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MUÑECAS DE TRAPO

por Salito Alonso García (2004)

 

 

 

Cuando yo era niña, en Alcozar casi no teníamos juguetes. Yo recuerdo que me compraron unas castañuelas, seguramente en la feria de San Esteban y, como para mí eran una novedad, me pasaba todo el día tocándolas; bueno, supongo que haciendo ruido. Y cuenta mi madre que teníamos una vecina que estaba tan harta de mis dichosas castañuelas, que no paraba de renegar. En otra ocasión me trajeron mis padres una muñeca de cartón muy grande. Creo que les tocó en una rifa. Como mis amigas no tenían juguetes, todas venían a jugar con ella y, una tira de un brazo por aquí, y otra tira de una pierna por allá, la cuestión es que la muñeca enseguida se rompió. Lo que sí que me compraban, siempre que iban mis padres a San Esteban, eran Tebeos, porque me gustaba mucho leer; y además que me metía en las historias. Me iba a casa de la Leo y nos escondíamos para leer en cualquier sitio sin que su madre nos descubriese pues, como ellos eran muchos hermanos y la Leo la mayor, tenía que ayudar en las labores de casa. La señora Felisa también me regalaba libros y Tebeos de los que dejaban sus hijos y sus sobrinos, porque ellos pasaban el verano en Alcozar y, cuando comenzaba el curso, se iban a estudiar a Valladolid.

Pero, en definitiva, la mayor parte de los juguetes los hacíamos nosotras mismas a base de ingenio e imaginación. Por ejemplo, cogíamos dos botes vacíos y hacíamos un agujero en el culo de cada bote. Luego los uníamos con un hilo de bramante, algodón de coser las morcillas o con cualquier cuerda o cordón que encontrásemos por casa y que tuviera la largura suficiente como para llegar de mi casa hasta la de la Leo, que era la más próxima de las de mis amigas, y nos hablábamos la una con su bote en la boca para que resonara y la otra con el suyo en la oreja. A este invento lo llamábamos teléfono. No sé si el artilugio funcionaba o era nuestra imaginación, pero lo cierto es que nos daba la impresión de que nos oíamos, y así manteníamos largas conversaciones desde una puerta a la otra.

El juguete más popular entre los que hacíamos las chicas era, sin duda alguna, la muñeca; que nuestras madres y abuelas solían llamar moña. Las muñecas las hacíamos de trapos y nos duraban mucho más que la que yo tuve de cartón. La mayor o menor perfección de la muñeca estaba directamente relacionada con nuestra edad. Las primera muñecas que hacíamos la cosíamos de cualquier forma y para brazos y piernas utilizábamos trozos más o menos rectos de sarmiento, procurando cortarlos de tal forma que se evitasen los nudos. La rigidez de los sarmientos impedía a la muñeca doblar los brazos, así que nuestras primeras moñas se quedaban tiesas como un Cristo. Claro que empezábamos a hacer muñecas a los 6 años, edad a la que ingresábamos en la escuela.

Más tarde se iba perfeccionando la técnica, pues las muñecas tampoco eran eternas y, sobre todo las primeras. Había que reemplazarlas por otras en cuanto se partían los trozos de sarmiento o se deshilachaba la tela.

 

 

A los 7 u 8 años ya sabíamos hacer muñecas como Dios manda. Primero se cogía un  rectángulo de tela, lo doblábamos y se hacía como una bolsita que se rellenaba con lana de oveja, generalmente con lo que llamaban vedijas, que eran las partes sueltas que se separaban del vellón al esquilar las patas de las ovejas. La tela casi siempre era vieja. Se aprovechaba cualquier trozo de sábana que hubiera cortado nuestra madre para echar un remiendo o una pieza. Y, si no disponíamos en aquel momento de lana para el relleno, siempre quedaba el recurso de buscar un trapo viejo y cortarlo en pedazos pequeños que hacían la misma función. Con esto ya teníamos lo que sería el cuerpo de la muñeca.

A continuación le tocaba el turno a los brazos y las piernas. Se podía hacer como una especie de tubo también relleno de lana o pedacitos de tela; o bien poner tela enrollada y, como último recurso,  trozos de sarmiento. Más tarde se cogía un cuadrado de tela, se rellenaba hasta que quedaba como una pelotilla, se ataba fuerte dando varias vueltas con un hilo en lo que después sería el cuello, y ya teníamos la cabeza. Ahora era cuestión de juntar todas las partes a base de coser unas a otras y, si teníamos ganas de que quedase guapa y curiosita la muñeca, poníamos también un poco de lana negra en la cabeza con la que se formaba el pelo, que luego cortábamos en tres tiras para trenzar dos coletas en las que no podían faltar los lazos.

Ya sólo quedaba encontrar un poco de hilo rojo para hacer los labios y una hebra de color negro para los ojos. Y, por supuesto, correr a casa de nuestra mejor amiga para que admirase nuestra nueva muñeca y sacase las suyas para jugar.


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