,

su nave vuelve hacia allá.

La reina estaba lavando,

su hija durmiendo está;

la reina llena de envidia

a su hija mandó llamar.

—Levantáos tierna niña,

levantáos y escuchad,

sentiréis cantar hermoso

la sirenita del mar.

—No es la sirenita, madre,

la de tan bello cantar,

sino que es el conde Olinos

que por mis amores va.

—Si por tus amores pena,

yo lo mandaré matar;

para casarse contigo

le falta sangre real.

Guardias mandaba la reina

al conde Olinos buscar;

que lo maten a lanzadas

y echen su cuerpo a la mar.

—Si lo manda matar, madre,

juntos nos han de enterrar;

él murió a la media noche,

ella a los gallos cantar.

A ella, como hija de reyes,

la entierran en el altar;

a él, como hijo de condes,

tres pasitos más atrás.

De ella nació un rosal blanco,

de él nació un espino albar;

crece el uno, crece el otro,

los dos se van a juntar.

Las ramitas que se alcanzan

fuertes abrazos se dan,

y las que no se alcanzaban

no dejan de suspirar.

La reina, llena de envidia,

pronto los mandó cortar;

el galán que los cortaba,

no cesaba de llorar.

De ella naciera una garza,

de él un fuerte gavilán,

vuela el uno, vuela el otro,

juntos vuelan al altar;

que la reina, con ser reina,

no los pudo separar.

 


El romance es un poema característico de la tradición oral, y se populariza en el siglo XV, en que se recogen por primera vez por escrito en colecciones denominadas romanceros. Los romances son generalmente poemas narrativos de una gran variedad temática, según el gusto popular del momento y de cada lugar. Se interpretan declamando, cantando o intercalando canto y declamación.


ROMANCE DE SISEBUTO (Carmen Andrés Hernando)
A veinte leguas de Pinto
y a treinta de Marmolejo,
existió un castillo viejo,
que edificó Chindasvinto.
Lo habitaba un gran señor,
algo feudal y algo bruto,
que por nombre
se llamaba Sisebuto.
Y su esposa Leonor,
y Cunegunda su hermana,
y una tía Berenguela,
y otra tía de su abuela
que atendía por Mariana.
Y su cuñado Vitelio,
y Cleopatra otra tía,
y su nieta Rosalía,
y su hijo mayor Rogelio.
Era una noche de invierno,
noche fría y tenebrosa,
noche sombría, espantosa;
noche atroz, noche de infierno.
Noche fría, noche helada,
noche triste, noche oscura,
noche llena de amarguras,
noche infausta, noche airada.
En un gótico salón
dormitaba Sisebuto,
y un lebrel seco y enjuto
roncaba en el portalón.
Con gemido lastimero
el viento afuera silbaba
e imponente se escuchaba
el ruido del aguacero.
Cabalgando en un corcel
de color verde botella,
raudo como una centella
llega al castillo un doncel.
Empapada trae la ropa
por efecto de las aguas;
como no trae paraguas,
viene el pobre hecho una sopa.
Salta el foso, llega al muro,
la poterna está cerrada.
– ¡Me ha dado mico mi amada!
Exclama: ¡Vaya un apuro!
De pronto, algo que resbala
siente sobre su cabeza,
alza la mano y tropieza
con la cuerda de una escala.
– ¡Ah! – dice con fiero acento
– ¡Ah! – repite victorioso
– ¡Ah! – vuelve a decir gozoso
– ¡Ah! – otra vez, y así hasta ciento.
Sube, que sube, que sube,
trepa, que trepa, que trepa,
y cae en brazos de un querube,
la hija del Conde, la Pepa.
En lujoso camarín,
introdujo a su adorado,
y al notar que está mojado,
lo seca bien con serrín.
– Lisardo, mi bien, mi anhelo,
único ser que yo adoro,
el de los cabellos de oro,
el de la nariz de cielo.
¿Qué sientes, di, dueño mío?
¿No sientes nada a mi lado?
¿Qué sientes, Lisardo amado?
Y él respondió: siento frío.
– ¿Frío has dicho?, eso me espanta,
¿Frío has dicho?, eso me inquieta;
no llevarás camiseta, ¿verdad?,
pues toma una manta.
– Y ahora hablemos del cariño
que nuestras almas disloca;
yo te amo como una loca.
– Yo te adoro como un niño,
mi pasión raya en locura;
lo mío es un arrebato,
si no me quieres, me mato;
si me olvidas, me hago cura.
– ¿Tú cura?, ¡Por Dios bendito!,
no repitas esa frase
en jamás de los jamases,
¡pues estaría bonito!
– Hija soy de Sisebuto
desde mi más tierna infancia,
y aunque temo su arrogancia,
y aunque es mi padre muy bruto…
¡Huyamos!, vamos al Congo
a ocultar nuestros amores.
– Bien has dicho, bien has hablado,
huyamos, aunque se enojen,
y si algún día nos cogen,
que nos quiten lo bailado
En esto, un ronco ladrido
retumba potente y fiero.
– ¿Oyes?, dice el caballero,
es el perro, que me ha olido.
Se abre una puerta excusada
y, cual terrible huracán,
entra un hombre, luego un can,
luego nadie, luego nada.
– ¡Hija infame!, ruge el Conde;
¿Qué haces con este señor?
¿Dónde has dejado mi honor?
Dime, ¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde?
Y tú, cobarde villano,
antipático, repara
cómo señalo tu cara
con los dedos de mi mano.
Después, sacando un puñal,
de un solo golpe certero
le introdujo el largo acero
junto a la espina dorsal.
El joven, naturalmente,
se murió como un conejo.
Ella frunció el entrecejo
y enloqueció de repente.
También quedó el conde loco
de resultas del espanto.
El perro no llegó a tanto,
pero le faltó muy poco.
Desde aquel día de horror
nada se volvió a saber
del conde, de su mujer,
la llamada Leonor,
de Cunegunda, su hermana;
de su madre, Berenguela,
de la prima de su abuela
que atendía por Mariana;
de su cuñado Vitelio,
de Cleopatra su tía,
de su nieta Rosalía
ni de su chico, Rogelio.
Y aquí se acaba la historia
verídica, interesante,
romántica, apasionante,
estremecedora, horrenda,
de aquel castillo muy viejo
que edificó Chindasvinto,
a veinte leguas de Pinto
y a treinta de Marmolejo.


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